El Plan B y el futuro de la democracia
La democracia debe entenderse como la ampliación del espacio de la ciudadanía, como la construcción de vías de acceso a todos los derechos para todos, y no solamente como la defensa de las libertades de la clase política profesional
La aprobación por las cámaras de diputados y senadores del llamado “Plan B” de reformas electorales propuestas por el Presidente López Obrador abre una nueva fase de involución democrática en el desarrollo del régimen político híbrido resultado de la transición a la democracia. No sabemos aún si es verdaderamente un punto de quiebre, pero lo cierto es que el paquete de reformas pone en cuestión la única certidumbre del proceso transicional: la existencia de una institución autónoma que garantizaba el conteo objetivo de los votos, un relativo control de los excesos de gasto en la política y un cierto cumplimiento de las complejas leyes electorales pactadas por los partidos políticos. El Plan B, ya se ha dicho, debilita gravemente la institucionalidad del IFE, cambia las reglas de competencia al permitir las precampañas de funcionarios en funciones, da amplias facilidades al uso político de los medios y debilita la aplicación de las leyes electorales al hacer casi imposible la supervisión del proceso electoral por autoridades independientes.
Para ponderar el significado de estos cambios legales, impuestos de manera arbitraria por el presidente sobre un sumiso y obsequioso poder legislativo federal que renunció por completo a la escasa autonomía que debería tener, debemos poner un poco de contexto histórico a la actual coyuntura. La denuncia histérica de la imposición no ayuda a entender lo que pasa y menos lo que puede pasar. Como he señalado en otras ocasiones, el gran déficit de los regímenes de la transición fue el de haber perdido la batalla cultural frente al PRI en la medida en que nunca logró crearse una nueva forma de relación entre el gobierno y los ciudadanos. Los dos gobiernos del PAN y el gobierno del PRI entre el año 2000 y 2018 heredaron, sin cambiarlas, las leyes, instituciones y prácticas del régimen autoritario priista. Si bien desde 1990 a la fecha se llevaron a cabo más de 700 modificaciones a la constitución, en realidad lo único que se hizo fue purgar a la Constitución de 1917 de la mayoría de sus contenidos nacionalistas y estatistas, actualizar la estructura del gobierno creando instituciones “autónomas” que garantizaran elecciones libres y competitivas y regularan, hipotéticamente, los mercados, garantizando la competencia, incluyendo aquí la industria energética, y darle sustento legal al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Un constitucionalismo neoliberal cuyo ciclo terminó en 2013-14 con el “Pacto por México”. Esta modernización relativa del aparato institucional del Estado mexicano ocultó, sin embargo, la preservación del núcleo duro de las prácticas políticas dominantes en el viejo régimen, a saber: el clientelismo, el particularismo, la corrupción sistémica como método de lidiar con los empresarios y con los poderes fácticos en general (y como lenguaje interno de la clase política), la absoluta falta de respeto por la ley y la negociación de conflictos y de pactos “en lo oscurito”, es decir, en el ámbito privado.
Peor aún, a lo largo de la transición sobrevivieron en la ley fundamental y en las prácticas políticas el presidencialismo centralista, la debilidad del federalismo, y el carácter fallido del nivel municipal de gobierno, siempre carente de capacidades reales, de fuentes de financiamiento propias y de autonomía política frente a los gobernadores y el gobierno federal. Asimismo, los poderes judicial y legislativo, tanto el federal como los estatales, nunca alcanzaron una verdadera autonomía frente al poder ejecutivo. La transición a la democracia fue, pues, el producto de un pacto precario y parcial para llevar a cabo elecciones competitivas, organizadas por una institución autónoma, bajo reglas pautadas en densas y complejas leyes electorales. La imposición del neoliberalismo como política económica, la apertura de mercados y la inserción de México en la economía norteamericana fue decidida en el gobierno de Carlos Salinas y ampliada y perfeccionada en los regímenes de la transición. Curiosamente, el obstáculo principal para el desarrollo de un capitalismo integrado al mercado mundial, la ausencia de un Estado de Derecho, fue resuelto parcialmente con el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, que creó un espacio de garantías jurídicas exclusivas para el gran capital extranjero y nacional, pero que no implicó extender el Estado de Derecho al resto de la nación.
