Duelos e iluminaciones de Siri Hustvedt
La enfermedad es un estado que excede lo físico; no limita sus estragos al cuerpo, a la carne, a los órganos, sino que se extiende hasta cubrir nuestra percepción de la realidad
La escritora Siri Hustvedt anunció en marzo que su marido y compañero de profesión, Paul Auster, está enfermo de cáncer y en tratamiento. Atraviesa desde hace meses y junto a ella un extraño reino, a la vez simbólico e indudablemente material, al que Hustvedt llama Cancerland. “Sé que atesoraré este momento para siempre”, refiriéndose a una fotografía reciente; “Paul de pie en nuestra terraza bajo un sol deslumbrante, la gorra cubriéndole una cabez...
La escritora Siri Hustvedt anunció en marzo que su marido y compañero de profesión, Paul Auster, está enfermo de cáncer y en tratamiento. Atraviesa desde hace meses y junto a ella un extraño reino, a la vez simbólico e indudablemente material, al que Hustvedt llama Cancerland. “Sé que atesoraré este momento para siempre”, refiriéndose a una fotografía reciente; “Paul de pie en nuestra terraza bajo un sol deslumbrante, la gorra cubriéndole una cabeza casi calva”.
La enfermedad es un estado que excede lo físico; no limita sus estragos al cuerpo, a la carne, a los órganos, sino que se extiende hasta cubrir nuestra percepción de la realidad. Anida en la consciencia y tiñe el espacio, todo cuanto nos rodea tiembla o parece estar a punto de colapsar, como si en lugar de mirar las cosas y verlas como son, viéramos sólo su reflejo sobre el agua.
Quien haya tenido problemas de salud, dolores muy intensos, trastornos mentales o físicos, y los haya sufrido de forma prolongada, se habrá encontrado ante la misma encrucijada: por un lado, el deseo inapelable de querer entender por qué, por qué a mí, por qué a nosotros, junto con la imposibilidad de encontrar respuesta, y, por otro, la obligación de acostumbrarse a habitar este submundo, aceptar la moratoria en un lugar que es y no es a la vez. Algunas veces, nuestro paso por el reino de la enfermedad es transitorio; otras, permanente. Pero en ninguno de los casos existe un final de trayecto y uno debe seguir penetrando, una a una, las capas de significado que dan forma a un vocabulario desconocido, lleno de metáforas y silencios, para acercarse a la única fuente de luz posible en estas latitudes: aprender a vivir de otra manera.
La enfermedad, como la muerte, necesita un duelo. Proceso íntimo pero compartido que dé sentido al dolor, a la incertidumbre, a la desesperación, y abra la posibilidad de expresarse no a pesar de, sino a través de nuestra nueva condición.
En 2006, Hustvedt se subió a un estrado para pronunciar un discurso en memoria de su padre, fallecido dos años antes. Habló con voz firme, controlando la cadencia de su respiración y dando a sus palabras la inflexión correcta. Sin embargo, eso no es lo que el público vio. O no solo eso. Los presentes asistieron atónitos a una curiosa escisión, lucha interna, dos fuerzas opuestas o incluso dos mundos, contenidos en un único ser: mientras Hustvedt hablaba, su cuerpo se sacudía en violentos espasmos, le temblaban tanto los brazos y las piernas que parecía que la estuvieran “electrocutando”.
Las convulsiones se repitieron en otras ocasiones, además de fuertes migrañas, alucinaciones, ataques de euforia. La muerte de su padre quedó parcialmente absorbida en una nueva forma de duelo. Hustvedt necesitaba aprender a reconocerse, a nombrar a esa mujer-temblorosa-capaz-de-hablar, y a encontrar la mejor manera de darle vida. Escribió un libro, La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (2010), parte ensayo y parte testimonio, para llevar a cabo ese proceso. Porque escribir es atravesar lo que no tiene explicación (aunque a veces se la encuentre, con el mismo éxtasis distraído con que una recibe los orgasmos que llegan por sorpresa, cuando el polvo merece la pena por su travesía, y no por su remate).
Menciono el sexo porque comparte con la muerte un lugar determinado en nuestra imaginación. Eros y Tánatos. Pulsiones que nos hacen ser y que nos amenazan constantemente con la disolución. Cráteres en la piel de nuestra psique que llenamos con sentimientos y connotaciones. A uno, el goce, la euforia. A otro, el terror, la impotencia. Los significados varían, pero no su origen, y su origen es inexplicable. Muerte y sexo retienen una opacidad imposible de desentrañar. De ahí que asomarse al abismo y atreverse a compartirlo sea un gesto terriblemente aterrador y terriblemente generoso.
Una forma de hacerlo son las palabras. Tal vez por eso Hustvedt escogió como unos de sus favoritos estos versos de Emily Dickinson: “Tras un gran dolor, llega un sentimiento formal”. El dolor no puede comprender, ni enunciar. Cae sobre nosotros, fogonazo que arrasa todo tiempo y toda perspectiva. Como el delirio egotista de un enfermo de identidad, el dolor solo se ve a sí mismo: es espejo, reflejo y mirada. Pero siempre termina. Existe un después de y en su resaca la lucidez termina por imponerse.
Otra forma es la compañía. A pesar de la neblina y de lo extraño del lugar, uno no está del todo perdido en la enfermedad. No mientras haya algo o alguien que nos permita seguir contándonos al mundo. Tejiendo un duelo múltiple y cambiante. Duelo por nuestro antiguo Yo, por nuestra ilusión de entereza, inmunidad, invulnerabilidad. Duelo por lo que puede perderse a partir de ahora, lo que de pronto queda en entredicho (ni pronunciado del todo, ni tampoco en silencio). Duelo por él o ella, a quien amamos y acompañamos, a quien vemos sufrir y a quien vemos temblar y seguir hablando, y a quien deberemos reconocer de nuevo, de otra manera.