El acento andaluz. Orgullo y prejuicio

Todas nuestras variedades lingüísticas son igualmente competentes y satisfactorias para responder a las necesidades de sus hablantes

Una bandera de Andalucía.

Es una verdad mundialmente reconocida que lo que logramos por celo propio nos hace sentir orgullosos de nuestro esfuerzo y que, al contrario, lo que nos viene dado por naturaleza no debería provocarnos orgullo sino, en todo caso, la sensación de ser afortunados (¿alguien podría jactarse de tener bazo “a mucha honra”?). Sin embargo, hoy, Día de Andalucía, se leerán y...

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Es una verdad mundialmente reconocida que lo que logramos por celo propio nos hace sentir orgullosos de nuestro esfuerzo y que, al contrario, lo que nos viene dado por naturaleza no debería provocarnos orgullo sino, en todo caso, la sensación de ser afortunados (¿alguien podría jactarse de tener bazo “a mucha honra”?). Sin embargo, hoy, Día de Andalucía, se leerán y se verán como legítimas frases identitarias al estilo “orgulloso de mi acento andaluz”, que suponen sacar pecho por algo que se consigue por crianza o por nacimiento, avatares consustanciales al destino azaroso de la geografía personal.

Uno habla en la variedad de su entorno. Todas las lenguas se realizan en forma de variedades, y todas esas variedades o dialectos tienen un perfil propio, a veces muy acusado (en la pronunciación, el vocabulario, las estructuras...) y otras menos rompedor con respecto a otras variedades vecinas o a la más general. El andaluz tiene uno de esos perfiles reconocibles; es una importantísima forma de hablar el español: lo es por la cantidad de sus hablantes y por sus raíces históricas, las mismas que en el XVI fundan la primera base del español americano. Estas son grandes razones para estudiarlo y respetarlo, pero en modo alguno lo facultan como un acento especial dentro de los dialectos del español. El andaluz es un acento más: nada más y nada menos que un acento más del español.

Obviamente, los acentos no son ajenos a las personas que los hablan y al sitio que estas ocupan en la sociedad. Justo la primera vez que escribí en las páginas de Opinión de este periódico fue para intervenir en uno de esos cíclicos ataques a la forma de hablar de los andaluces que realizan quienes pretenden atacar en realidad a la persona que habla, agarrándose a su locución. Estas acometidas se han fundado en la tierra errónea del prejuicio, construido en realidad sobre razones socioeconómicas, nunca sobre hechos genuinamente lingüísticos o avalados por los científicos.

Cuando se acude al acento para invalidar la capacidad de alguien o cuando se hace mofa de la pronunciación andaluza reservándola para representar a un personaje irrelevante o un contenido baladí, se está construyendo un prejuicio pero también se está justificando otro mito: el del orgullo como escudo, que es la respuesta social de muchos hablantes contra el desprecio ajeno. Y ese escudo se ha llegado a revestir políticamente: se ha defendido que el uso del andaluz es exigible y justificado por vía identitaria; imaginen que no solo causara orgullo tener bazo, sino que fuera un signo de ideología progresista o conservadora. O se ha postulado incluso la superioridad del andaluz (por motivos tan acientíficos como ser más expresivo, más evolucionado, más florido...) para defender su capacidad y prestigio frente a otras variedades. Todas nuestras variedades son igualmente competentes y satisfactorias para responder a las necesidades lingüísticas de sus hablantes. Expresivos o aburridos como losas son los hablantes en concreto, no sus acentos.

Cuando alguien celebra que yo en público hable de la forma en que hablo, la andaluza, me siento sorprendida. No me jacto. No me avergüenzo. Y todo esto no quita para que en un día como el de hoy celebre la fortuna y la oportunidad que tuve de ser, sin esfuerzo alguno, andaluza y libre.

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