Tribuna

El delito de comer carne y tener hijos

No es de recibo que en los países ricos el protagonismo, la atención y el gasto destinado a las mascotas hayan llegado a un nivel tal que resulta insultante ante las desigualdades y la pobreza del mundo

Una mujer junto a su perro en un cine de Gijón durante un pase denominado "dogfriendly".ELOY ALONSO (EFE)

No es la primera vez que escucho “prefiero a mi perro que a las personas”, o alguna de sus variantes: “Me entiendo mejor con los animales”; “son más leales que los hombres”… seguro que tú también habrás oído algo parecido. Yo, además, últimamente he visto esa defensa de las mascotas en dos políticas conocidas. Una Marine Le Pen, quien en un intento —bastante satisfactorio, diría— de dulcificar su imagen ...

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No es la primera vez que escucho “prefiero a mi perro que a las personas”, o alguna de sus variantes: “Me entiendo mejor con los animales”; “son más leales que los hombres”… seguro que tú también habrás oído algo parecido. Yo, además, últimamente he visto esa defensa de las mascotas en dos políticas conocidas. Una Marine Le Pen, quien en un intento —bastante satisfactorio, diría— de dulcificar su imagen trató —gatos mediante— de llegar al Elíseo. Hasta tal punto jugó su baza animalista —”mamá gatos” se llama a sí misma—, que la frase pouvoir d’achat et pouvoir de chat, poder adquisitivo y poder de los gatos, formó parte de su campaña de mano de analistas políticos. No andaba desencaminada la política ultraderechista, ser amante de los animales domésticos da votos. La otra ha sido Cristina Cifuentes, quien en un reciente programa de televisión afirmaba, sin ni una pizca de ironía: “Tengo dos hijos humanos y tres hijos gatitos. Y en la cartilla del veterinario están con apellidos, por supuesto. Son Aguilar Cifuentes”.

Poco importa, pensé, recordando a John Berger en ¿Por qué miramos a los animales?, que “el animal de compañía está o esterilizado o sexualmente aislado, extremadamente limitado en sus ejercicios, privado del contacto con casi todos los demás animales y alimentado con alimentos artificiales”. El caso es que nos sintamos a gusto los humanos.

Respiré hondo y supuse que cualquier día Cifuentes pedirá reducciones por familia numerosa, y Le Pen rentabilizará de nuevo sus gatos en redes sociales en las próximas elecciones. Primero sonreí, igual no es tan grave, me dije. En el fondo, en todas las culturas, y en todos los tiempos, los humanos han tenido animales de compañía. Y borré mi sonrisa, porque lo significativo es que nunca ha habido tantos animales de compañía como en las ciudades de los países ricos y que nunca, hasta ahora, les hemos dado estatus de personas.

Me acordé entonces de que, en 2020, los psicólogos de la Georgia Regents University iniciaron un estudio con 573 personas. Se les preguntó a quién elegirían salvar, si a un perro o a una persona, si un autobús los fuera a atropellar y solo pudieran salvar uno. El 40% de los encuestados prefirió salvar al perro… si este fuese su mascota. Años antes, en 2015, la organización médica Harrison’s Fund, extrañada de que fundaciones de mascotas conseguían más ayudas solidarias que ellos, decidió hacer una propaganda con la foto de un perro y otro anuncio —idéntico— con la foto del niño que da nombre a la Fundación y que sufre una distrofia muscular, ambos con el texto: ¿Darías 5 libras para salvar a Harrison de una muerte lenta y dolorosa?”. ¿Conclusión? Los lectores pincharon en el anuncio del perro dos veces más que en el que mostraba al niño.

La deriva es preocupante. Y no, no es patrimonio de la derecha, desde la izquierda en el anteproyecto de la ley de derechos y bienestar animal se habla del derecho animal a contar con un alojamiento que le proteja de las inclemencias del tiempo, aunque los humanos del piso de arriba no puedan pagar la calefacción; de no exponerlos con fines comerciales, es decir, lo que se hace con un niño en un anuncio de pañales; o que para que vaya a una romería deberá haber un veterinario, aunque no haya médicos en los centros escolares.

Y de considerar a los animales parte de la familia, saltamos, como era esperable, a la comida. En realidad a “no comérnoslos”. “No se puede amar a los animales y comértelos”, sería el mantra, o comamos más verdura y menos ternera, obviando el hecho de que al precio que está muchas familias no pueden comerla porque no pueden pagarla. Y eso sin olvidar que la agricultura empobrece y desertiza la tierra y que también se matan animales con el cultivo extensivo…

Y no, no voy a acabar con aquello tan manido de que Hitler era vegetariano y amaba a su docena de perros pastor, raza criada ex profeso para encarnar las virtudes de la ideología nacionalista, al tiempo que daba órdenes de quemar en los hornos a millones de niños y adultos retenidos en campos de exterminio. Ni tampoco recordaré que la primera ley de protección de los animales salvajes y domésticos se debe al III Reich. Acabaré con Marinetti, el poeta, escritor e ideólogo fascista, y fundador del movimiento futurista, quien aconsejaba a los jóvenes encariñarse con los animales… para no tener que hacerlo con las mujeres.

Así, cada vez que me reprendan por no considerar a los animales como personas, les recordaré que no es de recibo que en los países ricos el protagonismo, la atención y el gasto destinado a las mascotas haya llegado a un nivel tal que resulta insultante ante las desigualdades y la pobreza del mundo. ¿Os acordáis de cuando el socialismo iba de perseguir una revolución mundial del proletariado y no de odiar a gente por comer carne y preferir tener hijos en lugar de gatos? Yo casi que tampoco.


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