Confrontación geopolítica y crisis climática
La respuesta a la emergencia medioambiental planetaria sigue siendo en estos tiempos de enfrentamiento que están dando a luz un nuevo mundo multipolar el desafío central que definirá a nuestra generación
La invasión rusa de Ucrania ha alterado de forma drástica el tablero geopolítico europeo y mundial en el que están teniendo lugar la transición energética y la respuesta a la crisis climática. La comunidad de la ciencia insiste en que afrontamos no sólo una emergencia climática planetaria, sino el colapso creciente de la diversidad biológica de la Tierra y la profunda ...
La invasión rusa de Ucrania ha alterado de forma drástica el tablero geopolítico europeo y mundial en el que están teniendo lugar la transición energética y la respuesta a la crisis climática. La comunidad de la ciencia insiste en que afrontamos no sólo una emergencia climática planetaria, sino el colapso creciente de la diversidad biológica de la Tierra y la profunda degradación ambiental de sus océanos. Nos hemos adentrado en una crisis ecológica sistémica de la que depende de forma literal el futuro de la humanidad y no cabe actuar como sonámbulos camino del precipicio. En un momento histórico en el que se precisan más que nunca dinámicas de colaboración entre las naciones para encontrar salidas viables al creciente colapso de los bienes comunes, las grandes potencias se han adentrado en una dinámica de máxima rivalidad estratégica. En consecuencia, la lógica del poder, la lucha por la hegemonía y las políticas de suma cero amenazan con ocultar con su densa niebla la prioridad que demandan las urgencias climáticas y ecológicas de la Tierra.
La confrontación entre las potencias ha reaparecido tras el momento unipolar posterior a la autoimplosión de la URSS en 1992, a la que siguió la ya agotada etapa denominada “guerra contra el terror” posterior a los atentados del 11-S de 2001. A diferencia de la presidencia de Obama, bajo cuyo mandato se fraguó un importantísimo acuerdo climático de Estados Unidos con Pekín previo a la cumbre de París, la contención estratégica hacia China ha pasado a ser desde 2017 el eje definidor de la política exterior de Estados Unidos. Por su parte, la invasión rusa y la consiguiente guerra de liberación del pueblo ucranio han hecho que Europa y Estados Unidos se hayan adentrado en una dinámica de choque frontal (no militar) con Moscú. A ello habría que añadir que, coincidiendo con la inauguración de los Juegos de Invierno en Pekín, los gobiernos de China y Rusia firmaban conjuntamente una declaración política de largo alcance dirigida a redefinir en una dirección más multipolar el orden mundial surgido tras la cesura de la Segunda Guerra Mundial.
En medio de esa niebla geopolítica es preciso recordar que la reconducción de la crisis del clima precisa como condición imprescindible mantener el incremento de la temperatura media global para finales de este siglo en 1,5 grados —ya ha aumentado 1,1 grados—, lo que requiere alcanzar la neutralidad mundial en carbono hacia 2050 y la del resto de gases de efecto invernadero poco después. Lograr dicha neutralidad a lo largo de las tres próximas décadas precisa una transformación económica-energética global de un alcance comparable a la que supuso en su día la revolución industrial. Si Estados Unidos, China, India y la propia Unión Europea, cuyas emisiones conjuntas superan el 50% de las totales, no hacen de la descarbonización de sus economías una prioridad en sus agendas políticas y perseveran en esa dirección atrayendo tras de sí al resto de la comunidad internacional, no será posible culminar con éxito dicha transformación y fracasaremos colectivamente en la respuesta a la crisis del clima. Entregaríamos a miles de millones de seres humanos del Sur global, a la generación de Greta y las generaciones venideras, una Tierra en llamas. Y, con razón, no nos perdonarán.
En consecuencia, la inquietante pregunta que cabe formularse es: ¿será un mundo dominado por la rivalidad estratégica capaz de generar los consensos y las colaboraciones imprescindibles para reconducir la crisis climática en los próximos años y décadas? Ante ese crucial debate, quisiera presentar las siguientes reflexiones. Primera: las crisis son por definición oportunidades para acelerar las transformaciones pendientes. El 40% de los recursos fiscales de Rusia proceden de su explotación de los combustibles fósiles. Con los ingentes recursos financieros obtenidos con la exportación de gas y petróleo a Europa y al resto del mundo, el presidente ruso Vladímir Putin ha modernizado en profundidad su maquinaria militar y ha acumulado grandes reservas monetarias en las dos últimas décadas. Europa ha de hacer de la necesidad virtud y acelerar su transición hacia un sistema energético alejado del carbón, el petróleo y el gas, apostando por incrementar la descarbonización de su economía en la presente década. De hecho, a raíz de la invasión de Ucrania la dependencia europea del petróleo y gas procedentes de Rusia ha pasado a considerarse una vulnerabilidad estratégica, y la Comisión Europea ha puesto en marcha la planificación correspondiente para cortar toda dependencia de los combustibles fósiles rusos para el año 2030, incluso reduciéndola de manera significativa a muy corto plazo.
Segunda: la Unión Europea no puede sino agradecer a Vladímir Putin que haya favorecido con su agresión militar el surgimiento de una Europa geopolítica por primera vez en su historia. En cuestión de días, los 27 Estados miembros han avanzado lo que en otras circunstancias hubiese requerido años e incluso décadas. La Unión Europea ha puesto en marcha de manera pragmática y urgente un proceso acelerado de autocomprensión de su papel como actor en el nuevo orden mundial que está emergiendo. Hay que confiar que del mismo saldrá una Unión Europea más integrada, más fuerte y más solidaria. La invasión de Ucrania y las amenazas nada veladas han actuado como un acelerador de difíciles decisiones políticas y hasta Suiza se ha cuestionado su centenaria neutralidad. El presidente ruso puede atribuirse asimismo el mérito de haber reseteado y actualizado el debate sobre la misión de una OTAN a la que el presidente Macron había diagnosticado muerte cerebral. Una Rusia agresivamente nacionalista y una guerra en pleno corazón de Europa han puesto punto final a esos debates. La necesidad de seguridad del continente ha vuelto a primer plano.
Tercera: Europa, si se me permite la expresión, no habría de perder su alma universal en el proceso de configurarse como un actor geopolítico capaz de hablar el lenguaje del poder. El proyecto de la Unión Europea surgió históricamente como respuesta positiva a una hecatombe bélica que costó 55 millones de vidas humanas, de las cuales, por cierto, 26 millones pertenecían a Rusia/URSS. El legado transmitido por los padres fundadores fue un Nunca Más. En estos momentos decisivos, nuestros estadistas tienen la obligación de mantener la cabeza fría y el temple en su corazón. En el mundo multipolar en el que nos estamos adentrando la Unión Europea habría de proyectarse como una fuerza civilizatoria de moderación, diálogo y paz. El proyecto geopolítico de la Unión Europea se habría de formular, en consecuencia, con una gramática no agresiva ni dominante y habría de pivotar en gran medida, además de en la protección de los intereses materiales de su ciudadanía, sobre la defensa de la causa de alcance universal más importante del siglo XXI. Y es que la respuesta a la emergencia climática planetaria sigue siendo, también en estos tiempos de confrontación, el desafío central de nuestro tiempo, el que definirá a nuestra generación.