Ellos ‘no comprender’
Nadie debe comparar al rey emérito y a Carles Puigdemont, pues sus biografías son abismalmente distintas. Pero por más que queramos mirar para otro lado ambos retan a la imagen de nuestro país en el exterior
A vista de un sueco, pongamos por caso, España padece dos anomalías que no son comunes en las democracias consolidadas de su entorno geopolítico. Ambas tienen que ver con personajes relevantes que viven en exilios rarunos. Uno, es el rey emérito, don Juan Carlos, cuya residencia en Abu Dabi no está suficientemente fundamentada, salvo en ese dicho que afirma que la distancia es...
A vista de un sueco, pongamos por caso, España padece dos anomalías que no son comunes en las democracias consolidadas de su entorno geopolítico. Ambas tienen que ver con personajes relevantes que viven en exilios rarunos. Uno, es el rey emérito, don Juan Carlos, cuya residencia en Abu Dabi no está suficientemente fundamentada, salvo en ese dicho que afirma que la distancia es el olvido. Salpimentada por frecuentes viajes en su faceta de regatista, al rey le beneficia una agenda de amigos fieles labrados a lo largo de una vida vertebrada entre lo público y lo privado que finalmente se desmoronó víctima de su propia confusión. El segundo caso, más chocante aún en las democracias circundantes, es el de Carles Puigdemont, que eligió la incierta huida a Bruselas frente a la segura cárcel de sus compañeros de desafío secesionista. Con el tiempo, su establecimiento en Waterloo, afianzado por la elección como europarlamentario, ha confirmado la tradicional excepción europea, por la cual no se extraditan políticos huidos, ni tan siquiera allá donde se presume de unos mecanismos jurídicos compartidos. Y eso no pasa porque hay algo de fea estética en lo de entregar a políticos prófugos a los países que los reclaman.
Nadie debe comparar a ambos personajes, pues sus biografías son abismalmente distintas. Pero por más que queramos mirar para otro lado ambos retan a la imagen de nuestro país en el exterior. Mi no comprender, se dicen los extranjeros al sentarse a estudiar los casos. Convendría solucionar ambos regresos, por más que se inquieten aquellos que juran perseguir la justicia en cada uno de sus alaridos, pero callan cuando les conviene ignorar otros, y bien grandes, agravios. El problema es que ninguno de los dos es sencillo, pues como hemos visto en el caso del presidente de la Federación de Fútbol en España pedir perdón es lo último que haría un señor. Aquí ya vienen todos autoperdonados de casa, por sus mamás, sus hijas y unos primos lejanos muy fieles. Puigdemont ha ganado además peso aritmético en la conformación de la mayoría del Congreso gracias a los votantes fieles con los que aún cuenta en Cataluña. Esos diputados, como bien dijo el líder del PP, son legítimos y representan a un partido legal y a unos votantes tan respetables como los del resto de agrupaciones. De la negociación de esos votos habrá semanas para hablar. Pero incluso la repetición electoral no los haría desaparecer por ensalmo, así que animémonos a afrontarlo.
Por lo pronto, la apertura del año judicial nos ofreció un raro acuerdo unánime en el diagnóstico de que nuestras instituciones de control están muy tocadas en su credibilidad y funcionamiento. Los magistrados no quieren practicar la autocrítica, pues una parte del descrédito está labrada en la ambición para prosperar apoyada en el padrinazgo de los dos grandes partidos. La falta de independencia corroe el sistema y el anticonstitucional bloqueo del CGPJ desde hace cinco años es un ejemplo de lo grotesco que es criticar sin asumir la culpa. Al día siguiente de esas lamentaciones, el PP ha recusado a una magistrada para decidir en el recurso por un recuento de papeletas dadas por nulas en las pasadas elecciones. Las razones esgrimidas son las mismas que servirían para recusar a los que defienden sus causas desde los organismos de control. Y así prosigue el círculo vicioso. ¿Por qué no nos decimos la verdad?