Migrar y morir en México
El momento actual es un eco de la matanza de 72 migrantes en 2010 en el municipio de San Fernando, que fue el sustento para nuevas leyes mexicanas en materia de migración y refugio
El pasado 9 de diciembre, en el Estado mexicano de Chiapas, un grave accidente de carretera puso ante nuestros ojos una durísima realidad que no hemos querido reconocer, ni Gobierno, ni parte de la sociedad: el crudo drama de los migrantes en su tránsito por México. Al destrozarse la caja de un tráiler que hacinaba a más de 160 personas, amontonadas peor que ganado, murieron 55 de ellas y más de 100 se encuentran aún hospitalizadas curando sus heridas. La imagen del hacinamiento condensado en esa caja revela el trato inhumano que los traficantes imponen a migrantes y refugiados, quienes además deben pagar más de 10.000 dólares para ser trasladados hasta la frontera sur de los Estados Unidos o más dinero si el ¨servicio¨ incluye el cruce irregular hacia algún destino en aquel país.
Todos los días transitan por las carreteras de México cajas de tráiler y vehículos similares −o autobuses y aviones en los casos privilegiados− transportando migrantes, solos o en familia, incluyendo a niños y niñas quienes son sometidos a una severa experiencia traumática, de esas que marcan destino. Para la mayoría, la meta es llegar a los Estados Unidos e intentar pedir refugio pues huyen de situaciones que amenazan la vida en sus países de origen. Las principales nacionalidades en tránsito proceden de Guatemala, Honduras, El Salvador, Haití, Cuba, e incluso Nicaragua, Ecuador, Brasil y Colombia, además de otros países fuera del continente.
A la lista anterior debe agregarse en primerísimo lugar a México, pues ahora aportamos el 40% de la cuota de nacionalidades detenidas por la autoridad migratoria de Estados Unidos. Desde mediados del año 2020, la migración mexicana ha repuntado progresivamente y hoy somos el principal flujo migratorio y de refugio, superando por mucho a cualquier otra nacionalidad en tránsito por la región.
Por lo mismo, resulta paradójico e incomprensible el discurso del Gobierno de México cuando refiere a la migración y al refugio, como si se tratara del problema de otros países y no del nuestro. Tenemos regiones enteras ahogadas por la violencia y el crimen, con crueles desplazamientos de población que terminan huyendo y buscan protección en los Estados Unidos, como sucede a diario en los estados de Guerrero, Michoacán y Zacatecas, los más amenazados. Además de desplazados y refugiados, la mayor parte del flujo mexicano al norte obedece a razones económicas, relacionadas con la crisis y la pandemia que han provocado que los Estados Unidos sea nuevamente alternativa para numerosas familias. En estas condiciones, no hay duda de que somos parte relevante del ¨mercado¨ para traficantes de personas.
Durante el mes de julio del actual año, la autoridad migratoria de Estados Unidos detuvo a 213.000 extranjeros en su frontera con México, que pretendieron cruzar irregularmente o solicitar refugio; en octubre la cifra disminuyó a 164.000 eventos. Es difícil convertir esos datos a número de personas, pues en realidad puede intentarse el cruce varias veces y de inmediato ser retornado igual de veces a México. Cabe subrayar que nuestro país sigue siendo puerta abierta a esta irregular (e ilegal) práctica, iniciada por el Gobierno de Donald Trump y continuada por Joe Biden, en ambos casos con la aceptación de López Obrador. Al final, ya sea de ida o regreso, la dinámica involucra a miles y miles de personas que cada mes arriban a esta frontera atravesando el territorio mexicano en condiciones parecidas a la mostrada por la tragedia en Chiapas.
