Un día sin Julio Urías
Su número, ese 7 que a sus espaldas parece la encarnación del tiempo asíntota, así como su nombre, se escuchan por las calles de East LA
“Es muy difícil”, respondieron, sin pensar en mi necesidad.
“En época de playoff y con covid-19, no hay manera, la verdad”, dijeron, aunque les había aclarado que mi necesidad era una de años.
“Ni por teléfono ni por telégrafo, no siga insistiendo”, remataron, antes de colgar por tercera vez, sin importarles que les hubiera explicado que llevaba varios lustros esperando que él apareciera.
Debía, por lo tanto, buscar otra manera de encontrar a la reencarnación de Valenzuela, a mi propia expropiación de Orel Hershiser, al hombre, pues, que, de golpe, había puesto punto final a una espera de décadas, una espera que me había, sin ánimo de exagerar, hecho sufrir al rey de los deportes, tanto como lo había gozado.
Para mi sorpresa, poco después de maldecir al último gringo con el que había hablado por teléfono, descubrí que aquello que buscaba —estar con el último titán de Sinaloa, con El Culichi, es decir, encontrar un modo distinto de estar con el pelotero que, de golpe, había zurcido nuevamente mi infancia a mi adultez— era posible.
No solo era posible. También era sencillo. Su número, ese 7 que a sus espaldas parece la encarnación del tiempo asíntota, así como su nombre, ese nombre que en cualquier playera y en cualquier publicidad presumen las diez sílabas exactas que lo componen, se escuchan por las calles de East LA, desde primera hora de la mañana.
Más aún en un día en que, por la tarde, se disputa uno de los juegos más importantes del año, juego que le toca lanzar a ese mago de la velocidad, el cambio y el pickoff cuyo nombre, entonces, además de escuchar aquí y allá, vi reflejado en la vidriería de un edificio: saírU oiluJ. Era él quien saldría al montículo, con la misión de emparejar la serie divisional que su equipo, los Dodgers, disputaban ante San Francisco.
—En la televisión aparece el estadio de los Gigantes de San Francisco, donde el naranja se convierte en el único color posible y en el más feo de los colores, justo antes de que de comienzo el segundo partido de la serie entre los dos equipos que nacieron en Nueva York a comienzos de siglo, pero que se mudaron luego a California, hacia la misma década, es decir, cuando las ligas mayores iniciaban su primera expansión—.
El primero de la serie se lo habían llevado los Gigantes —tras una pieza de picheo memorable por parte de Logan Webb, ese pelirrojo que pareciera el gemelo inteligente de Matt Damon, aunque esto no sea, claro, decir mucho—, venciendo a Max Scherzer, el lanzador más dominante que se haya visto, posiblemente, en los últimos diez años y quien recién había llegado hacia unos meses a los Dodgers, los esquivadores.
Scherzer, por cierto, padece síndrome de heterocromía —heterochromia iridum—, que es la anomalía genética a consecuencia de la cual los iris de los ojos de una persona son de colores diferentes —como David Bowie, pero por motivos de azar distinto: a él, al músico, al creador de “Starman”, como casi todos sabemos, la heterocromía le llegó a consecuencia de un pleito de pubertad, no a consecuencia de la lotería de sus genes—.
—Tras los rituales de siempre (el himno, el lanzamiento de la primera pelota, el homenaje a algún anciano que fue una súper estrella deportiva o un súper soldado o un súper hombre de bien, quizá porque nadie se asomaba, entonces, a las vidas privadas de esos hombres), el partido finalmente da comienzo. Y poco después, sobre el montículo, aparece nuestro hombre, con su falsa obesidad y su desgarbo (“es un gordo flaco”, comenta, sonriendo a mi lado, la mujer que mira la misma pantalla que yo)—.
No es normal, claro, que un equipo cuente, como estos Dodgers de hoy en día, con una rotación así, casi perfecta, en la que, además de Scherzer y de nuestro hombre —cuyo número, al igual que su nombre, hacia el medio día, ya no solo se escucha por las calles de East LA, sino por toda la ciudad: podría pensarse, de hecho, que además de alguien, él es algo: la dirección, por ejemplo, de la última atracción de la ciudad de las atracciones—, se cuenten lanzadores del nivel de Buehler y Kershaw, además de segundones de primera, como Gonsolin o Price.
—”Mi gordo flaco nunca falla”, insiste la mujer sentada a mi lado, cuando nuestro hombre aparece en la pantalla y lanza el primer strike de la tarde, sin que parezca importarle que me haya descalzado, me haya quitado los calcetines y me esté cubriendo las ampollas con los parches de silicón que recién compré en la farmacia. “¡Eso es!”, decimos luego, al mismo tiempo, cuando nuestro hombre saca el tercer out y, como hace siempre, se va saltando, supersticioso, la línea que da forma al diamante—.
