Finlandia y Suecia, ante un nuevo orden internacional
Vivimos el advenimiento súbito de otro marco geopolítico de seguridad y una herida profunda al multilateralismo que obliga a la UE a moverse en una dirección unitaria y cohesionada
Finlandia, dispuesta a acabar con la finlandización, y Suecia han oficializado su deseo de formar parte de la OTAN. Este es el hecho, hasta hace unos meses inimaginable.
¿Por qué entrar en la Alianza Atlántica si ambos países están en la Unión Europea, cuyo Tratado (art. 42.7) obliga ...
Finlandia, dispuesta a acabar con la finlandización, y Suecia han oficializado su deseo de formar parte de la OTAN. Este es el hecho, hasta hace unos meses inimaginable.
¿Por qué entrar en la Alianza Atlántica si ambos países están en la Unión Europea, cuyo Tratado (art. 42.7) obliga a los Estados miembros a ayudar, con todos los medios a su alcance, a un país que sea objeto de agresión armada?
¿Por qué entrar en la OTAN ahora cuando la Unión acaba de aprobar la llamada Brújula Estratégica, que confirma el concepto de autonomía estratégica europea en asuntos de defensa y seguridad? Es evidente que los pueblos de Suecia y Finlandia, ante la invasión cruenta y salvaje de Ucrania por Rusia, no se sienten suficientemente protegidos territorialmente por su pertenencia a la Unión Europea y dan un paso hacia la OTAN, que se ha movido con rapidez fortaleciendo su flanco noreste.
Un paso tan firme, tan irreversible y tan condicionante de la posición geopolítica de un país no se da solo por razones coyunturales. Es que hay una percepción de que la estructura de seguridad europea ha sido afectada seriamente ante la decisión de una superpotencia nuclear de atacar militarmente a un país como Ucrania que no amenazaba, ni quería, ni podía amenazar a Rusia.
El contundente cambio de posición de dos países nórdicos fronterizos o cercanos a Rusia no es causa sino consecuencia de la llegada de un “nuevo orden internacional”, que rompe con más de tres décadas de estabilidad en el continente. La respuesta que dan los gobiernos de Finlandia y Suecia, y el nítido sentir de sus ciudadanos, viene dado por un cambio en la configuración de las relaciones internacionales y económicas en Europa y a nivel global.
No es exagerado hablar de giro geopolítico hacia un nuevo orden internacional. El existente desde la implosión y caída de la Unión Soviética ha sido muy diferente. Desde diciembre de 1991, había desaparecido la Guerra Fría y con ella el dominio absoluto de la URSS, no únicamente sobre las naciones que la integraban (por ejemplo, los países bálticos o Ucrania), sino sobre los Estados que fueron liberados de la invasión nazi y que constituyeron el Pacto de Varsovia, una alianza militar nacida como reacción a la creación de la OTAN. Había un líder hegemónico, Estados Unidos, administrando la llamada Pax Americana. El fin de la historia, proclamó Francis Fukuyama.
Ese tiempo de la posguerra fría, con China y Rusia en segundo plano, vio sucesivas ampliaciones de la OTAN y, paralelamente, de la Unión Europea. Todo parecía una construcción de seguridad previsible, de Vancouver a Vladivostok, con un modelo de dependencia energética de Europa central y del este respecto a Rusia. En algunos casos total. El ejemplo emblemático es Alemania. Este esquema no podía ser amenazante para Rusia, lo que ha hecho aún más incomprensible la invasión de Ucrania. Sin embargo, Rusia no ha aceptado la caída de la URSS y su pérdida de influencia y pretende evitar su visible declive con una acción agresiva sin justificación alguna, utilizando argumentos tan débiles como la “desnazificación” de Ucrania.
