Somos ‘gremlins’

El encabronamiento ha empapado tanto el tejido social que no hay escapatoria. Noto a mi madre encabronada, a los padres del cole de mi hijo, a los vecinos, a mis amigos

Fotograma de la película 'Gremlins'.

Uno de los efectos secundarios menos apreciados y a la vez más notables de la sexta ola es el encabronamiento. Lo que antes se llamaba fatiga pandémica (sic, habría que dar unas clases de poesía a quienes ponen esos nombres) ahora es pura rabia. Sale por aspersores, ya no son esputos sueltos que se puedan limpiar discretamente con un pañuelo, y nadie se libra de las salpicaduras. El Gobierno, cuya función debería ser cerrar los chorros, contribuye al riego con entusiasmo: ...

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Uno de los efectos secundarios menos apreciados y a la vez más notables de la sexta ola es el encabronamiento. Lo que antes se llamaba fatiga pandémica (sic, habría que dar unas clases de poesía a quienes ponen esos nombres) ahora es pura rabia. Sale por aspersores, ya no son esputos sueltos que se puedan limpiar discretamente con un pañuelo, y nadie se libra de las salpicaduras. El Gobierno, cuya función debería ser cerrar los chorros, contribuye al riego con entusiasmo: su decreto de las mascarillas en la calle —inexplicable e inexplicado— casi inspiró un nuevo motín de Esquilache y puso de uñas a parte de sus apoyos parlamentarios y a no pocos líderes de opinión afines que, hasta hoy, moteaban de facha cualquier crítica a la gestión sanitaria. Tan encabronados estaban los rufianes y errejones, que no les importó acusarse a sí mismos de fachas por un día.

En los primeros meses de la peste, el pánico llevó a la delación histérica y al acoso entre vecinos, los famosos balconazis. El encabronamiento de este fin de año es diferente y tiene que ver con la frustración y la hartura, que han roto la tregua festiva y recrean mi película navideña favorita, Gremlins. Sobre un fondo de luces y carrillones, nos despellejamos con saña, como los bichos que destrozan las Navidades de Kingston Falls en el filme de Joe Dante.

Hasta Jaime Peñafiel le deseó la muerte a Miguel Bosé en una página de El Mundo, que tuvo que disculparse (el periódico, no Peñafiel). Casi nadie desbarra tanto, pero muchos hacen méritos y no hay día sin su puñado de columnas encabronadas, amargas como naranjas de Sevilla y a tono con un ambiente cargadísimo de reproches, culpas e insultos.

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Ante las guerras culturales y las peleítas de la polarización política yo suelo fingir que no existen. Al no ser guerras reales, es fácil ignorarlas y escribir lo que te apetece sin parar mientes en disgustar a tu bando o halagar al contrario. Sabes que no hay trincheras ni soldados, solo gente aburrida en el sofá con un móvil en la mano. Si no les haces caso, desaparecen. Pero esta vez el encabronamiento ha empapado tanto el tejido social que no hay escapatoria. Noto a mi madre encabronada, a los padres del cole de mi hijo, a los vecinos, a mis amigos. Por más que busco, no veo la salida de este pueblo infestado de gremlins. Peor: al encabronarme con los encabronados, temo transformarme en uno.


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