Constituciones del siglo XXI
El profundo cambio de paradigma tecnológico así como la cuestión medioambiental deberían quedar debidamente recogidos en una reforma de la ley fundamental española, que fue ejemplo en su momento pero debe modernizarse
Si filósofos y legisladores del pasado, del mítico Licurgo griego a Cicerón, de Rousseau o Montesquieu a los padres fundadores de EE UU Hamilton o Madison, de Hans Kelsen a nuestro Manuel García-Pelayo, despertaran hoy en nuestras democracias occidentales, posiblemente se quedarían muy sorprendidos. Quizá les extrañaría la escasa mención o incluso la ausencia en nuestras constituciones de las nuevas realidades de este tiempo. Nuestro imaginario político sigue lleno de reinos y repúblicas que se reclaman independientes; de invocaciones a una soberanía nacional o popular perfectamente delimitada...
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Si filósofos y legisladores del pasado, del mítico Licurgo griego a Cicerón, de Rousseau o Montesquieu a los padres fundadores de EE UU Hamilton o Madison, de Hans Kelsen a nuestro Manuel García-Pelayo, despertaran hoy en nuestras democracias occidentales, posiblemente se quedarían muy sorprendidos. Quizá les extrañaría la escasa mención o incluso la ausencia en nuestras constituciones de las nuevas realidades de este tiempo. Nuestro imaginario político sigue lleno de reinos y repúblicas que se reclaman independientes; de invocaciones a una soberanía nacional o popular perfectamente delimitadas; de viejas tensiones territoriales entre centralistas, federalistas o secesionistas; de derechos y libertades herederos de las revoluciones inglesa, americana, francesa o de nuestra Constitución de Cádiz, de las democracias liberales o de las revoluciones sociales de los albores del siglo XX. En todas estas cartas fundacionales, encontramos sujetos políticos de carne y hueso; pueblos o naciones dándose a sí mismos libertades y derechos. Por cierto, derechos y libertades políticas y sociales que fueron producto de un largo proceso de siglos de luchas ciudadanas.
Pero tenemos un problema: todas esas categorías con las que habitualmente funcionamos desde hace siglos, se están transformando rápidamente. Afrontamos la tercera década del siglo XXI, y hemos acumulado ya tres mega crisis globales —el 11-S de 2001; la Gran Recesión de 2008; la actual pandemia de la covid-19— que han cambiado nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos. Además, estamos viviendo una revolución digital que no se parece a las anteriores —la Revolución Industrial— ya que en esta ocasión no se trata solo de adelantos tecnológicos, sino de la creación de un universo/espacio nuevo, una “realidad” diferente de naturaleza virtual que condiciona todos los ámbitos de nuestras sociedades.
Lo anterior es lo que explica, en gran medida, la aparición de una brecha creciente entre la realidad social y política que experimentan diariamente los ciudadanos, y sus constituciones. Los poderes económicos transnacionales, o las nuevas realidades tecnológicas, están afectando necesariamente a nuestros conceptos tradicionales de libertad, derechos, soberanía o representación política.
¿Cómo habrían de ser las constituciones del siglo XXI? ¿Qué deberían contener?
