Riámonos, conejas

La respuesta al video del colegio mayor Elías Ahuja muestra la urgencia del feminismo, pero también revela que la capacidad de ofender ha sido monopolizada por unos pocos. Se legitima la memez con la indignación, en vez de burlarnos de los niñatos

Un cartel de rechazo a los gritos machistas del colegio mayor Elías Ahuja, en la Ciudad Universitaria de Madrid el lunes.Samuel Sánchez

La ofensa es un proyectil arrojado con pasmosa facilidad. Una suerte de banalización del agravio, y también de la disculpa, permea buena parte de la conversación pública. Permea nuestra manera de entender y responder a los demás, al mundo, a los debates del momento. Un futbolista suelta una broma rancia en Twitter; recibe cientos de mensajes condenatorios; ...

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La ofensa es un proyectil arrojado con pasmosa facilidad. Una suerte de banalización del agravio, y también de la disculpa, permea buena parte de la conversación pública. Permea nuestra manera de entender y responder a los demás, al mundo, a los debates del momento. Un futbolista suelta una broma rancia en Twitter; recibe cientos de mensajes condenatorios; el futbolista retira el chiste y pide perdón. Así, en un suspiro, se completa el ciclo vital de ese arduo proceso que es el cambio de perspectiva, sin pasar por los engorrosos derroteros de la reflexión. El caso es simplista y risible, y tal vez no se pueda esperar mucho más de él, pero también es ilustrativo de la frivolidad y el automatismo con que la ofensa y su indulto se expiden. Una transacción anestesiada que reduce las sensibilidades políticas a aspavientos anecdóticos, griterío, escándalo. Ruido, mucho; nueces, pocas.

Esta máxima shakespeariana podría trasladarse a otro acontecimiento reciente del cual no hemos podido descansar ni desentendernos. Este es otro de los síntomas de la banalización de la ofensa: su corta vida, aunque efímera y superficial —no deja estragos permanentes, ni tampoco logros duraderos—, es omnipresente hasta el hartazgo. Hablo del vídeo del colegio mayor Elías Ahuja. “Putas, salid de vuestras madrigueras como conejas. Sois unas putas ninfómanas. Os prometo que vais a follar todas en la capea”. Todo esto, claro, berreado a pleno pulmón. Al parecer, se trata de una especie de ritual entre colegios mayores. Aunque, siendo justos, para ser realmente entre colegios tendría que haberse viralizado la respuesta de las interpeladas, las residentes del colegio mayor Santa Mónica: “Pedazo de besugo, a la capea voy cuando me sale del coño”, o algo así. Por desgracia, no podemos sino elucubrar; de ellas solo nos ha llegado el muy sentido “pobrecillos, es una tradición”, y el algo inquietante: “Son nuestros hermanos y primos”.

El vídeo me suscita varias respuestas. Indudablemente, confirma —oh, sorpresa— no solo la necesidad sino también la urgencia del feminismo. Es precisamente en el poso de los discursos, en los vestigios irreflexivos de la cultura machista, aquello que se dice sin pensar, a veces sin intención de herir, ni conciencia de estar perpetuando unas normas de género represivas o unos mandatos violentos; es justo ahí donde la crítica feminista debe sembrar dudas, generar debate, fomentar el diálogo y proponer un cambio de perspectiva profundo y colectivo. El terreno de la legislación y de la representatividad política es importante, claro, pero los afectos, las ficciones y la imaginación, también. No se trata solo de señalar las historias que no nos gustan —que nos estigmatizan, o nos coartan—, sino de crear nuevos relatos, nuevas imágenes, contrapropuestas feministas. Y la creación, ya se sabe, es a menudo irreverente, visceral, tosca, provocadora y, por qué no, ofensiva.

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Pero la capacidad de ofender ha sido monopolizada por unos pocos. Ocurre con el caso del Elías Ahuja. No voy a mencionar a quienes han defendido los gritos, ni su contenido, ni a los colegiales; tampoco a los nostálgicos de tiempos “más libres” en los que “aún se podía hablar”, ni a los filofascistas de fijapelo; no, eso me lo voy a ahorrar. Sí quiero hablar de cierto consenso en la cobertura mediática de tratar los berridos de los niñatos como injurias indecibles y a los propios niñatos como sujetos condenables —pero, al fin y al cabo, sujetos, activos y políticos, con voz y potestad—. Por el contrario, y a falta de víctimas directas —las colegialas del Santa Mónica no se han prestado a ello; recordemos, pobrecillos sus primos—, se ha creado una figura etérea y poco definida, pero calurosamente ostentada, para ocupar el sitio de la ofendida. La ofendida, parece, es una mujer —la Mujer, en mayúscula y sin rostro— que completa el discurso del agravio. Se la presenta como a una criatura impresionable y quebradiza, cuya integridad es fácilmente pisoteada y a la que es imperativo proteger a toda costa. Proteger, resguardar, silenciar, anular. Cuestión de matices, pero el tufo a moralina y a sometimiento eclesiástico es inconfundible.

¿Por qué legitimamos la memez con tanta indignación? ¿Por qué respondemos al insulto con solemnidad y tremendismo, en lugar de destapar su ridiculez y desternillarnos sin piedad? ¿En qué momento escuchar a unos borjamaris berrear el cántico de la capea (¡¿capea?!) no nos provoca, por encima de todo, un ataque de risa que nos deja sin aliento y con dolor de ovarios?

Conejas, hagamos como Madonna en el show de David Letterman en 1994: fumémonos un puro en prime time, pongamos el espectáculo patas arriba, incomodemos a los señores, a las señoras y a quien haga falta, interrumpamos la capea, o montemos una orgía, respondamos a la gilipollez con irreverencia, a la mamarrachada con impúdica procacidad, pero sobre todo riámonos, conejas, meémonos de la risa.

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