Regateos para la impunidad en Nicaragua

La decisión del Gobierno de Daniel Ortega de retirarse de la OEA es vista como un movimiento para evitar una salida a la crisis en la que no se asegure la verdad, justicia y reparación a las víctimas de la represión estatal

Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, durante un evento oficial el 16 de noviembre, en Managua.CESAR PEREZ (AFP)

El debilitamiento de las instituciones democráticas y la concentración de poder en Nicaragua sucede de manera paulatina desde que el presidente Daniel Ortega asumió su segundo mandato en 2007. Ese debilitamiento se consolidó en los últimos años, desde la crisis de derechos humanos que comenzó en 2018, ...

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El debilitamiento de las instituciones democráticas y la concentración de poder en Nicaragua sucede de manera paulatina desde que el presidente Daniel Ortega asumió su segundo mandato en 2007. Ese debilitamiento se consolidó en los últimos años, desde la crisis de derechos humanos que comenzó en 2018, con la brutal represión estatal de las protestas. En 2021, en el contexto de un proceso electoral a todas luces poco trasparente, sin libertades y sin auténtica competencia, se intensificó la persecución en contra de la oposición política y se llegó a la detención y criminalización arbitrarias de unas 30 líderes y lideresas, defensoras y defensores, y periodistas; entre ellas 7 precandidatas y precandidatos presidenciales.

Luego de unas elecciones cuya legitimidad fue ampliamente cuestionada por actores locales, regionales e internacionales, autoridades nicaragüenses denunciaron la Carta de la OEA y anunciaron su retiro de la organización. Pese a que dichas decisiones, según las normas internacionales aplicables, no tendrá efectos concretos hasta dentro de dos años.

Esta señal del Gobierno es inquietante porque implica la prolongación de una crisis de derechos humanos que afecta al país por más de tres años y es un intento más de perpetuación de la impunidad por, entre otros, el asesinato de al menos 355 personas, el encarcelamiento arbitrario de más de 1614, de las cuales más de 150 siguen en prisión, serias y múltiples denuncias de malos tratos y hasta tortura y vejámenes de tipo sexual; así como el exilio de más de 103 mil personas, según datos recabados por la CIDH en su labor de monitoreo ininterrumpida.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos está presente desde el inicio de esta crisis en el país, desde su visita realizada entre el 17 y el 21 de mayo de 2018, luego con la instalación del Grupo Interdisciplinario de Expertos y Expertas Independientes (GIEI Nicaragua), el que, a partir de su observación en terreno, reportó que en Nicaragua se cometieron hechos que, según el derecho internacional, deberían ser considerados crímenes de lesa humanidad.

Además, el Mecanismo Especial de Seguimiento para Nicaragua (MESENI) sigue vigente y permite el monitoreo permanente de la situación de derechos humanos en el país, y ha permitido documentar el despliegue planificado de diversas etapas represivas que se proponen suspender o limitar severamente las libertades públicas. Esto se hace a través de la instalación de un Estado policial de facto, que ha pretendido perpetuar la impunidad estructural por las graves violaciones a los derechos humanos. Esto se logra debido un creciente deterioro de las instituciones propias de un Estado de derecho, en un país donde ninguno de los poderes cuentan con independencia, tales como el Poder Judicial, la institución nacional de derechos humanos, el Ministerio Público y el Consejo Supremo Electoral.

En dicho contexto, la denuncia a la Carta de la OEA y el anuncio del retiro de la organización son vistos por algunos actores como un movimiento de las autoridades estatales para evitar los diálogos de salida a la crisis y la condena y las sanciones internacionales, avizorando una salida en la que no se asegure la verdad, la justicia y la reparación a las víctimas y sin un “nunca más”. Si ese fuera el objetivo del Gobierno, resulta oportuno recordar que ello, además de ser contrario al derecho internacional, no produce resultados estables, ni arreglos institucionales sostenibles.

La persistente memoria de las víctimas de violaciones a los derechos humanos, además de constituir estándares obligatorios para todos los países de nuestra región, fue imposible de acallar en todas las experiencias comparadas. Los sistemáticos esfuerzos de algunos oficialismos en las últimas décadas por producir salidas “negociadas” y “reconciliaciones” superficiales, después de pasados de atropellos sistemáticos, no impidieron que las demandas de las víctimas y sus familias, a quienes su dolor les ha impuesto ser protagonistas sociales y políticas, se cuelen por todos los espacios culturales e institucionales. Estas demandas siguen llevando a los culpables a rendir cuentas, siguen enfrentando a las sociedades de América a sus traumas y enseñando la histórica lección de que la memoria, la verdad y la justicia son la única manera viable de enfrentar el futuro, que no es posible el regateo de la impunidad.

El supuesto plan entonces no prosperará, porque la obligación de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición ha llegado a ser un conjunto de reglas vigentes del derecho internacional y particularmente en el Sistema Americano, precisamente porque son el resultado de la reflexión sobre nuestra propia historia continental en las Américas, sobre nuestros dolores, sobre nuestras tragedias. Y esa historia, esos dolores, esos traumas y esa reflexión tienen la fuerza y convocan la solidaridad suficiente para imponerse, tarde o temprano, a los regateos para la impunidad.

Hoy, luego de que Nicaragua presentó oficialmente su notificación de denuncia a la Carta de la OEA, quiero hacer un llamado especial al cese de la tortura y el aislamiento en la cárcel de las mujeres presas políticas, quienes llevan más de cinco meses de confinamiento solitario, aisladas en sus celdas, sin ver a sus familiares o por períodos muy cortos y, en el caso de dos de ellas, habiéndoseles impedido tener comunicación con sus hijas e hijos.

La tortura y el aislamiento contra las personas opositoras presas en la cárcel de El Chipote deben concluir inmediatamente, particularmente en el caso de las mujeres que están sometidas a aislamiento intensificado. Así lo ha dispuesto, hace pocos días, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de cuya orden obligatoria, el Estado de Nicaragua se encuentra en desacato. El llamado es también para la inmediata liberación de las más de 150 personas presas políticas que se encuentran en otros centros penitenciarios. El llamado es al fin de la impunidad para las más de 355 personas asesinadas, para que las Madres de Abril y las y los familiares de las personas asesinadas tengan reparación integral.

La memoria nicaragüense tiene registradas las palabras de Álvaro Conrado, un joven de 15 años que, mientras repartía agua a las y los manifestantes, el 20 de abril de 2018, fue herido mortalmente en el cuello con un arma de fuego disparada por agentes estatales. El joven dijo repetidamente a quienes estaban junto a él: “me duele respirar, me duele respirar”. El dolor de las víctimas, simbolizado por las últimas palabras de Álvaro, reflejan la barbarie de lo ocurrido y los poderosos motivos por los que los regateos para la impunidad no prosperarán.

Antonia Urrejola es presidenta de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos CIDH

Twitter: @totonia68

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