Newman, Marías, la posteridad

Dicen que cuando se muere un ser querido te acabas acordando de sus características más irritantes, y eso debe sucederme cuando creo que falta la voz del hombre iracundo que hacía tiempo que sentía hacia la realidad una profunda extrañeza

Paul Newman junto a Joanne Woodward.Cordon

“¿La posteridad?”, solía decir Juan Carlos Onetti, “yo lo que quiero es que me devuelvan la juventud”. Y lo decía postrado en su cama, bebiendo un vaso de whisky y haciendo bromas sobre su boca desdentada: “yo tenía una gran dentadura, pero se la regalé a Vargas Llosa”. Onetti, irónico irredento, se burlaba del peor mal que aqueja a los humanos, el de creer que somos eternos y actuar como tales. Tengo una vena trascendente que fomento mientras paseo, suelo pensar en lo que quedará de nosotros cuando ya no estemos. Pa...

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“¿La posteridad?”, solía decir Juan Carlos Onetti, “yo lo que quiero es que me devuelvan la juventud”. Y lo decía postrado en su cama, bebiendo un vaso de whisky y haciendo bromas sobre su boca desdentada: “yo tenía una gran dentadura, pero se la regalé a Vargas Llosa”. Onetti, irónico irredento, se burlaba del peor mal que aqueja a los humanos, el de creer que somos eternos y actuar como tales. Tengo una vena trascendente que fomento mientras paseo, suelo pensar en lo que quedará de nosotros cuando ya no estemos. Paseo y pienso en el documental dedicado a Paul Newman y a Joanne Woodward, The Last Movie Stars, que realizó durante el confinamiento el actor Ethan Hawke. Hay en ese concienzudo montaje de secuencias de películas y palabras de ambos una revelación esencial: fue Woodward la que despertó a Newman a la lujuria; Wooward la que lo convirtió en un actor sólido; Woodward la que potenció ese sex appeal que tantos años después nos sigue pareciendo sobrenatural. A veces escuchamos las palabras de Newman confesando su adicción al alcohol, su furia, su enfado con no se sabe qué. Uno de los amigos del actor recuerda que a menudo le preguntaba de dónde provenía esa ira, cuáles era las razones de su descontento.

Pienso a menudo en cuánto de la vida se nos va en estar irritados siendo ese estado de ánimo el más estéril. Recuerdo entonces a Javier Marías, cómo no. Confieso que me afectó su muerte, aunque no encontré en las páginas que se le dedicaron, disculpen la sinceridad, un texto a la altura del personaje, porque no cabe la menor duda de que además de ser gran escritor él era todo un personaje, complejo pero definible, y no lo reconocí en las palabras de esos amigos que lo describían como un tipo entrañable, cuando creo que su aspecto más característico era una manifiesta guerra contra los hombres, que no contra sus entrañas, como le ocurría a Machado. Marías vivía y escribía como si fuera a hacerlo siempre, y yo lo leía como si fuera a leerlo siempre. Abría su página los domingos y respiraba hondo antes de leer el último exabrupto, la acusación velada pero clarísima, la indignación contra alguien a quien, según él, inmerecidamente rendían un homenaje póstumo, la burla airada contra los que llevaban sombrero, o contra los que vestían pantalón corto, o contra las escritoras que reclamaban atención cuando “siempre” la habían tenido. A veces sus cabreos provocaban un efecto cómico por el desmesurado enojo que le provocaba un señor que tenía dos perros o aquel otro que montaba en bicicleta; otras, en cambio, era evidente que su enojo estaba alimentado por una incapacidad para empatizar con otros seres humanos. Señaló en una ocasión a una columnista que defendía tontamente la empatía. ¡Esa era yo! Yo, que fui tan lectora de Marías, que admiré sus novelas, sus obsesiones, su neurótica escritura, sus adjetivos siempre antes del nombre, su peculiar amaneramiento. No podía comprender el porqué de su furia continua, que finalmente se reveló como una incapacidad para comprender el mundo en el que vivía. Para mí era uno de esos hombres que lo tenían todo. Ocurre en ocasiones que quien todo lo tiene se siente incapaz de compartir el espacio.

Pienso en Marías porque realmente lo echo de menos. Dicen que cuando se muere un ser querido te acabas acordando de sus características más irritantes, y eso debe sucederme cuando creo que falta la voz del hombre iracundo que hacía tiempo que sentía hacia la realidad una profunda extrañeza, y que en vez de detenerse a pensar que tal vez esa sensación respondía al mal que nos acucia cuando nos hacemos mayores, se dedicaba a despotricar. Hay quienes alababan esa sinceridad, sin embargo, no creo que la indignación produzca siempre las mejores páginas. Vivimos como si fuéramos eternos, escribimos como si lo fuéramos. A mí también me ocurre. Cuánta irritación se queda en nada en un abrir y cerrar de ojos.

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