Una desazón del PP

Los populares viven su soledad parlamentaria, siendo el partido con más escaños, como una crisis existencial y, por proyección, nacional. Su relación con los nacionalismos sigue y seguirá en el congelador

Los diputados del PP aplauden a su presidente, Alberto Núñez Feijóo, a su llegada al hemiciclo del Congreso este jueves.Juan Carlos Hidalgo (EFE)

El PP recibió los resultados del 23-J con el sobrecogimiento melancólico del profeta Jeremías al contemplar la destrucción de Jerusalén. Recordemos que los trackings, tomados justamente como profecías, ...

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El PP recibió los resultados del 23-J con el sobrecogimiento melancólico del profeta Jeremías al contemplar la destrucción de Jerusalén. Recordemos que los trackings, tomados justamente como profecías, daban en su mayoría por sentado una suma apacible de PP y Vox e incluso pusieron alas al sueño de la mayoría absoluta. Pasado el primer golpe del duelo, la situación solo parece más calmada por causas externas al centroderecha: pese al éxito final, basta con haber seguido la negociación de la Mesa para representarse las asperezas de un Gobierno de coalición obligado a llevar al paroxismo la geometría variable en el Congreso, rodeado de poderes autonómicos hostiles y parcialmente impedido por una Cámara alta en manos del PP. La victoria de los populares sigue siendo igual de amarga, pero la derrota socialista es cada día menos dulce. Tampoco se ha discutido el liderazgo de Feijóo, ni se ha perdido la esperanza de un intento de investidura a modo de mitin inaugural de una nueva campaña. No son consuelos livianos. Y descentran la atención de la falta de orientación clara tras los comicios: insistir en la lista más votada, pasar de derogar el sanchismo a apelar al sentido de Estado del PSOE, decir que sí y que no a hablar con Junts.

Una desazón propia de la derecha estas semanas ha sido el preguntarse “si no ganamos —si no gobernamos— ahora, entonces ¿cuándo?”. Para valorar el impacto depresivo del 23-J en el centroderecha, sin embargo, hay que asumir que el resultado electoral significa más que un naufragio de expectativas. Ni siquiera el precedente de 1993 es válido: por entonces, todavía vivíamos en un estado auroral en el que el PP y los nacionalismos podían llegar a acuerdos, como se iba a verificar al poco en el Majestic, aderezados con una retórica según la cual España tenía que ser un bimotor alzado por las energías de Madrid y Barcelona. Ese posibilismo, abrazado por entonces con entusiasmo por los populares, es el pasado de una ilusión. El cuadro es ahora muy distinto, y la soledad parlamentaria —¡siendo el partido con más escaños!— se vive como crisis existencial y, por proyección, nacional. La relación con los nacionalismos sigue y seguirá en el congelador: frente a la elasticidad del PSOE, el PP se ve a sí mismo, en última instancia, como guardián de la Constitución en lo referente a la unidad nacional y, en colisión con Vox, en la mirada positiva al Estado autonómico. La insuficiente representación en lugares clave —Cataluña— tiene una trascendencia muy superior a los meros números. Y la relación con Vox ha pasado de complicada a envenenada, sin que los nuevos perfiles de poder en la derecha identitaria permitan pensar a corto plazo en una aproximación más halagüeña. En todo caso, el PP vive como una burla del destino una situación en la que se creen en exceso penalizados por su relación con Vox mientras Sánchez les excluye del perímetro del diálogo y —como se vio este jueves— Puigdemont ocupa un papel rector.

Como profetas a toro pasado, podemos apreciar errores no forzados del PP: una lectura eufórica de las urnas del 28-M, un exceso de complacencia demoscópica, una campaña mejorable con un tramo final olvidable, una ansiedad atropellada por cerrar gobiernos autonómicos en el entendido de que el precio por pactar con Vox ya estaba descontado. Sin embargo, hace apenas un mes era común la percepción de que las alianzas con Vox estaban efectivamente asumidas, y la idolatría demoscópica no es nueva y afecta tanto a partidos como a medios. En fin, de haberse producido una gran victoria, el autor del lema “derogar el sanchismo” estaría hoy dando clases magistrales en las facultades de Comunicación.

Queda para un universo paralelo saber si, de haber roto con carácter previo con Vox, el PP hubiera salido beneficiado electoralmente: en todo caso, si con Vox no les han salido las cuentas, sin Vox todo el mundo creía que no iban a salir. Sea como fuere, ahora han de convivir con ellos en muchos gobiernos, y el propio Vox ha mostrado tener —a escala nacional— un suelo electoral intratable. Es muy posible, en todo caso, que el electorado haya castigado una cacofonía: por un lado, mantener una postura de ambigüedad hacia los de Abascal y mostrarse como partido moderado y gestor a imagen de su candidato; por otro, cerrar a toda velocidad acuerdos con ellos. Bien acunado por las encuestas, el PP no veía necesidad en resolver esa ambivalencia. El entendido de que el ciclo del sanchismo había llegado a su fin, como González en 1996 o Zapatero en 2011, inhibió un discurso más definido para finalmente descubrir que, enterrado el bipartidismo, ya hace falta algo más que el desgaste ajeno para llegar al Gobierno. Antes que después, las circunstancias van a obligar a un posicionamiento más contundente respecto a Vox y respecto a los antiguos votantes del PP que volaron a Vox: de Rajoy a Feijóo, pasando por Casado, la postura no ha dejado de conocer bandazos. Con todo, la intuición de una legislatura corta o de una repetición electoral difícilmente alienta un cambio, ni invita a la formulación de una estrategia de reunión del espacio electoral de la derecha. Tal vez a la próxima, eso sí, haya aún un mayor desgaste del sanchismo.

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