La Constitución reformada por la 4T
Los votantes instauramos en México un verdadero Congreso Constituyente, con facultades para reformar la Constitución Federal cuantas veces lo plantee el actual presidente o su sucesora
El triunfo de Andrés Manuel López Obrador del 2 de junio pasado fue apabullante. Aún falta que el Instituto Nacional Electoral (INE) publique las cifras definitivas; pero los datos preliminares dan carro completo al Movimiento Regeneración Nacional —Morena— en diputaciones federales, senadurías, gobiernos y legislaturas estatales, y ayuntamientos. El presidente es el indiscutible ganador. En la historia del México moderno quedará el registro de que los votantes no solo dispensamos sus errores gubernamentales y pifias personales, incluso familiares; también pusimos a su disposición un Congreso Constituyente que en septiembre podrá aprobar las 18 reformas constitucionales presentadas el 5 de febrero de este año.
Así será como él y su partido consolidarán la Cuarta Transformación —la llamada 4T—, sin un golpe de Estado ni una revolución armada. Lo harán de manera ortodoxa e institucional, con un Congreso Constituyente con facultades ilimitadas para reformar la Constitución Federal, y que como tal operará, al menos, en los tres primeros años del gobierno de Claudia Sheinbaum. Para consumar la 4T, Morena —por sí y con el apoyo de partidos aliados— tendrá que gestionar mayorías calificadas en el Poder Legislativo, lo que pinta como factible: requiere de 334 de los 500 diputados y 86 de los 128 senadores. También deberá contar con la mayoría simple de las legislaturas locales: 17 de 32, que desde ahora tiene amarradas con suficiencia. Operando como un partido de Estado y con un único líder a la cabeza, las 18 reformas constitucionales, y cualquier otra que en el camino se presente, transitarán sin obstáculos.
López Obrador jugó con cartas abiertas. Cuatro meses antes de las elecciones sometió a discusión nacional las iniciativas de reformas, difundidas con amplitud y cuestionadas con severidad en lo jurídico. Ciertamente, algunas modificaciones serán disfuncionales y acarrearán problemas operativos; pero el referéndum electoral entregó al presidente —también a Claudia Sheinbaum— un Congreso Constituyente para sacar adelante dicho paquete. Los calificativos de que las reformas son indeseables, absurdas y retrógradas palidecen frente al atracón del 2 de junio. ¿Que tendremos un Poder Ejecutivo sin contrapesos? Riesgoso, sin duda, pero así lo dispusieron los votantes. ¿Que tendremos una autocracia? Eso lo decidió el electorado. ¿Que al bando perdedor no le gusta el perfil personal de los ganadores? No hay nada que decir.
Los porfiristas de la Ciudad de México tampoco simpatizaron con los zapatistas y villistas que cruzaron el Zócalo a su llegada a Palacio Nacional. En el anonimato, algunas voces acusan de ignorantes y alevosos a los partidarios de López Obrador. Son señalamientos peligrosos, propios de un clasismo desesperado y ramplón. Ello, además, pone en entredicho la esencia misma de la democracia: cada voto tiene el mismo valor y peso, con un inconveniente derivado de la naturaleza humana: el grupo ganador tiende a menospreciar a los perdedores; mientras estos, al radicalizarse, se convierten en agoreros de grandes catástrofes.
El respaldo a Morena fue inobjetable. Desde la perspectiva política y electoral, el partido dominante impone las reglas para el ejercicio del poder público. Por congruencia personal, de cara a sus votantes, López Obrador no puede dar reversa a los cambios constitucionales que, con vehemencia y en forma cotidiana, ha anunciado desde la campaña de 2018 y reiterado durante su Gobierno.
El triunfo revolucionario de Venustiano Carranza se materializó con la Constitución de 1917. La victoria de López Obrador —sin asonadas ni insurrecciones armadas— se consumará con el paquete de reformas que establecerán un nuevo modelo del Estado mexicano sobre tres ejes principales: la reconcentración del poder en el Ejecutivo federal, con la desaparición de varios órganos constitucionales autónomos; la eliminación de la representación proporcional en las cámaras de diputados y senadores, legislaturas estatales y regidurías municipales; y el descabezamiento de la Suprema Corte de Justicia y los poderes judiciales del país.
Como el sol y la noche, el talante festivo de López Obrador contrasta con el silencio resignado, en ocasiones taciturno, del equipo perdedor. La oposición, acallada con los 33.2 millones de votos obtenidos por la presidenta electa, apenas si articula su inconformidad, sin un discurso que evidencie un fraude masivo y estructural. Por su parte, la sociedad civil, que semanas antes de las elecciones exclamaba «el INE no se toca», ahora no sabe a quién responsabilizar por las presuntas irregularidades —hipotéticas, en tanto no se acrediten legalmente— de la jornada electoral.
La paliza de Morena terminó de fracturar los pilares, endebles desde antes de la elección, de dos de sus grandes contrincantes históricos: el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN). En la escalada de autodestrucción en que estos se encuentran, Claudia Sheinbaum colocará la cereza en el pastel de la victoria que de seguro se ratificará por el INE y se validará por el tribunal federal electoral. Con visión pragmática de corto plazo, en los hechos y en derecho, los votantes instauramos en México un verdadero Congreso Constituyente, con facultades para reformar la Constitución Federal, cuantas veces lo plantee el actual presidente o su sucesora. De este modo, López Obrador habrá coronado la 4T como un movimiento acaudillado por él en su sexenio.
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