Pospobreza
La riqueza producida por el proceso globalizador debería permitir que todos los seres humanos tuvieran cubiertas sus necesidades básicas, pese al retroceso provocado por la pandemia y la guerra en Ucrania
Desde el último tercio del siglo pasado han venido proliferando hasta la saciedad términos que incluyen el prefijo pos. Intentar recordarlos todos es embarcarse en el cuento de nunca acabar, hasta el punto de que se ha hablado irónicamente de “pos-pos-pos” para caracterizar a esa época, que es todavía la nuestra. Algunos de esos términos han hecho una especial fortuna, como es el caso de posmodernidad, posdemocracia, pos-socialismo, poscapitalismo, y, por supues...
Desde el último tercio del siglo pasado han venido proliferando hasta la saciedad términos que incluyen el prefijo pos. Intentar recordarlos todos es embarcarse en el cuento de nunca acabar, hasta el punto de que se ha hablado irónicamente de “pos-pos-pos” para caracterizar a esa época, que es todavía la nuestra. Algunos de esos términos han hecho una especial fortuna, como es el caso de posmodernidad, posdemocracia, pos-socialismo, poscapitalismo, y, por supuesto, posverdad, ese torticero intento de asegurar que la verdad ha dejado de tener interés para la opinión pública, que las gentes desean escuchar solo lo que creen que les conviene para vivir cómodamente y les importa poco que sea verdadero o falso.
Lo que vincula a estos términos construidos con el prefijo pos es que se mueven a menudo en la ambigüedad entre el intento de describir el nacimiento de un tiempo nuevo, distinto del anterior en rasgos esenciales, pero todavía demasiado impreciso como para bautizarlo con un nombre inédito, y la propuesta decidida de acabar con la etapa anterior. En este segundo sentido podemos utilizar el prefijo pos para algo tan fecundo como identificar sin ambages proyectos ineludibles, empeñados en eliminar lacras de la humanidad, que deberían quedar en la noche de los tiempos como algo obsoleto y trasnochado. Construir un mundo pospobreza sería sin duda uno de ellos y además incontestable. No se trataría de una utopía, un sueño sin lugar, porque a pesar de la buena prensa del pensamiento utópico, el infierno está empedrado de sus desastrosas realizaciones, por puras que pudieran ser sus intenciones. Se trataría de una obligación, un deber de la humanidad, ético, político, económico y social que es ineludible cumplir. Una prioridad inexcusable para quienes nos gobiernan.
En los últimos tiempos se multiplican las publicaciones que reconstruyen el pasado, detectando en él un progreso, como hacían los tratados clásicos de filosofía de la historia, solo que ahora contando con una abrumadora cantidad de datos empíricos. Jalones de esa historia serían la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la igualdad de los seres humanos, sea cual fuere el color de su piel o su etnia, el especial reconocimiento de la igualdad de mujeres y varones, la necesidad de cuidar de la naturaleza. A pesar de que el camino se trenza con avances y retrocesos, el progreso es innegable. Un paso más en este camino consistirá en acabar con la pobreza, en construir un mundo pospobreza.
Los habitantes de ese nuevo mundo hablaremos del anterior como de una antigualla estrafalaria, lejana e incomprensible: ¿te acuerdas de cuando había mendigos en las calles, personas sin hogar, gentes que acudían a las colas del hambre, familias enteras en las que no entraba un solo sueldo, personas obligadas a prostituirse para sobrevivir, emigrantes recibidos con hostilidad, devueltos a sus lugares de origen o ignorados? ¿Te acuerdas de cuando la desigualdad entre los países y en cada uno de ellos era flagrante? Del mismo modo que ahora hablamos de la esclavitud, la desigualdad de razas y entre mujeres y varones como lacras todavía existentes, pero inadmisibles, trataremos entonces de la pobreza. Y no hay que decirlo en potencial, “ocurriría así”, sino en futuro, “será así”. Porque acabar con la pobreza es una obligación al menos por tres razones: las personas tienen derecho a que la sociedad las ayude a no ser pobres, contamos con los medios materiales para ello y nos hemos comprometido abiertamente desde el primero de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS).