Pero es aún más extraño que dos de estas superestrellas vayan a ser recordadas, además de por el talento que despliegan sobre el montículo, por sus ojos: a la heterocromía de Scherzer hay que sumar el ojo izquierdo de nuestro hombre, quien nació con un tumor ahí, adentro del globo ocular, cuyas consecuencias, hasta la fecha, han sido, entre tantas otras, cinco operaciones, la primera de la cuales sucedió durante su primera y más tierna infancia —como él mismo ha declarado: “Dios me dio un ojo izquierdo malo, pero un brazo izquierdo realmente bueno”—.
—”Te lo dije… además de lanzar como lanza, le da sabroso”, me dice la mujer cuando termina de celebrar la primera carrera de los Dodgers (este nombre es herencia de los primeros días del equipo, cuando, allá en Nueva York, para llegar al parque, que estaba enfrente de la estación de trolebuses, sus aficionados debían esquivar dichos carros de transporte), impulsada por nuestro hombre, quien, ahora, tras dar gracias a Dios y llevar a cabo un ritual de superchería individual, sacude las manos sobre la almohadilla de primera, llevando a cabo, pues, un ritual de superchería colectiva—.
Por otro lado, quizá fue la costumbre de aquel quirófano oftalmológico la que le permitió, a nuestro hombre —cuyo rostro, me entero a la una de la tarde, tras caminar como demente persiguiendo los rumores que lo nombran, es un grafiti cerca de donde estoy—, sobrellevar el momento más difícil de su carrera, la operación de hombro que lo dejó en el dique más de un año y que puso en entredicho su futuro, pues le restó cinco millas a su recta, millas que, a nuestro hombre, le costaría un mundo recuperar, mientras intentaba recuperar la confianza en sí mismo y la confianza de Roberts, el atolondrado y gitano manager del primer equipo de los esquivadores.
—”Ahora que está tranquilo, no se la van a mirar”, dice la mujer, que ha aceptado que le invite una cerveza, tras celebrar el tercer ponche de la tarde de nuestro hombre, quien además de rendir honor al nombre del equipo, es pura exigencia: aunque el quinto bat de los Gigantes se retira derrotado, él se regaña en el montículo, molesto por algo que no vimos el resto de los mortales, un detalle minúsculo pero peligroso en alguno de sus lanzamientos. “Lo viste, ¿no?”, pregunta la mujer, justo después de decir salud, porque nuestro hombre controla el juego, como ha hecho durante toda la temporada: “mi gordo flaco está bien loco, nunca está conforme, nunca está contento—.
Aquella fue una época marcada, pues, por la recuperación de las confianzas. Y es que, además de la de Roberts y la propia —”la única que no perdí”, diría nuestro hombre, refiriéndose a ese asunto, las confianzas: “fue la de mi padre, quien ha sido mi mayor apoyo y me ha exigido siempre, desde que subí al montículo, a los cinco años”—, nuestro hombre debió recuperar la confianza de los Dodgers, es decir, de la institución que había apostado por él cuando él estaba por cumplir dieciséis años, así como la de la sociedad, es decir, la de los fans que, apenas verlo, habían creído ver a la reencarnación de Valenzuela —lo mismo le sucedió a los argentinos, la primera vez que vieron a Messi y se les vino encima, inevitable, la imagen de Maradona—.
—”¡Te dije!”, asevera la mujer que no ha querido que le invite otra cerveza, pues ha preferido invitar ella, después de que el hombre en el extremo de la barra invitara a todos los presentes, pues los Dodgers siguen aumentando su ventaja: “te dije que no se va contento, que no se va conforme, que siempre está juzgándose”, añade cuando nuestro hombre le entrega a Roberts la pelota y abandona el juego, dejándolo ganado pero visiblemente inconforme, no, no por salir sino por no haberlo hecho mejor, por no haber colgado, por ejemplo, puros ceros. “Por eso te digo que le creo lo de eso otro, mi gordo flaco se toma todo en serio”, remata, cuando yo ya había aceptado que ella había olvidado mi pregunta sobre aquello—.
Esas otras confianzas, la de la institución y la de los fans —a la que pronto se sumó la de la propia liga—, no debió recuperarla, nuestro hombre, con su juego y con la vuelta de su recta —recta que alcanza las 97 millas—, sino con su propia transformación. Y es que, poco después de recuperar su hombro, nuestro hombre se vio envuelto en un caso de violencia de género, en el estacionamiento de un centro comercial, que terminó con él detenido algunas horas, pero sumido eternamente en la vergüenza, pues sabía que aquello había estado de la chingada y no podía repetirse, no sólo por la liga, el equipo y los fans, sino, sobre todo, por su pareja y por él mismo.
