El golpe en Brasil

La insurrección que hemos visto en Brasil es un presagio inquietante de lo que puede ocurrir en unas elecciones futuras. El país sigue profundamente dividido

Daños causados por el ataque de los bolsonaristas a la sede del Tribunal Supremo en Brasilia.Arthur Menescal (Bloomberg)

Hace unos días, los canales informativos de televisión por cable conmemoraron el segundo aniversario del asalto al Capitolio con la emisión constante de vídeos grabados el 6 de enero de 2021. Quien viera la CNN el jueves pasado pudo contemplar horas de imágenes de ...

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Hace unos días, los canales informativos de televisión por cable conmemoraron el segundo aniversario del asalto al Capitolio con la emisión constante de vídeos grabados el 6 de enero de 2021. Quien viera la CNN el jueves pasado pudo contemplar horas de imágenes de unos exaltados manifestantes que atravesaban las débiles líneas policiales, irrumpían con aire triunfador en el Capitolio y, llenos de euforia, sembraban el caos en el símbolo fundamental de la democracia estadounidense.

Por eso, los vídeos que esos mismos canales empezaron a emitir el domingo por la tarde resultaban siniestramente familiares. Otra vez vimos a unos manifestantes que rompían con facilidad una débil línea de policía. Otra vez, miles de personas irrumpieron en los edificios más importantes del Estado con expresión de triunfo en el rostro. Y otra vez hubo escenas espeluznantes de violencia colectiva y vandalismo, un carnaval grotesco que se prolongó durante horas ante la mirada del mundo entero.

Pero no era lo mismo: los nuevos vídeos no eran una repetición de los sucesos ocurridos en Estados Unidos hace dos años, sino una nueva versión de la película de terror original en la que se mostraban unos sucesos que estaban ocurriendo a aproximadamente 6.000 kilómetros de distancia, en Brasilia, la capital de Brasil, y en ese mismo momento.

La semejanza entre las dos escenas no es cuestión de coincidencia. Desde que Jair Bolsonaro fue elegido presidente de Brasil, en otoño de 2018, se moldeó conscientemente a imagen y semejanza de Donald Trump. Como Trump, Bolsonaro afirma ser la verdadera voz del pueblo y califica a cualquiera que no esté de acuerdo con él de traidor o criminal. Como Trump, ha intentado concentrar el poder en sus manos y ha puesto en duda la legitimidad de instituciones independientes como los tribunales y los periódicos. Y como Trump, se ha dedicado durante los últimos años a convencer a sus seguidores de que deben desconfiar de cualquier elección en la que él no sea el ganador porque el sistema electoral está amañado.

Todo esto preocupaba enormemente a muchos politólogos antes de las elecciones presidenciales celebradas en octubre del año pasado. Si Bolsonaro obtenía un segundo mandato, avisaron, tendría todavía más posibilidades de socavar el sistema de controles y contrapesos del país. La democracia brasileña estaría en graves dificultades. Pero también advirtieron de que, incluso aunque Bolsonaro cayera derrotado por su rival, el expresidente Lula de Silva, el peligro seguiría existiendo. Porque en ese caso Bolsonaro podría tomar la decisión de animar a sus seguidores a emplear la violencia para trastocar el traspaso de poder o incluso pedir al ejército que acudiera en su ayuda. Algunos observadores pensaban que habría una verdadera posibilidad de golpe de Estado.

La noticia positiva es que los brasileños lograron destituir a Bolsonaro. Este, en un paralelismo con Trump que quería evitar a toda costa, perdió por escaso margen su intento de reelección. En las semanas posteriores, los altos mandos militares dejaron claro que no apoyarían un golpe de Estado. E incluso pareció que lo abandonaban algunos de quienes habían sido sus aliados políticos, pero que habían resultado elegidos para cargos importantes en esos mismos comicios, como Tarcísio de Freitas, el nuevo gobernador de São Paulo. Bolsonaro se rindió y ordenó públicamente a su equipo que garantizara el traspaso ordenado del poder a Lula.

En los dos meses transcurridos entre la victoria de Lula y su toma de posesión, ocurrieron muchas cosas siniestras. Bolsonaro nunca aceptó de forma explícita la legitimidad de su derrota en las urnas. Sus partidarios organizaron numerosas protestas, algunas de las cuales acabaron envueltas en violencia, como en el caso del incendio de decenas de coches en el centro de Brasilia. Pero, poco a poco, el resultado final fue pareciendo inevitable.

El 1 de enero, Lula juró su cargo de presidente de Brasil. Bolsonaro, ante el temor a las investigaciones judiciales sobre los posibles delitos que cometió durante su mandato, se escapó de forma ignominiosa a Florida, donde ha alquilado una casa cerca de Disneyworld. Mientras Lula tomaba posesión de la presidencia, en las redes sociales circularon vídeos de Bolsonaro recorriendo los pasillos de un supermercado estadounidense y disfrutando de una cena en un Kentucky Fried Chicken.

