Lula puede salvar a la democracia brasileña
La tragedia social, sanitaria, educativa, ambiental y civilizatoria de estos cuatro años de mandato de Bolsonaro es inmensa
Cuatro años atrás, 13 ciudadanos compitieron por la presidencia de Brasil en una elección marcada por la proscripción del candidato que lideraba las encuestas: el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. Muchas cosas podrían decirse de Jair Bolsonaro, pero esta es la más importante: si cualquiera de los otros 12, y no él, hubiese sido electo, cerca de medio millón de brasileños más continuarían vivos.
Lo explicaron el año pasado varios científicos a los que ...
Cuatro años atrás, 13 ciudadanos compitieron por la presidencia de Brasil en una elección marcada por la proscripción del candidato que lideraba las encuestas: el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. Muchas cosas podrían decirse de Jair Bolsonaro, pero esta es la más importante: si cualquiera de los otros 12, y no él, hubiese sido electo, cerca de medio millón de brasileños más continuarían vivos.
Lo explicaron el año pasado varios científicos a los que la comisión parlamentaria de investigación sobre la pandemia de covid-19 llamó a declarar en el Senado. Entre ellos, la microbióloga Natalia Pasternak, quien citó un trabajo de Pedro Hallal, publicado en Lancet, que estimaba que dos tercios de las muertes podrían haberse evitado. Después de tomar declaración bajo juramento a funcionarios, exministros, científicos, médicos, directivos de empresas fabricantes de vacunas y de otras compañías y otros testigos y especialistas, analizar documentos, encargar pericias y otras diligencias, la comisión parlamentaria acusó a Bolsonaro por gravísimos crímenes. Entre ellos, exterminio, persecución y actos inhumanos para causar sufrimiento intencional, por los que recomendó la intervención del Tribunal Penal Internacional de La Haya.
La doctora Pasternak, citada este mes por The Jerusalem Post como una de las 50 personalidades judías más influyentes del mundo, firmó junto a más de 200 intelectuales judíos de su país una carta abierta denunciando que “el Gobierno de Jair Bolsonaro tiene fuertes inclinaciones nazis y fascistas”.
No es una acusación banal. Bolsonaro, cuyo lema electoral es “Brasil por encima de todo” ––copiado del lema nazi Deutschland über alles––, tiene una larga historia de asociación con el nazismo. Hizo campaña junto a un candidato a concejal que se disfrazaba de Adolf Hitler. Defendió a alumnos del Colegio Militar de Porto Alegre que habían expresado su admiración por el Führer. Su secretario de Cultura plagió, en un discurso oficial, transmitido con una ópera de Wagner de fondo, párrafos enteros de Joseph Goebbels. Su Gobierno hizo campaña contra la cuarentena con la frase “El trabajo libera”, escrita en la entrada de Auschwitz. Bolsonaro recibió con honores de Estado a la ultraderechista alemana Beatrix von Storch, nieta del ministro de Finanzas de Hitler. ¿Y qué decir de las banderas neonazis que flamearon en sus mítines, o los símbolos del supremacismo blanco que usan graciosamente sus hijos, sus asesores y hasta él mismo? ¿Y los desfiles en moto con los que imita a Mussolini, a quien también ha citado en Twitter? No es casualidad que David Duke, exlíder del Ku Klux Klan, haya dicho que Bolsonaro “suena como nosotros”.
Pero no hablamos solo de símbolos; también de cadáveres. Si plagiar a Goebbels ––o emplear sistemáticamente sus tácticas de propaganda–– es espantoso, mucho peor es lo que hizo Eduardo Pazuello como ministro de Salud, plagiando a Eichmann. El general asumió el cargo cuando sus dos antecesores, que eran médicos, se negaron a participar de crímenes contra la humanidad. Dijo que su función sería “obedecer” y eso hizo, ejecutando fríamente las órdenes del presidente que causaron la muerte de cientos de miles de personas. Inclusive, retrasar la compra de jeringas para la vacunación o el envío de bombonas de oxígeno a Manaos mientras los enfermos morían asfixiados. Lo que mueve a Bolsonaro es una pulsión enfermiza por la muerte y la convicción de que existen seres humanos descartables, que “no sirven ni para procrear”, como dijo sobre los negros, o “desvalorizan la propiedad”, como dijo sobre tener un vecino gay. La deshumanización es crucial; nadie lo explicó mejor que Primo Levi.