Tales acciones bélicas, incluyendo la amenaza de utilizar el arma nuclear, han transformado el paisaje geopolítico mundial. La guerra de Ucrania, sea cual sea su desenlace, ha producido efectos directos e indirectos de enorme alcance. Ha polarizado y fragmentado, inevitablemente, el hemisferio norte entre un occidente de democracias liberales, como EE UU y la Unión Europea, y un oriente de autocracias, como Rusia y China, aunque con esta última la posición de Europa es diferente a la de EE UU. La guerra ha roto la cadena de las relaciones comerciales y de producción internacionales. Ha fomentado el nacionalismo económico. Ha conducido a un alza desbocada de los precios de la energía y de los alimentos —Rusia y Ucrania son el granero del mundo— lo que ha empobrecido aún más a millones de personas en África y en Latinoamérica, creando una verdadera crisis alimentaria. Ha desglobalizado o desacoplado (decoupling) la economía, ya suficientemente dañada por la crisis financiera de hace una década y por la pandemia de covid 19. Ha disparado el endeudamiento de los Estados como resultado.
Lo que vivimos en estos momentos es nada menos que el advenimiento súbito de un nuevo orden internacional de seguridad y una herida profunda al multilateralismo. Esto obliga a la Unión Europea a moverse en una dirección unitaria y cohesionada, no como un mero conjunto de países.
Tenemos ante nosotros dos acontecimientos que deben abordarse con inteligencia política. Uno de ellos es la cumbre de la OTAN en Madrid (29 y 30 de junio), que ha de aprobar su concepto estratégico para la próxima década. No parece que haya dudas sobre el esencial rol de defensa territorial colectiva que ha de desempeñar la Alianza Atlántica. Nadie lo discute. En la actual confrontación creada por Putin, la OTAN es el instrumento de seguridad prioritario de los países de Europa.
La OTAN es una alianza política, pero con una misión militar defensiva que predomina sobre cualquier otra. La Unión Europea, que nació para construir una paz duradera tras una guerra mundial, posee una naturaleza diferente. Está dotada de medios esencialmente económicos. La Unión Europea no tiene que competir con la OTAN. Son organizaciones de distinta etiología, con estructuras y objetivos diferenciados, aunque compatibles.
La Unión debe responder al nuevo orden geopolítico y a los desafíos que ello conlleva. En la nueva era que se nos anuncia afronta retos tan relevantes como la política energética y la transición ecológica; la política de migración y asilo; la política social y de salud; la política fiscal y, por supuesto, una política de defensa que tenga como referencia la autonomía estratégica.
El otro acontecimiento que sobrevuela en la actualidad la política europea es, precisamente, la reforma de los Tratados propuesta por el Parlamento Europeo, para poder responder con determinación a los desafíos mencionados, para permitir decisiones en política exterior y de seguridad por mayorías cualificadas (o supercualificadas), evitando la unanimidad paralizante, que lo sería más en una posible ampliación de la Unión.
No confundamos la defensa de Europa con la Europa de la defensa. La Europa de la defensa —hasta ahora inexistente— no puede construirse solo sobre la relación transatlántica. Recordemos que la recuperación por la Unión Europea del concepto de autonomía estratégica se produjo coincidiendo con la presidencia de Donald Trump, que abandonó los grandes acuerdos multilaterales, el nuclear por ejemplo; un presidente desconcertante que ahondó la lejanía con Europa, y con la propia OTAN, y que —no se olvide— podría ser el próximo presidente de Estados Unidos. La Unión, pues, también ha de fundamentar su seguridad en sí misma, sin perjuicio de cumplir los compromisos que emergen del Tratado del Atlántico Norte.
Así lo piensan, por cierto, los ciudadanos, como se desprende de la encuesta que recientemente encargó la Fundación Alternativas sobre cultura de la defensa. La mayoría de los ciudadanos españoles piensan que la Unión Europea es la institución con más capacidad para defenderles frente a las amenazas. Por encima de la OTAN y del propio Estado.
Tengamos todo esto en cuenta a la vista de la preparación de la próxima presidencia española del Consejo de la UE, que nos corresponde dentro de un año.