‘Colapsotopía’ o el más feliz de todos los desastres
El progreso material ha fracasado, pero el progreso moral sigue siendo posible y depende además de cada uno
Dice el científico francés Pablo Servigne que en 2030 se producirá un hundimiento social que nos obligará a despedirnos de la confianza en el progreso. Dice que sus hijos no conocerán las jirafas y que él no tendrá una pensión. Drama total, como si el hundimiento social fuera eso. Quiero decir, que me sorprende la gente de cuarenta que habla de sus futuras pensiones como si tuvieran garantías de estar vivos para cobrarlas dentro de casi treinta ...
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Dice el científico francés Pablo Servigne que en 2030 se producirá un hundimiento social que nos obligará a despedirnos de la confianza en el progreso. Dice que sus hijos no conocerán las jirafas y que él no tendrá una pensión. Drama total, como si el hundimiento social fuera eso. Quiero decir, que me sorprende la gente de cuarenta que habla de sus futuras pensiones como si tuvieran garantías de estar vivos para cobrarlas dentro de casi treinta años. Me parecen unos optimistas los nuevos distópicos. Así, el desastre que se avecina se parece cada día más a la utopía y se está convirtiendo en una nueva forma de idealismo. Pero no nos engañemos, la distopía no es eso que viene, sino algo que ya está aquí. Y la única cuestión es qué vamos a hacer con ella.
Esta semana Arundathi Roy ha escrito a gritos (porque su texto era un grito) desde India sobre cómo estamos siendo testigos de un crimen contra la humanidad. La leo y veo las llamas ardiendo en las imágenes, los miles de muertos, la falta de oxígeno, los crematorios en parques públicos. Y pienso que este debe ser el hundimiento social de 2030, que ya está aquí. Efectivamente no hay jirafas.
Junto al grito de Roy suena otro en las calles de Colombia, el de miles de jóvenes que gritan: “La policía no me cuida, me cuidan mis amigas”. Lo dicen porque los abusos policiales contra las mujeres están a la orden del día. Y mientras claman al cielo se guardan un trozo de papel en el bolsillo con su nombre y tipo de sangre para pasarle a alguien que esté cerca, por si la policía las detiene y luego desaparecen. A lo mejor es que el hundimiento está en Colombia, pienso entonces. Lo que está claro es que sucede ahora. Esta semana, la próxima semana, todas las semanas. Quizás el epicentro del hundimiento sea la tumba de Elene Habiba, la última niña que murió intentando llegar a este país “nuestro”.
Por eso el científico francés Pablo Servigne, como todos los catastrofistas contemporáneos, me parece un nuevo tipo de soñador. Él asegura que cuando nos demos cuenta de que el progreso ha fracasado, nos iremos a los bosques a colaborar unos con otros. Dice que cortar leña entre todos será una forma de ayuda mutua en invierno y que cuando el fracaso sea por fin total, seremos felices con nada porque nada necesitaremos. Se está convirtiendo en algo muy burgués lo de asegurar que carecer de todo será la salvación… Antes era más propio de sectas religiosas tipo amish.
“Nada tengo” son precisamente las dos palabras con las que arranca Niadela (Errata Naturae), la novela de Beatriz Montañez donde cuenta cómo lo dejó todo (más concretamente la televisión y la ciudad) para aislarse en una casa de piedra donde a su llegada no había cobertura, electricidad ni agua caliente. ¿Es un relato utópico o distópico el suyo? Todo parece indicar que se trata de un final feliz. Qué suerte, aislarte. Qué suerte dejarlo todo, qué suerte no tener que ver a nadie. Qué suerte que te dejen en paz. Si te fijas, en todos los relatos distópicos existe un final feliz para unas pocas personas aisladas, un padre y un hijo por ejemplo. Ni siquiera hace falta que sobreviva la familia completa.
Las distopías siempre han estado ahí, pero por primera vez se están convirtiendo en una forma de idealismo. Triunfan en todas las plataformas con fantasías cada vez mejor adaptadas a cada paladar. Ahí está el éxito de películas como De amor y monstruos (Netflix) para los ecologistas o Greenland, la última de Gerald Butler, para los patriotas. Y tantas series distópicas, como The rain (Netflix) para los inmunólogos; Years and years (HBO) para los politólogos; Humans (Amazon Prime) para los tecnólogos; El cuento de la criada (HBO) para las feministas… O la nueva forma distópica de narrar la política española, para todos nosotros, los españoles.
Parecen relatos distintos pero todos coinciden en una cosa. No se trata de asegurar que el progreso material ha fracasado, hecho de sobra demostrado, sino de mostrarnos que el progreso moral también es imposible y que el Estado o el mercado son los culpables. Si se la carga el uno o el otro depende de quién escriba el guion y de convencer al espectador de que estas dos cosas pueden ser consideradas por separado. Pero al final, sea cual sea el relato, el optimismo distópico siempre termina con el mismo menú: muerte de primero, destrucción de segundo y de postre, fascismo.
Amenazar con un futuro aterrador es siempre una postura conservadora que paraliza el alma y el pensamiento. Y de paso nos impide ver lo que tenemos delante de la nariz. Se acerca el invierno, que dirían en Juego de tronos. Todos sabemos que los personajes serían otros y harían otras cosas si los zombis (caminantes blancos) ya estuvieran aquí. Por ejemplo, dejarían de gimotear por lo que va a pasar, pasarían del trono de hierro, vivirían del amor y no del interés y a lo mejor hasta prestaban atención a lo que les estaba pasando. La buena noticia es que nuestro invierno ya está aquí. ¡Estamos de enhorabuena! No hay que esperar a vivir treinta, cincuenta o cien años. Vivimos ya en el peor de los mundos. ¿Y ahora qué? Un poco de grandeza para nuestro final, por favor. Al final, solo moriremos una vez. El progreso material ha fracasado, pero el progreso moral sigue siendo posible y depende además de cada uno. Imagínate que el peor de los mundos empezara mañana. ¿Qué harías con tu vida? ¿Y con la de los demás? Pues eso.