Brasil perdió casi 700.000 vidas, no por errores o ineficiencia, sino por decisiones políticas conscientes cuyos resultados no podrían haber sido otros. Mientras tantas familias veían morir a sus seres queridos, el presidente bromeaba sobre las muertes y hasta imitó a un paciente sin oxígeno como si hiciera gracia.
Esa pulsión de muerte lo define. “Mi especialidad es matar”, dijo Bolsonaro en 2017 cuando era precandidato. Ya presidente, flexibilizó las reglas para comprar armas e hizo proliferar los clubes de tiro, eliminó normas de tránsito que salvaban vidas en las carreteras, dio cobertura a los depredadores de la Amazonia que asesinan a indígenas y ambientalistas, protegió a las milicias ilegales y avaló el gatillo fácil de las policías que masacran a negros y pobres, dejó sin presupuesto a los programas contra la violencia de género e hizo del discurso de odio contra la población LGBT una política de Estado.
La tragedia social, sanitaria, educativa, ambiental y civilizatoria de estos cuatro años es inmensa. Bolsonaro aumentó el hambre, la desigualdad, la deforestación y la corrupción mientras reducía la cantidad de estudiantes universitarios, la protección del medio ambiente, los fondos para la ciencia y los derechos de los trabajadores. Destruyó la imagen internacional de Brasil. Puso en los ministerios a conspiracionistas, militares, pastores fundamentalistas, ladrones y desequilibrados que no aprobarían la Selectividad ni una entrevista para un empleo privado. Trajo de vuelta la persecución política, el exilio de opositores, la censura, el asedio a la prensa libre y a los artistas, el odio y la deshumanización de las minorías como chivos expiatorios. Pero nada se compara a la cantidad de vidas perdidas y al culto a la muerte y las armas que han sido el hilo conductor de su Gobierno. Sus seguidores se identifican imitando una pistola con su mano derecha y, en los últimos meses, ya mataron a dos militantes del Partido de los Trabajadores.
Cuatro años atrás, muchos que ya denunciábamos a Bolsonaro cuando era solo “ese diputado que odia a los gais” advertimos que aquella no era una elección normal. Después del golpe parlamentario contra Dilma Rousseff y la prisión política de Lula, no tendría cómo serlo, pero la candidatura de un fascista obsesionado por la muerte, apologista de la dictadura militar, admirador de un conocido torturador y autor de sentencias como “no te violo porque eres fea, no lo mereces” o “prefiero que un hijo mío muera en un accidente” a saber que es gay ––su mayor obsesión–– debería haber encendido las alarmas del mundo. Ahora está claro, también en Europa: el fascismo nos acecha otra vez. Hay que detenerlo.
Este domingo, los brasileños vuelven a las urnas después de una larga pesadilla. Lula está libre y, de aquellos 13 candidatos de 2018, seis lo apoyan, en defensa de la democracia. Uno de ellos, Geraldo Alckmin, que había liderado la oposición a su Gobierno y fue su adversario en las elecciones de 2006, ahora es su candidato a vicepresidente. Los demócratas formaron un histórico frente antifascista.
Acorralado por las encuestas, el actual presidente desacredita con mentiras el sistema de votación, insulta a los jueces del Supremo y prepara su propio asalto al Capitolio. El domingo por la noche será imprescindible que todos los gobiernos democráticos del mundo estén preparados para respaldar lo que digan las urnas y advertir al aspirante a dictador que no tolerarán un golpe de Estado. Si Lula logra salvar de Bolsonaro y sus matones a la democracia brasileña, enfrentará luego un desafío aún mayor: reconstruir un país devastado como después de una guerra que aún no terminó de llorar a sus muertos.