Con esos antecedentes, el ataque del domingo contra las instituciones fundamentales de la democracia brasileña —el Congreso, el Tribunal Supremo y el palacio presidencial— resultó aún más surrealista. Cuando los miembros del movimiento MAGA [por las siglas en inglés de “Hacer América grande de nuevo”] atacaron el Capitolio en Washington, no tenían ningún plan concreto sobre cómo dar un golpe. Lo que sí tenían era un objetivo inmediato: interrumpir la certificación de las elecciones presidenciales que en ese momento se estaba llevando a cabo.

Los bolsonaristas que irrumpieron el domingo en las sedes del poder democrático de Brasil también carecían de un objetivo concreto. No estaban reunidos ni el Congreso ni el Tribunal Supremo. Lula se encontraba a cientos de kilómetros y ya había jurado su cargo. Fue como si los agitadores estuvieran jugando a disfrazarse de insurrectos estadounidenses. Como ha ironizado Brian Winter, redactor jefe de Americas Quarterly: “Brasil, pido disculpas porque seguimos enviándote nuestras peores ideas”.

Es evidente que las similitudes entre lo ocurrido en Brasilia y en Washington no son mero producto de la imaginación estadounidense. Los propios cargos electos de Brasil recurren a ese mismo paralelismo. Lo dijo el domingo Tabata Amaral, una joven diputada del Partido Socialista Brasileño, de centroizquierda: “Vimos lo que ocurrió en el Capitolio de Estados Unidos. Pero no hicimos lo suficiente para asegurarnos de que no pudiera ocurrir aquí”.

Sin embargo, no podremos valorar en toda su dimensión el peligro que suponen los populistas autoritarios como Trump y Bolsonaro mientras no reconozcamos que no se trata simplemente de un aspirante a dictador que imita a otro. Tampoco deberíamos halagar a Steve Bannon, atribuirle la capacidad de inspirar grandes acontecimientos en un país extranjero a base de repetir los mismos asuntos de conversación en un intento desesperado de ser relevante. Lo que está ocurriendo en Brasil y en Estados Unidos se debe a la lógica intrínseca de los movimientos populistas, que están adquiriendo cada vez más fuerza en numerosas democracias de todo el mundo desde hace una década.

Los populistas siempre aseguran que representan la verdadera voluntad del pueblo. Por eso, consideran que tienen una razón de peso para rechazar el resultado de cualquier elección que no ganen, porque, para alguien que es la auténtica voz del pueblo, debería ser imposible perder en las urnas. Cuando ocurre lo que parecía imposible, o tienen que reconocer que su afirmación de que se hallaban especialmente en sintonía con los votantes era una patraña absurda o tienen que consolarse con la convicción de que las que son fraudulentas son las instituciones electorales de su país.

En los últimos años, ha habido algunas señales muy tranquilizadoras sobre la capacidad de las democracias para resistir el ascenso de esos populistas. Al fin y al cabo, tanto en Brasil como en Estados Unidos los votantes apartaron del cargo a un populista autoritario después de un único mandato. Dado lo frecuente que es que un populista —por ejemplo, el húngaro Viktor Orbán o el turco Recep Tayyip Erdogan— consiga atrincherarse en el poder después de acceder a él, estos últimos éxitos no son en absoluto despreciables.

Pero si algo nos enseña la historia de este fenómeno —no solo en Brasil y Estados Unidos, sino también en países tan diferentes como Italia, Tailandia y Argentina— es que los populistas son capaces de mantener una presencia destacada en el sistema político incluso después de perder unas elecciones. Incluso en los peores momentos, el populista suele conservar el ferviente apoyo de una sólida base de partidarios acérrimos y, en cuanto el sucesor no cumple sus promesas, sufre una crisis económica o se ve involucrado en un escándalo grave, puede volver al poder.

En ese sentido, la insurrección que hemos visto en Brasil es, aunque no hayan participado más que unos cuantos miles de personas, un presagio inquietante de lo que puede ocurrir en unas elecciones futuras. El país sigue profundamente dividido. Si el Gobierno de Lula comete algún error, cosa que es posible, Bolsonaro podría regresar triunfante de su exilio en Florida. E incluso aunque pierda el apoyo de sus seguidores, es indudable que algún otro demagogo aprovechará la desconfianza en el sistema político que él ha fomentado de manera tan eficaz.

Cuando un paciente sufre convulsiones, hay que resolver el peligro inmediato. Pero si las convulsiones se deben a una infección subyacente, como la meningitis, no basta con tratar el síntoma más visible. A largo plazo, el verdadero peligro es la enfermedad. Y esta me parece una buena analogía para explicar lo que pienso de las insurrecciones violentas, como la que se produjo en Washington hace dos años y la de Brasilia del domingo pasado. No debemos infravalorar la amenaza inmediata que representan. Pero tampoco debemos olvidar nunca que no son sino la manifestación más escandalosa de un malestar mucho más profundo.

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