En septiembre de 2015, las Naciones Unidas propusieron los 17 célebres ODS, tras negociaciones entre los 193 Estados miembros y después de dialogar con interlocutores del mundo político, del económico y de la sociedad en su conjunto. Podría decirse que los ODS representan la conciencia moral alcanzada por nuestra época, que implica actuaciones concretas en todas las dimensiones de la vida común y da cuerpo a los derechos humanos, proclamados hace más de 70 años. El primero de esos objetivos, rotundo, contundente, sin paliativos, es “el fin de la pobreza”, “poner fin a la pobreza en todas sus formas en todo el mundo”, erradicar la pobreza sin más, construir un mundo sin pobreza para 2030. A él se une estrechamente el segundo Objetivo, que reclama “hambre cero”.
Como se ve en el enunciado mismo, no se trata tanto de un ideal al que hay que aspirar, sino de una obligación de la humanidad que es ineludible cumplir. La formulación recuerda la de aquellos deberes de obligación perfecta que reciben ese nombre porque no admiten excepciones y por eso se expresan como mandatos negativos: no debe haber pobreza, no debe haber hambre. No se trata solo de reducir, aunque haya que llegar a la meta paulatinamente, se trata de acabar con ello.
Es urgente, pues, instaurar lo que podríamos llamar una tercera Ilustración sobre la pobreza, prolongando la reflexión de Martin Ravallion en su excelente libro The economics of poverty. Según Ravallion, a lo largo de la historia se han producido al menos dos Ilustraciones sobre la pobreza. La primera a fines del siglo XVIII, con la Revolución Industrial, el parlamentarismo en Gran Bretaña, la máquina de vapor y la madurez de las teorías del contrato social. El respeto a los pobres emerge entonces como una cuestión social, y no solo como una cuestión personal o grupal: la economía ha de producir bienestar, incluyendo a los pobres, como recuerda entre otros Adam Smith. Y, por otra parte, se establece el fundamento para que cambie la concepción sobre la pobreza al afirmar, como decía Immanuel Kant, que toda persona tiene dignidad, y no un simple precio, que vale por sí misma y se la debe empoderar.
Estas bases cobran vigor y eficacia en una segunda Ilustración que se produce con el Estado de bienestar en los años sesenta y setenta del siglo XX, contando con dos claves esenciales: la pobreza no es inevitable, porque se ha ido produciendo riqueza suficiente para que todos los seres humanos puedan llevar una vida digna, pero además no ser pobre es un derecho de las personas que los Estados deben satisfacer, y no solo un deber de beneficencia. Si en algún tiempo el combate contra la pobreza pretendía defender a las sociedades frente a los peligros que la pobreza implicaba para ellas, ahora no se trata solo de proteger a la sociedad, sino sobre todo de empoderar a las personas pobres.
Desgraciadamente, el Estado de bienestar solo prendió en un reducido número de países, e incluso en ellos ha entrado en crisis desde fines del siglo pasado, al menos en parte. En 2020 el informe sobre los ODS reconoció que antes de la covid-19 el mundo estaba lejos de acabar con la pobreza para 2030, pero desastres como la pandemia y la guerra en Ucrania han provocado el primer aumento de la pobreza global en décadas. Se estima en 700 millones, según la medida del Banco Mundial de 1,9 dólares al día, y en 1.200 millones según el Índice de Pobreza Multidimensional. Y, sin embargo, la riqueza producida por el proceso globalizador, no digamos ya por las revoluciones 4.0 y 5.0, debería permitir que todos los seres humanos tuvieran ampliamente cubiertas sus necesidades básicas, que pudiéramos inaugurar la etapa de un mundo pospobreza.