¿Fraude, doctor?
Junto con el saqueo a su riqueza y la destrucción del aparato productivo, Venezuela ha padecido el calculado descrédito del acto mismo de votar. Y en ello han concurrido tanto los bolivarianos como la dirigencia opositora
En la galería de tipos de la picaresca en nuestra América hay un sujeto muy expuesto y sumamente resbaladizo al tacto: el hombre que cuenta los votos.
Seamos inclusivos: también la mujer que cuenta los votos se ha ganado un lugar en la pinacoteca de la marrullería electoral latinoamericana. Un exponente superlativo se llama Tibisay Lucena, genuina Bruja Mala del Oeste que en Venezuela solía hacerse esperar hasta alta madrugada antes de anunciar que, en efecto, ...
En la galería de tipos de la picaresca en nuestra América hay un sujeto muy expuesto y sumamente resbaladizo al tacto: el hombre que cuenta los votos.
Seamos inclusivos: también la mujer que cuenta los votos se ha ganado un lugar en la pinacoteca de la marrullería electoral latinoamericana. Un exponente superlativo se llama Tibisay Lucena, genuina Bruja Mala del Oeste que en Venezuela solía hacerse esperar hasta alta madrugada antes de anunciar que, en efecto, Hugo Chávez había vuelto a salirse con la suya. Según entiendo, hoy Lucena es ministra de Educación Universitaria.
La humillante espera por los resultados electorales en Venezuela es, de nuestra muchas vergüenzas, la que más desazón causa al exilio venezolano refugiado en Colombia.
La rapidez y la cadencia con que la Registraduría del Estado Civil –el organismo electoral colombiano– viene presentando en los últimos años los resultados electorales, de modo que en cosa de hora y media después del cierre de los centros de votación ya se conoce a los ganadores, suele sumir en avergonzado mutismo a los opositores venezolanos desterrados aquí.
En especial a los promotores del voto servil que, contra toda evidencia, a cada rato quieren hacernos ver promisorios cambios en la composición del sumiso Consejo Electoral de la dictadura.
Así, en cada Roberto Picón y cada Enrique Márquez que el dictador Maduro admite en la corporación de complacientes auditores, ellos quieren que veamos una rendija en el muro de la prisión, una grieta por la que, como afirma el siempre apostólico Henrique Capriles, “poquito a poco”, del mismo modo inexorable con que el Cuaternario siguió al Cenozoico en la tabla paleográfica del planeta, la voluntad popular, quizá con Juan Guaidó aún al frente, terminará por imponerse el final de los tiempos.
La socarronería con que se ofrece desde hace 20 años el proceso de embrollar los resultados a favor del Comandante o su sucesor, terminó por envilecer sin remedio la vida que en otro tiempo pudo llamarse ciudadana. Se denuncia el fraude y, en muchas ocasiones, también socarronamente, algunos impugnan los resultados, pero todos, cada uno invocando sus razones, terminan por acatarlos. Junto con el saqueo a su riqueza y la destrucción del aparato productivo, Venezuela ha padecido el calculado descrédito del acto mismo de votar. Y en ello han concurrido tanto los bolivarianos como la dirigencia opositora.
Para ser justos, esta calamidad no es de suyo inherente al actual régimen venezolano: su prosapia se remonta a la etapa política anterior a Chávez y Maduro, aunque los antecedentes puedan parecer veniales, comparados con los que comenzaron con la flagrante violación del secreto del voto con ocasión del referéndum revocatorio de 2004. El trastorno, dicho sea con dolor, afecta desde antiguo a toda la región: las palabras clave “América Latina”, “elecciones”, “fraude” arrojan en Google un número de respuestas anonadante y desolador.
Con todo, ha habido en nuestra región momentos felices en los que un fraude, promovido desde el poder, pudo revertirse. Desde el advenimiento de la forma democrática en el continente, pronto hará unos 40 años, se han repetido, aquí o allá, comicios presidenciales y regionales puestos razonablemente en entredicho.
Sin embargo, dejando a un lado las tres dictaduras del Caribe, aún prevalece en la región el recurso de envilecer los comicios de mil maneras. La compra masiva del voto de los caciques regionales es solo una de ellas y ha sido flagelo endémico en Colombia. En la actual coyuntura regional, cuando la disyuntiva entre democracia y tiranía se ha hecho más dramática que nunca, desacreditar sin más la autoridad electoral puede resultar criminal.
Es lo que hemos visto y seguimos viendo en México, por ejemplo, con los ataques de López Obrador a un árbitro electoral hasta ahora universalmente aplaudido. Y es lo que vemos hoy en Colombia.
Las inconsistencias entre el llamado “preconteo” y los resultados oficiales de la elección del pasado 13 de marzo son más que preocupantes, sobre todo cuando los votos presuntamente escamoteados se cuentan por centenas de miles, desfavoreciendo claramente al candidato de izquierdas que encabeza todos los sondeos.
Esta evidencia es tan ominosa, en vísperas de elecciones, como la desabrida recomendación que, ante la justificada alarma y protuberantes denuncias, brindó el hombre que cuenta los votos: “si sienten que no hay garantías, no se presenten”.
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