El suicidio de aumentar los impuestos
Elevar un punto el IVA, además de provocar una revuelta nacional, apenas arrojaría 80.000 millones de pesos, una bagatela en comparación con el boquete de las finanzas públicas

Las finanzas públicas de México exigen mayores ingresos fiscales. El debate sobre la necesidad de aumentar impuestos nunca ha estado exento de polémica, aunque, desde el punto de vista político y social, sería altamente riesgoso.
El expresidente Andrés Manuel López Obrador fue firme en su promesa electoral de no incrementarlos. En diciembre pasado, la presidenta Claudia Sheinbaum descartó esa posibilidad al afirmar: “Existe esta idea de que hay que hacer una reforma fiscal, pero todavía hay oportunidad de incrementar los ingresos”; y lo reiteró en la Mañanera del 21 de agosto: “Todo es debatible, pero el próximo año no estamos pensando en subir impuestos”.
El apuro por mejorar la recaudación tributaria es evidente. La opción típica es alzar las tasas del Impuesto Sobre la Renta (ISR) e Impuesto al Valor Agregado (IVA), que siempre causan escozor social porque suelen recaer sobre los contribuyentes formales que cumplen regularmente con sus obligaciones. La historia reciente lo demuestra: en 2010, en la presidencia de Felipe Calderón, la tasa del ISR de las empresas pasó del 28 al 30%; y en 2014, en el sexenio de Enrique Peña Nieto, la tarifa superior de las personas físicas se elevó al 35%. Ambas decisiones afectaron a perfiles socioeconómicos medios y bajos, de manera destacada a trabajadores que, por el aumento de las retenciones de sus patrones, recibieron sueldos menores.
Los incrementos del IVA causan mayor repudio social, pues implican subidas de precios para los consumidores. Así sucedió en 1995, con la modificación de la tasa del 10% al 15%, impulsada por el expresidente Ernesto Zedillo, con la infausta Roqueseñal, el gesto de un diputado del dominante Partido Revolucionario Institucional (PRI), celebrando esa medida. Otra reacción virulenta se dio en 2014, cuando la tasa ascendió al 16%. En la actualidad, elevar un punto para que quedase en 17%, además de provocar una revuelta nacional, apenas arrojaría 80.000 millones de pesos, una bagatela en comparación con el boquete de las finanzas públicas. El costo político sería alto; el beneficio recaudatorio, bajo.
Los aumentos periódicos de impuestos no se han reflejado en crecimientos sostenidos en los ingresos federales, básicamente porque la economía informal se esconde del asedio del Servicio de Administración Tributaria (SAT), y los evasores fiscales idean trucos para escapar —continuando inmunes— de los intentos persecutorios del Gobierno. La mejor alternativa es combatir el fraude tributario, en particular a los factureros, como lo propuso la presidenta Claudia Sheinbaum el 21 de agosto pasado.
Las modalidades de la evasión son múltiples. La más socorrida, por simple y eficaz, es la compra de facturas falsas a empresas fantasma o fachada, también conocidas como factureras o empresas que facturan operaciones simuladas (EFOS). Los evasores son versátiles e intrépidos, al grado de que, como lo denunció el expresidente López Obrador en una Mañanera, a él y a su esposa les robaron la identidad para constituir 26 empresas fantasma en Veracruz.
No existen elementos objetivos para cuantificar la evasión en México. Un indicio son las 11.000 EFOS publicadas por el SAT en las listas negras previstas en el Código Fiscal de la Federación. Su facturación asciende a 4 billones de pesos, equivalentes al 43% del presupuesto federal de 2025. Si el cálculo se extendiera a 100.000 empresas —que las hay, sin duda, y tal vez muchas más—, la defraudación sería diez veces mayor: unos 40 billones, es decir, 1,2 veces el producto interno bruto.
Las medidas legales y operativas que se entablen contra las EFOS, sin embargo, no pueden limitarse a la evasión fiscal, pues también se utilizan, de manera exitosa, en el desvío de recursos públicos y el lavado de dinero. Una estrategia integral incluiría todas las actividades delictivas en que operan. El problema es tan grande que su combate debería convertirse en prioridad de este Gobierno e, incluso, asumirse como una decisión de Estado.
Hoy es un expresidente defenestrado, pero un eje del sexenio de Carlos Salinas de Gortari fue el combate a los delitos fiscales. Los resultados fueron extraordinarios, al grado de que, ante el incremento sustancial de ingresos, se redujo la tasa del IVA del 15 al 10%; el ISR para personas morales bajó del 42 al 35% —ahora es del 30%—; la tarifa máxima para personas físicas disminuyó del 55 al 32%; y se eliminó el gravamen sobre dividendos, que con Peña Nieto se restituyó al 10%.
Las finanzas públicas están estresadas. Su saneamiento con una medida habitual como el aumento de impuestos defraudaría los postulados de Morena, el partido en el poder, y malograría las promesas electorales de la presidenta Claudia Sheinbaum. Sería como darse un balazo en el pie. El dinero público se lo roban los factureros. El Gobierno mexicano tiene que ir por ellos y encarcelarlos.
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