En el espejo del cine

En un país como España, una película se hace siempre con presupuesto escaso y con entrega sin recompensa, y a pesar de todo se hacen en los últimos tiempos películas imborrables, estremecedoras, veraces, espejo del presente

FRAN PULIDO

Nos hacían una promesa tramposa y nosotros sabíamos cuál era la trampa y aun así éramos incapaces de no caer en ella. Decían: “Esta noche vamos al cine…”, aunque era ya tarde, y añadían, con esa pequeña crueldad que tienen a veces las bromas que los adultos hacen a los niños: “… al cine de las sábanas blancas”. Era desde luego a la cama aburrida y fría a donde nos mandaban, pero en el enunciado de nuestro desengaño había una cierta verdad. Al fin y al cabo, la pantalla de cine era una sábana blanca sobre la que se proyectaban mágicamente las imágenes, y el cine mismo tenía algo del refugio ínt...

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Nos hacían una promesa tramposa y nosotros sabíamos cuál era la trampa y aun así éramos incapaces de no caer en ella. Decían: “Esta noche vamos al cine…”, aunque era ya tarde, y añadían, con esa pequeña crueldad que tienen a veces las bromas que los adultos hacen a los niños: “… al cine de las sábanas blancas”. Era desde luego a la cama aburrida y fría a donde nos mandaban, pero en el enunciado de nuestro desengaño había una cierta verdad. Al fin y al cabo, la pantalla de cine era una sábana blanca sobre la que se proyectaban mágicamente las imágenes, y el cine mismo tenía algo del refugio íntimo de un dormitorio, porque las películas se hacían visibles en la oscuridad, igual que los sueños. Cuando Iliá Ehrenburg inventó la expresión “fábrica de sueños” para referirse a Hollywood, estaba entre celebrando y denunciando el aspecto de cruda cadena de montaje del sistema de producción de los estudios, pero también ahí la palabra “sueño” asociada al cine revela un rasgo crucial de esa forma de arte, que es la que más se parece a la vida, y al mismo tiempo la que más provoca en el espectador una inmersión semejante a la de los sueños, una suspensión y lejanía de la inmediata realidad que puede ser más seductora que la de la literatura. En estos tiempos de pantallas omnipresentes de todos los tamaños es lícito hasta cierto punto añorar el hábito antes cotidiano de las salas de cine, con sus tinieblas tan propicias a la alucinación como las cuevas de las pinturas prehistóricas: y también hay que agradecer una accesibilidad de las películas que habría sido quimérica en nuestra ansiosa juventud de apasionados por el cine, de buscadores de obras maestras desaparecidas, en los tiempos no tan lejanos anteriores al video.

Nunca se ha podido disfrutar tanto del cine del pasado, ahora tan a mano como la música y como la literatura. Uno de los peligros de tanta abundancia es la melancolía arqueológica: la tentación de suponer que todo lo mejor fue hecho hace mucho tiempo; la propensión de quienes se hacen mayores a confundir su declive personal o el anquilosamiento de sus curiosidades y sus intereses con un deterioro general de la cualidad de las cosas. En Atlantic City, USA de Louis Malle, el viejo pistolero jubilado Burt Lancaster le señala el mar a una Susan Sarandon mucho más joven y le dice: “Tenías que haber visto el océano Atlántico en los años cuarenta”. En las películas antiguas, con su fotografía en blanco y negro y sus escenarios de mundos perdidos, prevalece la dimensión de ensueño del cine, su intemporalidad de cuento y de fábula. Ese cine es un batiscafo para sumergirse en las profundidades del pasado y en las regiones oscuras de la inconsciencia, que son las que alimentan los cuentos y los sueños.

Pero igual de necesario es un cine del presente y de los ojos abiertos. El cine es un ensueño y es un espejo, una ventana, un documento. No es solo, ni mucho menos, una cuestión estética. Escribir novelas, buenas o malas, es una tarea barata y solitaria. Una película, por modesta que sea, es un empeño carísimo y colectivo que requiere el soporte de una industria, la contribución de saberes y talentos muy especializados que solo maduran con un largo aprendizaje práctico. La huella del estilo puede ser tan indeleble en una película como en una novela o un cuadro. Pero la autoría, en el cine, no está exclusivamente en la mirada del director.

