Venezuela: el naranja es el nuevo rojo

Ningún activista de derechos humanos ha tenido hasta ahora la ocurrencia de exigirle a Jorge Rodríguez dar seguridades públicas sobre la vida del exministro de Petróleos

El entonces vicepresidente de Venezuela y ahora exministro de Petróleos Tareck El Aissami en Caracas, Venezuela, el 9 de marzo de 2017.Carlos Becerra (Getty Images)

Una de las sorpresas de la ofensiva madurista contra parte de sus propias mafias ha sido la adopción de la braga naranja, las esposas y los grilletes como sambenito. La reata de antiguos funcionarios maduristas parecía, al bajar del colectivo que los llevó al tribunal, una selección deportiva holandesa.

La mayoría de mis compatriotas expresa una abúlica y casi regocijada sorna criolla ante la gesticulación madurista y su anaranjada farsa justiciera. Esto, me parece, es síntoma de un mal mucho más profundo e insidioso: la aquiescencia general ante el poder omnímodo. El envés de este sent...

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Una de las sorpresas de la ofensiva madurista contra parte de sus propias mafias ha sido la adopción de la braga naranja, las esposas y los grilletes como sambenito. La reata de antiguos funcionarios maduristas parecía, al bajar del colectivo que los llevó al tribunal, una selección deportiva holandesa.

La mayoría de mis compatriotas expresa una abúlica y casi regocijada sorna criolla ante la gesticulación madurista y su anaranjada farsa justiciera. Esto, me parece, es síntoma de un mal mucho más profundo e insidioso: la aquiescencia general ante el poder omnímodo. El envés de este sentimiento moral es desesperar de la justicia, algo, por cierto, muy anterior a la era chavista. Nada, sin embargo, tan sugestivo como la reata de imputados y sus overoles naranja.

La desmañada parodia televisada de un ministerio público ceñido a las leyes que actúa en obsequio de la seguridad de los ciudadanos, entrega lo esencial del fracaso de la república.

Brutalmente zafia como ha sido la presentación del elenco de imputados ante el tribunal, ella invita, sin embargo, a examinar una vez más los emblemas bolivarianos, sus liturgias y su posible relación con la sicología arquetipal del régimen.

No puedo recordar el momento preciso de este primer cuarto de siglo socialista en que las alocuciones desde el Palacio de Miraflores decidieron replicar ese escudito yanqui que muestra algo así como una vista hiperrealista de la Casa Blanca.

No contenta con la gigantografía del Bolívar bembón, esa falsificación histórica que preside el Salón Ayacucho o Junín o Boyacá, la revolución bolivariana adosó al atril de Maduro un boceto de la sede del gobierno venezolano y un rótulo que pone “Palacio de Miraflores”. Ello no permite siquiera insinuar que el cartelito evoca al de los gringos porque la verdad es que se lo copia descaradamente. ¿Por qué lo hicieron?

Es posible, me digo, que hayan tomado en serio lo del “significado vacío” de Ernesto Laclau, el Goebbels porteño de los neopopulismos de nuestra América. Si he entendido la neojerga de Laclau, llega un momento en la vida de nuestros pueblos en que el significado vacío es rellenado con algo sustancioso. Los buenos nuevos revolucionarios llaman a esto “resignificación”.

¡A ver cómo resignifica Maduro el cartelito de The White House! Más pródiga en interpretaciones luce la braga naranja de los excompañeros. Debe resultar desconcertante para la izquierda antiimperialista de la región ver que la lucha contra la corrupción se tiñe de naranja como en un episodio de Orange is the new black.

Se comprende, sin embargo y poniéndose en los zapatos del doctor Jorge Rodríguez, que no existiendo justicia alguna, bien está remedar sus usos universales, al menos los que difunden el cine y las series de plataforma.

Justamente por ello, encuentro más desconcertante que el cabecilla de una mafia de 44 viceministros y gerentes generales chavistas a quienes el gobierno acusa de desviar 21 mil millones de petrodólares, no haya sido detenido. Lejos de ello: su paradero actual es un misterio.

Tareck El Aissami, el exministro de Petróleos, se ha esfumado en el “tenue aire”, igual que las brujas del páramo en Macbeth. Quizá esté incomunicado y sometido a interrogatorio en alguna de las Lubiankas del régimen. Sin embargo, y juzgando por la suerte que suele nimbar a los superministros petroleros de Venezuela, igual podría muy bien estar El Aissami en este mismo instante en Bimini, comprádonse un sombrero de Panamá, como el doctor Hannibal Lecter, para salir a pasear por el bulevar antes de la cena en una escena de final abierto.

Lo cierto es que nadie ha vuelto a ver a El Aissami desde que renunció al cargo. Ningún activista de derechos humanos ha tenido hasta ahora la ocurrencia de exigirle a Jorge Rodríguez dar seguridades públicas sobre la vida del exministro.

Tampoco lo ha hecho ningún precandidato de la sedicente oposición democrática. Aunque claramente esté en el interés de su teóricos electores conocer la verdad detrás de este colosal desfalco, tanto más criminal cuanto que Venezuela se muere de hambre.

La dura razzia contra los hombres de El Aissami ha obrado, al parecer, también lo suyo en el ánimo de los políticos de oposición. A parecer, la dictadura les ha impuesto silencio a ellos también en torno al más gigantesco saqueo a los bienes de la nación venezolana de que tengamos noticia. Pero hablar de ello en vísperas de elecciones primarias no sería sino complicar innecesariamente las cosas.

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