Lo monstruoso es esconder la regla

Las bajas por dolor menstrual suponen un avance incuestionable para cualquier sociedad progresista y liberal, que, como siempre, vendrá acompañado de una reacción

DEL HAMBRE

Si alguien en silla de ruedas no puede acceder a un edificio sin rampa, ¿quién tiene el problema, la persona o el edificio? El arquitecto que piensa que todos accedemos a un inmueble por las escaleras es alguien incapaz de ver más allá de su propia experiencia. Se imaginará que una persona “normal” es la que puede andar y diseñará el edificio conforme a ese patrón. Pero ese patrón de normalidad hace pasar a quienes van en silla de ruedas por seres desviados, cuando la sociedad debería colocar el estigma en el edificio, incluso en el ciego arquitecto, y no en quien solo pretende acceder al inmu...

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Si alguien en silla de ruedas no puede acceder a un edificio sin rampa, ¿quién tiene el problema, la persona o el edificio? El arquitecto que piensa que todos accedemos a un inmueble por las escaleras es alguien incapaz de ver más allá de su propia experiencia. Se imaginará que una persona “normal” es la que puede andar y diseñará el edificio conforme a ese patrón. Pero ese patrón de normalidad hace pasar a quienes van en silla de ruedas por seres desviados, cuando la sociedad debería colocar el estigma en el edificio, incluso en el ciego arquitecto, y no en quien solo pretende acceder al inmueble.

Algo así ocurre con la polémica sobre las bajas por dolor menstrual, con la salvedad de que quien, pensando en la legislación laboral, reacciona contra esta medida, está obviando nada menos que a la mitad de la población, pues en su cabeza la categoría “neutra” de trabajador es para alguien que no amamanta a un hijo, sin la capacidad de generar otra vida con su cuerpo, y que no menstrúa. Y sí: ante la evidencia pública de estas condiciones específicamente femeninas, muchos reaccionan con aversión, vergüenza o negación. Lo extraño es que ahora que el debate sale a la luz, se invierta la carga de la prueba: resulta que hablar de ello, y regularlo, es estigmatizarnos. Muchos tratados feministas prefirieron guardar silencio sobre el significado social de la menstruación, aunque, afortunadamente, no las grandes clásicas, como Simone de Beauvoir, quien escribió con claridad sobre los problemas de las mujeres al acomodar su ciclo a las expectativas sociales, y sobre la modestia que se espera de nosotras. ¿Pero dónde queda la promesa de las instituciones públicas de incluirnos como iguales en escuelas, lugares de trabajo y otras instituciones, si al mismo tiempo se pretende que estas no se adapten a nuestras especificidades? ¿Acaso ser mujer es incompatible con ser trabajadora?

Para que tengamos las mismas oportunidades que los hombres en el acceso a puestos de trabajo, ingresos y posiciones de poder no es suficiente con que demostremos ser tan inteligentes, fuertes o capaces como ellos. Eso no es difícil. Más complicado es vencer los obstáculos derivados de las normas de productividad, respetabilidad o autoridad, supuestamente ciegas a las diferencias de género y que, sin embargo, son un puñado de piedras puestas en nuestros zapatos. Cuando hay que esconder ciertas cosas como si fueran vergonzantes, o llamarlas eufemísticamente “enfermedades en el vientre”, te percatas de que lo monstruoso no es hablar de ello, sino haberlo escondido durante tanto tiempo. Porque es este un avance incuestionable para cualquier sociedad progresista y liberal, y como siempre, vendrá acompañado de una reacción. Por eso, no hubiera estado de más que el Gobierno, al menos por una vez, hubiese sido responsable y debatido en privado el anteproyecto de ley para presentar una posición común en el Parlamento que evite generar más estigma.

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