Socialismo o populismo

El dilema es mantener la vigente línea política al servicio de Sánchez, con un desgaste tal vez irreparable, o buscar un replanteamiento a partir de las funciones de la socialdemocracia en una sociedad amenazada por la crisis

Pedro Sánchez, durante su comparecencia el sábado en La Moncloa tras el Consejo de Ministros extraordinario.Andrea Comas

Hace semanas asistí por azar al inicio de un debate en 24 horas, en TVE, sobre la protesta del presidente de Castilla-La Mancha frente a la sumisión que impone a los socialistas Pedro Sánchez en su partido. No eran más que “monaguillos”, había dicho al parecer. El interés del debate fue precisamente que no ofreció nada de interés. Con la habilidad que han aprendido los portavoces del Gobierno en los medios, todo se ...

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Hace semanas asistí por azar al inicio de un debate en 24 horas, en TVE, sobre la protesta del presidente de Castilla-La Mancha frente a la sumisión que impone a los socialistas Pedro Sánchez en su partido. No eran más que “monaguillos”, había dicho al parecer. El interés del debate fue precisamente que no ofreció nada de interés. Con la habilidad que han aprendido los portavoces del Gobierno en los medios, todo se centró en por qué lo habría dicho, en la comparación con Fernández Vara y en los efectos que una declaración así podía producir. No faltó la puntada a García-Page, aludiendo a su gusto por los chascarrillos.

Nadie quiso pensar, o no debía pensar, que sus palabras apuntaban a un problema capital en el PSOE de hoy: la ausencia total de creatividad política, porque todos los mensajes han de estar controlados por el presidente, convertido en único emisor. Lo explicó sin reservas de cara al último congreso Pedro Sánchez: el PSOE debía ser “un partido de militantes”, cuyo único papel consiste en llevar adelante las órdenes de su dirección, de él. Dicho de otro modo, en un bloque de transmisores. Más que de monaguillos, se trataría de la conversión de los laboriosos enanitos del cuento de Blancanieves en peones subordinados a cuanto impone la reina. Y si las cosas no marchan bien, o incumplen sus directrices, humillación al canto (Defensa, Asuntos Exteriores).

Lo más grave es que el líder dista de ser infalible. Más aún, por sus recientes intervenciones, le falta la competencia necesaria para abordar la crisis en que nos encontramos, tanto en el plano económico como en el político. Menos mal que están ahí Nadia Calviño y Yolanda Díaz. Basta con reproducir sus idas y venidas en torno a la reconciliación con Marruecos y el tema del Sáhara para darse cuenta de que su decisionismo nunca estuvo respaldado por un análisis de la situación en su complejidad. Aun cuando el punto de partida era razonable: buscar una solución al callejón sin salida saharaui, obteniendo las garantías de una autonomía efectiva, y de paso lograr un reencuentro con Mohamed VI. Sánchez optó por un cheque en blanco a Marruecos, imaginándose además que con ello obtenía seguridad para Ceuta y Melilla, sin cuidarse en nada del deterioro inevitable de las relaciones con Argelia, y pretendiendo además engañar a los ciudadanos al asegurar —ahí está el texto de su alocución— que el viraje sobre el Sáhara se adecuaba a las resoluciones vigentes de la ONU. Todo un recital con los resultados conocidos, hoy agravados.

Y todo al servicio de su objetivo de mantener su posición personal, ejerciendo el mando en la política española. Consecuencia: la imagen de Pedro Sánchez se ha desgastado notablemente en los últimos meses, con el impacto del relevo de Casado por Feijóo al frente del PP. Feijóo ha ido forjando la imagen de que resultará un bien, y un descanso para los españoles, la sustitución de Sánchez, sobre todo si logra como en Andalucía la difícil misión de librarse de Vox y alcanzar la mayoría absoluta del PP, transformado en partido moderado y eficaz. Las elecciones andaluzas son un excelente indicador de hasta que punto esa tendencia se ha consolidado en la opinión pública. Y Sánchez responde con la política del avestruz, ordenando a su círculo mediático que imponga el olvido forzoso de la consulta andaluza.