—”Dijo que sabía que estaba mal y que no volvería a hacerlo. Estoy segura que se lo recrimina siempre, igual que hace cuando juega, ¿no?”, me dice la mujer que ahora chiquitea su cerveza, pues el partido está ganado y la sed saciada, mientras yo vuelvo a revisar mis pies y le platico, entonces, por qué los traigo así: “quería pasar con él algunas horas, pero me mandaron derechito a la chingada, entonces pensé en venir a buscarlo entre la gente que lo nombra a todas horas y me enteré de un grafiti, pensé, entonces, que verlo ahí, sobre un muro, sería como haberlo encontrado, como haber estado con él. Total, que caminé como pendejo, todo el día, hasta que nos vimos”—.
“Acepto la responsabilidad por lo que creo y sé que fue una conducta inapropiada. Incluso en una instancia en la que no hubo lesiones ni existe un historial de violencia, no se puede permitir nada parecido a lo que sucedió. Los beisbolistas de grandes ligas deben estar sujetos a un estándar muy alto, pero además yo mismo quiero estar sujeto al más alto estándar”, declaró el lanzador, quien fue exonerado por la justicia y castigado por la liga —una liga que busca ser ejemplar en todo aquello relacionado con la violencia de género— con veinte partidos de suspensión.
—Las risas en la barra se desatan, cuando la mujer le cuenta al resto de presentes la historia de mis pies y mis ampollas; cuando el resto de presentes, pues, se enteran de lo idiota que es ese nuevo tertuliano que está ahí, entre ellos, por haber pensado que Los Ángeles es una ciudad caminable y no haber escuchado, aunque escuché el nombre de nuestro hombre todo el día, la única noticia que ese día importaba tanto o más que ese juego que, en la pantalla, está a punto de apagarse: que iban, no, que estaban, tampoco, que habían borrado el grafiti de nuestro hombre—.
En una época en la que al fin parece suceder —en el béisbol— lo que debió haber sucedido siempre, es decir, una época en que los fans juzgan a los deportistas, además de por sus logros, por su conducta privada —por sus niveles de machismo, pues (Bauer, otro de los súper lanzadores de los Dodgers, ha sido desterrado de las canchas por los propios fans del equipo, tras golpear a una mujer con la que sostenía relaciones sexuales e intentar asfixiarla)—, la transformación de nuestro hombre debía ser total.
—Aunque sé que las risas son una forma de aceptación, un pasaporte de ingreso a la comunidad de ese bar en donde todos se conocen o parecen conocerse desde siempre, no consigo que no sean, también, recordatorio del terror que llevo masticando varias horas y que me hace asomarme al horror, ante la posibilidad de que todo aquello acabe, que tenga que ponerme de pie de nuevo y caminar de vuelta a mi hotel (en Los Ángeles, a pesar de todo, es más fácil encontrar un jugador famoso que un taxi)—.
“Hizo algo que no hacen los otros”, dice la mujer que, instante antes, me explicó cómo llegar al grafiti que buscaba: “además de pedir perdón, se metió a una terapia y ha estado haciendo eso que acá llaman trabajo social”. Por su parte, la chica que, a un par de cuadras del grafiti, me advierte que cree que esa mañana iban a quitarlo, asevera: “podría ser hipocresía, pero pienso que no, que lo hace en serio”.
“Si todos los pendejos recorrieran lo que él ha recorrido, estaríamos mejor”, remata la mujer con la que hablo delante del muro en el que debería estar —en donde estuvo, hasta hace nada— el grafiti de nuestro hombre, muro sobre el que ahora hay una capa de pintura fresca, que aún gotea.
Son casi las tres y media de la tarde, falta poco más de hora y media para que de comienzo el juego y, antes de marcharme, escucho, todavía, a la mujer de antes, decir: “además, los Dodgers no lo perdonarían si no fuera en serio”.
Es la misma mujer que, luego, antes de despedirse, me dirá que ella y varios aficionados ven los partidos en ese bar al que iré a ver el juego. El mismo en el que, en algún momento, le diré a ella: lo mismo daría, entonces, la recuperación del hombro, sin la recuperación del hombre. El mismo del que, al final, me marcharé sobre estos dos pies que no serán sino un par de puños, de nudos de ampollas.
En la calle, entonces, no encontraré un solo taxi. Y, refirmando mi propia idiotez, me negaré a pedir un Uber. Quizá, si recorriera el camino de nuestro hombre, me atrevería a pedir ayuda.
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