Nuestras constituciones están pensadas para un mundo analógico, pero no para un mundo digital. Reflejan mucho más el siglo XIX o el XX que la realidad del siglo XXI. La revolución digital y sus aplicaciones —la Inteligencia Artificial, el internet de las cosas, el big data, la computación cuántica, la robótica— está dejando desfasados algunos aspectos de nuestras leyes. En particular, la producción y control masivo de los datos que componen la materia prima del funcionamiento de nuestras sociedades. Materia prima, en forma de datos, que son la vida, las intenciones y los pensamientos de nosotros mismos, que está configurando ese nuevo capitalismo que algunos llaman de la vigilancia, otros del control y que escapa a la regulación de las constituciones analógicas. Estamos asistiendo, sin darnos cuenta, a una masiva expropiación, por parte de las grandes corporaciones tecnológicas, de los datos de nuestra conducta en un mundo que, como señalan algunos de sus creadores, no está sujeto realmente a las leyes terrenales, pues es el espacio sin gobierno más grande del mundo. No es casualidad que el director de la campaña electoral de Trump afirmara que contaba con cerca de 4.000 o 5.000 datos de cada estadounidense, hasta el punto de que podrían saber a quién votaría la gente antes de que lo hubiesen decidido. En una palabra, es el propio funcionamiento de la democracia el que está en cuestión, porque si negativo es el control estatal de esta nueva realidad, no es mejor el dominio de unas cuantas grandes corporaciones. De ahí que los avances en la ciencia y la tecnología deban ir acompañados por desarrollos democráticos.
Solo a través de algunos ejemplos podemos comprobar cómo los derechos reconocidos en nuestra Constitución pueden quedar afectados por esta realidad digital. Así, el artículo 14 —principio de igualdad— quedaría dañado si la brecha digital no se colmase. Igualmente sufriría el artículo 16.2 sobre la privacidad ideológica, religiosa y la creencia de las personas, hoy en día sistemáticamente violada. O la intimidad personal del artículo 18.1 y el secreto de las comunicaciones del artículo 18.2, inexistentes en el mundo digital. La futura instalación masiva de sensores en los nuevos artefactos de uso diario harían inefectivo lo dispuesto en el punto cuatro del mismo artículo. Es sabido que las leyes de protección de datos no alcanzan la eficacia necesaria ante la velocidad y profundidad de los cambios digitales. El propio derecho de participación del artículo 23 puede dejar al margen a todo aquel que no tenga acceso o domine los instrumentos digitales. Por no hablar del derecho a propiedad privada del artículo 33.1, eliminado en este aspecto por cuanto los datos personales en los que se basa esta tecnología quedan succionados por las grandes corporaciones sin abonar precio alguno.
Por todo lo anterior, habrá que introducir en nuestra Constitución el derecho a la posesión y control sobre nuestros datos personales, y el acceso a internet en condiciones de igualdad.
Un segundo elemento de las constituciones del siglo XXI es la matriz medioambiental. Aquí, la necesidad imperiosa, existencial, de asegurarnos para nosotros y las generaciones venideras un planeta sostenible y un modelo energético acorde con este, no se corresponde con el contenido de nuestras constituciones. Se diría que la protección del medioambiente se ha convertido en una especie de “imperativo categórico” kantiano que nos obliga a redefinir los derechos medioambientales, elevándolos a la categoría de derechos fundamentales de los seres humanos. Cuestión que, de momento, no se contempla en las constituciones vigentes. El contenido del artículo 45 CE sobre medio ambiente es claramente insuficiente en la situación actual. Los derechos medioambientales deberían formar parte de los derechos humanos esenciales y su violación castigada de manera equivalente. El artículo 45 CE debería pasar a formar parte de los “derechos fundamentales”, junto a los artículos 14 al 29. Reformas que no agotan las mejoras que nuestra ley fundamental necesitaría.
En todo caso, no se trata desde luego de elaborar una nueva constitución digital o medioambiental paralela a la actual, sino de reformar la que tenemos, incluyendo, entre otras cuestiones, los nuevos aspectos de la realidad que no están contemplados y, en consecuencia, pueden acabar deteriorando el funcionamiento de la democracia.
Una reflexión como la anterior podría inspirar un impulso hacia una reforma más racional y ajustada de nuestra Constitución para convertirla en una de las más avanzadas de Europa. Pero también podría inspirar a otras naciones y pueblos en el planteamiento, empezando por nuestros socios europeos. El proceso de elaboración de la Constitución del 78 es una seña de identidad de nuestro país. Pero, como todo en la vida, debería estar sujeta a los cambios que la evolución de la realidad social va demandando.