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En los últimos tiempos he tenido la oportunidad de observar de cerca el proceso completo de la creación de una película, desde los primeros borradores del guion hasta los mínimos toques finales que se parecen tanto a los de la revisión meticulosa de una novela. Uno admira más aún una obra de arte cuando aprende cómo se ha hecho: cuando descubre la dificultad que se esconde debajo de lo que parece fácil, o natural.

Lo que yo he admirado, por encima de todo, es la complejidad de rompecabezas y collage que hay tras el efecto unitario de una película, y la variedad extraordinaria de artesanías y saberes que intervienen en ella, y el juego de interacciones personales que lo determinan todo, desde la interpretación de un actor hasta el fluir de las imágenes en el montaje. Una película son muchas jornadas de trabajo muy largas de muchas personas que saben hacer muy bien lo que hacen y ponen además mucho tesón y entusiasmo. En nuestro país existe la idea de que la cultura es un lujo más o menos superfluo, un gasto al que la izquierda se resigna con desgana y contra el que la derecha levanta su tradición de oscurantismo y demagogia. Pero una película, igual que un libro, implica un proceso industrial creador de riqueza sostenible y de puestos de trabajo de alta calidad.

Una película en un país como España, se hace casi siempre contra viento y marea, con presupuestos escasos, con una entrega que rara vez encontrará una parte de la recompensa que merece, en lucha continua contra el desánimo de las salas que cierran y de la indiferencia de un público que prefiere volcarse en el infantilismo de las superproducciones americanas de superhéroes acrobáticos y efectos especiales, o en series de capítulos innumerables sobre asesinos múltiples de refinada crueldad.

Y a pesar de todo, asombrosamente, el cine sobrevive en España, como sobreviven la literatura y la lectura en medio del dominio despótico del entretenimiento y el chisme digital. No solo sobrevive: a pesar de todos los pesares, y de la tentación insidiosa de la pesadumbre y de las profecías que se confirman a sí mismas, se están haciendo en España, en estos últimos tiempos, películas imborrables, estremecedoras, veraces, películas espejo del presente y a la vez tocadas por el hipnotismo de la ficción, interpretadas por actores profesionales que han aprendido el artificio supremo de la naturalidad o por personas comunes que fingen sus propias vidas como si no estuvieran delante de una cámara, fotografiadas y ambientadas por especialistas de solvencia intachable, escritas y filmadas en muchas ocasiones por directores jóvenes, por directoras que ya no son excepciones a la regla de lo masculino. Hablo, por ejemplo, de Alcarràs, de Carla Simón, de As bestas, de Rodrigo Sorogoyen, de Modelo 77, de Alberto Rodríguez, de Cinco lobitos, de Alauda Ruiz de Azúa, de La Maternal, de Pilar Palomero. Son películas que se parecen poderosamente a la vida y a la vez logran una síntesis narrativa y poética que es exclusiva del cine. No hace falta la prolongación interminable de una serie que explora agotadoramente todos los hilos de una historia. En la hora y media de una película puede estar contenido el mundo, toda la trama de las vidas que se cruzan, lo íntimo y lo público. Los debates colectivos cobran forma concreta y envergadura dramática en las ficciones visuales del cine: el abandono y la desolación del mundo rural en As bestas y Alcarràs, la maternidad joven en Cinco lobitos y La Maternal, la memoria de las zonas oscuras del tránsito a la democracia en Modelo 77. Pero el arte nunca es una ilustración de los problemas sociales, aunque se inspire en ellos y sepa retratarlos. Lo que nos dan las películas es un espejo de la vida real y un ensueño que nos permite resguardarnos de ella, regresar durante dos horas a nuestro cine de las sábanas blancas.

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