El panorama anterior ilustra la enorme capacidad operativa de los traficantes de personas, su escala y las complicidades necesarias para su evidente y exitoso funcionamiento. Haciendo un sencillo cálculo nos daremos cuenta de las dimensiones: si en un mes movilizan a 40.000 −cantidad que pareciera mínima− el dinero generado por el tráfico alcanzaría la cifra de 400 millones de dólares… convirtiéndose en 5.000 millones en un año. Como es claro, se trata de cantidades enormes de dinero que implican la explotación continua de personas y familias migrantes. Es evidente que detrás de estos flujos se encuentra una estructura criminal de gigantes dimensiones.
La reciente tragedia carretera en Chiapas es una dolorosa experiencia que proyecta con crudeza el cotidiano tráfico de personas en México. Prácticamente a la vista, continuamente denunciado y casi nada combatido judicialmente. Lamentablemente, forma parte del amplio manto de impunidad que en nuestro país tienen los delitos, desde los más simples hasta los más graves. En ocasiones, como se ha reclamado, es más riesgoso denunciar un delito que cometerlo.
Por otro lado, la política migratoria de los Estados Unidos y la de México −alineada con el primero− tienen parte de responsabilidad en los altos costos humanos que pagan los migrantes, de manera indirecta al menos. La estrategia de Estados Unidos, la impuesta por Trump, trazó duros objetivos que cumplió de manera consistente: desde la construcción del muro fronterizo −que prometió pagaría México− hasta los acuerdos y presiones para que el Gobierno mexicano militarizara el control migratorio. La recientemente creada Guardia Nacional de México −el Ejército, en realidad− fue incorporada a esas tareas y, además, el Instituto Nacional de Migración progresivamente adscribió a militares en sus cargos directivos.
Como sucede en otras partes del mundo, entre más restrictivas son las políticas migratorias y difíciles los obstáculos, la migración se moviliza por espacios y condiciones de mayor riesgo y a crecientes costos de todo tipo, económicos y en vidas humanas. La OIM tiene un registro de 930 fallecimientos de personas migrantes en el año 2021 −sin incluir la tragedia de Chiapas− ocurridos entre Centroamérica y el sur de Estados Unidos, además del Caribe. La amplia mayoría de las muertes reflejadas en un mapa que corresponde a México o es colindante con nuestro país. En comparación, en el año 2014 los fallecimientos registrados fueron 493.
La grave tragedia de Chiapas y la muerte de migrantes en la región de suyo debiera ser poderoso argumento para modificar lo que hacemos en materia migratoria y refugio. En el año 2010, la cruel matanza de 72 migrantes en el municipio de San Fernando, Tamaulipas, fue el sustento para nuevas leyes mexicanas en materia de migración y refugio que enfatizaron la protección de los derechos humanos y que poco implementamos. El momento actual es un eco de aquel crimen.
Hoy es necesario mucho más que cumplir nuestros principios jurídicos, a lo que estamos obligados. Tenemos dos urgencias, no es lo único, pero sí lo prioritario: la primera es modificar los procedimientos regionales sobre refugio, para iniciarlos desde Centroamérica o en el sur de México −mediante acuerdo internacional− y evitar así el viacrucis que imponemos a las personas que necesitan protección. La segunda es desarticular a las organizaciones traficantes de personas y a sus poderosas redes de complicidad, que parecieran rondar espacios inconcebibles.
Para ambas prioridades es necesario un acuerdo regional, con capacidades efectivas, que involucre a los gobiernos desde Canadá hasta Centroamérica. Si es verdad que estos gobiernos quieren soluciones, proteger derechos y promover desarrollo, debe reconocerse abiertamente que la estrategia vigente no conduce en esa dirección. El diagnóstico requiere renovarse para desplazar los viejos paradigmas que privilegian la contención migratoria y la no protección de las personas. Desde la perspectiva económica, por si hubiera necesidad de argumento adicional, es mucho menos costoso hacer un giro en el horizonte que continuar con este abismo que cavamos día a día.
Tonatiuh Guillén López es profesor en la UNAM y excomisionado del Instituto Nacional de Migración
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