Los derechos de ciudadanía permanecieron frágiles y marginales para casi todos los mexicanos en toda la transición. Este pacto exclusivamente electoral, carente de derechos de ciudadanía en un sentido amplio, condujo a que en la práctica nuestra recién adquirida democracia fuese iliberal. Una democracia en donde solo hay derechos políticos que se ejercen episódicamente, sin acceso a los derechos sociales, civiles y culturales para la gran mayoría de la población, solo puede calificarse como una democracia iliberal. No puede negarse que hubo mayores espacios de libertad de expresión, una relativa tolerancia a la protesta pública y una cierta ampliación del llamado espacio cívico. Pero, en todo caso, estas libertades se limitaron a un sector minoritario de la población, fundamentalmente, las clases medias y altas urbanas. Para la población trabajadora no hubo democracia sindical, no hubo acceso a la justicia, no hubo protección frente al crimen, no hubo mejoras sustantivas en materia de ingresos, salud y educación. Nuestras élites intelectuales olvidan que la liberalización fue selectiva, no generalizada.
A lo largo de la transición estuvieron en tensión dos proyectos gestados en la fase autoritaria: el neoliberal, que compartieron las élites modernizadoras priístas y panista, y el nacionalista-desarrollista, portado por Cuahtémoc Cárdenas y luego por López Obrador, que buscaba una vuelta a un pasado mítico anclado en el proyecto nacionalista revolucionario, o sea, el viejo programa priísta. En este enfrentamiento la escasa izquierda existente quedó subsumida, como en el siglo XX, en el nacionalismo estatista tradicional, para el cual el estado de Derecho y la ciudadanía no tenían centralidad. Tanto neoliberales como nacionalistas eran iliberales, pero democráticos en el sentido de acordar dirimir las diferencias por medios electorales.
El colapso de la legitimidad del gobierno de Peña Nieto, y la patente carencia de legitimidad como oposición de los jóvenes panistas que se apoderaron de su partido, abrió las puertas a la victoria de López Obrador en 2018. AMLO no ganó las elecciones, las perdieron el PRI y el PAN. Sin embargo, AMLO leyó su triunfo como una autorización absoluta para hacer lo que considerara pertinente, planteando la nueva coyuntura política como una oposición entre un pueblo bueno y una élite corrupta e inmoral, la cual incluía a las elites intelectuales, artísticas y mediáticas que habían prosperado en la transición. La concentración del poder en la persona del presidente, el claro desprecio por la ley (que era compartido por toda la clase política), la anulación simbólica y política de toda mediación entre el líder y el pueblo, crearon un régimen populista con un programa nacionalista. El populismo en esta fase ha sido democrático: ha llegado al poder por medio de elecciones y ha respetado la institucionalidad estatal y las libertades en lo fundamental. El problema es que su líder, el presidente López Obrador, siente que su proyecto necesita más tiempo para consolidarse, y las elecciones competitivas, bajo las reglas previas, le impiden balancear el poder económico y mediático de los poderes fácticos y de las clases medias con el poder del aparato de Estado. Esa fue la clave de las reformas electorales previas: impedir el uso del Estado con fines electorales, lo cual fue la base del autoritarismo priísta. Ahora AMLO necesita de ese poder estatal para promover a sus candidatos y anular la resistencia social y política a la continuidad del obradorismo.
La pregunta ahora es si este populismo vernáculo pasará de ser democrático iliberal a autoritario, dada la trascendencia de las refomas electorales en marcha. Creo que aún no es posible responder esta pregunta. El Plan B es un asalto al orden político de la transición y pone en riesgo la democracia electoral tal como la hemos construido hasta ahora. Pero eso no significa aún el cierre completo de los espacios de lucha política. Mucho ayudará a los demócratas verdaderos entender que en esta coyuntura la democracia debe entenderse como la ampliación del espacio de la ciudadanía, como la construcción de vías de acceso a todos los derechos para todos, y no solamente como la defensa de las libertades de la clase política profesional. Sí debe defenderse la autonomía del INE, pero también debe lucharse con la misma intensidad por la justicia y la paz. Una batalla sin la otra nos dejará en el mismo lugar que hemos ocupado en los últimos veinte años: la democracia electoral sin ciudadanía.
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