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PELÉ
Columna
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La sombra del mundo

Pelé fue la majestad vestida de blanco o ‘amarelo’ que dribló racismos diversos y que lo hizo el único jugador al que toman como referencia de comparación para verificar si hay Otro mejor que Él

Pelé

Boleaba zapatos y prometió a su padre ganar la Copa del Mundo de Futbol. Ganó tres. Fue fiel al club donde debutó, hasta en la muerte; decidió que lo entierren en el campo del Santos C. F., que juega de blanco y a veces con rayas negras, como para honrar que la sombra del mundo es negra desde que un joven de 17 años conquistó Suecia, donde entregan el Nobel, hasta verlo izado descamisado en volandas sobre la alfombra espesa del Estadio Azteca, en pleno centro del ombligo del mundo. Con eso basta para entender su eternidad garantizada, pero hay que agregar que todas las ventanas que abrió, todos los túneles o caños que le hizo a los mejores defensas contrarios, los tiros largos como misiles, el gol que no fue.

Hay que añadir la importancia de su negritud, la majestad de la sombra negra vestida de blanco o amarelo que dribló racismos diversos y que lo hizo el único jugador al que toman como referencia de comparación para verificar si hay Otro mejor que Él. Hay que añadir que era brasilero, que ese país despertó de una dictadura alentado por la samba de la confianza infinita que destilaba un solo hombre en medio de todos los equipos con los que jugó: no sólo eran sus piernas, sino su sagrada invención de centrar y compartir, de la pared con amigos de veras y de la ciega percepción de que Carlos Alberto llegaba de la nada y en diagonal para signar el último gol del Mundial 70 y así, la trigonometría con Gerson o Tostao, esa cosa mais linda llamada Rivelino y también la caballerosidad ante el paradón de Gordon Banks, la dignidad ante las derrotas y la resignación ante las lesiones en una época en que todo, absolutamente todo era diferente: el balón era de cuero y cosido a mano, casi no se usaban tarjetas ni teatritos en las faltas y muchas canchas eran de pasto largo para ralentizar el rodaje del mundo; allá sin repeticiones ni VAR, donde los errores del abanderado o silbante se remontaban con redobladas jugadas de garra, allí donde empezaban a pensar en profesionalizar las Olimpiadas y el deporte amateur se encaminaba a encerrarse en gimnasios de barrio.

Pelé con la guitarra, repitiendo la palabra amor como hacían los ídolos del rock y psicodelia en esa década utópica de la infancia donde mis padres soñaron que nos evitarían más guerras y desilusiones, aunque la sombra del mundo manchaba a la Luna como necio recordatorio de que los dioses también son humanos. El día que jugó medio tiempo con Santos y medio tiempo con el Cosmos de Nueva York con el insólito afán de convencer a los estadounidenses de que el soccer se llama futbol y no es deporte exclusivamente femenil y despedirse con Mohamed Alí de testigo en el foro central del mundo de cíclicos racismos… y de pronto, pasen los siglos, se hace el silencio y una sombra luminosa se alza por encima de los demás mortales y parece tenderse en el aire. Edson Arantes do Nascimento estira una pierna, mientras impulsarse con la otra en el vacío y en esa bicicleta invisible, entre todas las estrellas del universo, conecta con la bota una caricia contundente en plena cara del planeta y la estela rompe las redes de lo conocido y desconocido; la red es un terciopelo cuadriculado e infinito, donde el balón rompe las piolas y abre un agujero negro. El negro agujero de todos los tiempos donde un niño que jugaba con balón de trapo en la favela se alza ya para siempre con un trofeo de oro puro en las manos. Mouto obrigado, majestad.

Pelé
El boxeador Muhammad Ali saluda a Pelé en una ceremonia en honor a la retirada del futbolista, en Nueva Jersey, 1977.Richard Drew (AP)

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