En la citada tertulia, una participante dio y repitió la razón para imponer el deber progresista de cerrarse a la autocrítica sobre “los monaguillos”: “No hay que dar armas al adversario”. Era una declaración de principios, reflejo de la actual política del presidente, dispuesto a mantener una imagen de enfrentamiento a muerte con la oposición, siempre asimilando al PP con Vox. La patética intervención de Adriana Lastra tras la derrota de Andalucía llevó al máximo esa orientación, descalificando hasta el absurdo —Feijóo es “la involución en el PP”—, e insistió en ver la política, como la joven de la tertulia, a modo de una contienda sin armas de fuego.

Estamos ante una obsesión claramente dañina para un clima de convivencia democrática, con el partido mutado en Bloque Socialista, y dirigida por ello a sofocar cualquier disidencia interna, o simple iniciativa autónoma, en razón de esa imaginaria guerra política. En definitiva, lo más útil para que se acentúe el desprestigio del partido del Gobierno y de su presidente.

El inconveniente de preferir a Feijóo a Sánchez es que no se trata de resolver un torneo entre dirigentes, para lo cual ya el primero mostró su debilidad en la intervención económica en el Senado. La panacea de bajar impuestos tampoco es una alternativa, aun cuando resulte atractiva para las capas superiores de la sociedad. Y, sobre todo, detrás del juicioso Feijóo, y del también juicioso Juanma Moreno, están los antecedentes políticos del PP, amén de proyectos ya consolidados de populismo de derecha profunda, como el encabezado por Isabel Díaz Ayuso en Madrid.

La izquierda democrática sigue siendo necesaria, y el balance social y económico del Gobierno Pedro Sánchez-Yolanda Díaz se mantiene como una opción razonable de no ceder a la tentación populista. No basta la justicia social; según han probado las reformas alcanzadas, el progreso o la respuesta a la crisis han de basarse en no destruir los equilibrios económicos y mantener el enlace con Bruselas. Claro que si los socialistas han de esperar una recuperación, esta solo puede venir de algo tan difícil hoy como es el regreso a la vida desde el interior del partido.

La situación se encuentra hoy en el dilema entre mantener la vigente línea política al servicio de Pedro Sánchez, asumiendo un desgaste tal vez irreparable para el partido y la democracia, y buscar un replanteamiento a partir de las funciones que corresponde desempeñar a la socialdemocracia en nuestra sociedad amenazada por la crisis. Siempre ha sido difícil ejecutar la marcha atrás para un partido socialdemócrata. El establecimiento del Estado de bienestar respondía a sus expectativas y a sus técnicas de gobierno; tomar decisiones difíciles de política económica cuando se consolida el descenso del empleo y de los salarios resulta una tarea menos grata. Pero los ejemplos italiano y francés prueban que los errores en su ejecución pueden desembocar en la práctica desaparición del socialismo. Con la misma queda borrado un instrumento político necesario de cara a mantener la capacidad de acción y defensa de amplios sectores de la sociedad, forzados de otro modo a pagar solos la factura de la crisis.

El ejemplo francés muestra además hasta qué punto ese vacío es cubierto por el populismo de izquierda, que bajo la guía de un excelente demagogo, Jean-Luc Mélenchon, con grandes palabras y mayores riesgos, fagocitó a la izquierda clásica. Y también como aquí la vocación autoritaria de un líder, Macron, quebró los equilibrios internos del sistema, en su caso empujándolos una y otra vez a la derecha, bajo la sombra de Le Pen. El hundimiento de la izquierda democrática revela su coste político y social. No conviene olvidarlo, sobre todo cuando el avance de la derecha en Francia, y sobre todo en Estados Unidos, con el Tribunal Supremo anunciando a Trump 2, puede llevar a la autodestrucción de la libertad.

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