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Combat rock
Columna
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El Estado en manos de porristas

México es un organismo complejísimo, y que su diversidad se refleje en la conformación de su cuerpo de funcionarios públicos sería lo más deseable

Antonio Ortuño
El grupo parlamentario de Morena, en la comisión permanente del Congreso Sesión ordinaria del Senado
Sesión ordinaria de la Comisión Permanente del Congreso de la Unión en julio de 2021.Mario Jasso (CUARTOSCURO)

Uno, ingenuo, pensaría que las instituciones del Estado existen para el beneficio los ciudadanos, incluyendo el de aquellos que sostienen a las dichosas instituciones mediante el pago de sus impuestos, pero también el de aquellos que forman parte del Estado y que, por sus condiciones, no son capaces de pagar: los marginados, los desfavorecidos. Es decir, que la obligación central de los funcionarios públicos que pueblan esas instituciones tendría que ser la de cumplir el trabajo que tienen asignado de cara a todos los ciudadanos, sin distinciones, y sin andarse cuidando de quién ejerce el poder ejecutivo en un sexenio particular, ni andar viendo cómo andan las aguas políticas para acomodarse a ellas.

Y también, oh candor, uno podría pensar que los funcionarios públicos deberían provenir de todos los sectores sociales que conforman un país (esas rebanadas que abarcan procedencias culturales, de género, geográficas, generacionales, de credo e ideario, etcétera). México es un organismo complejísimo, y que su diversidad se refleje en la conformación de su cuerpo de funcionarios públicos sería, me parece, lo más deseable. ¿O alguien sostiene, en serio, que no debería haber funcionarios norteños, o del sureste, o mujeres, o abierta y militantemente gais, o que no debería haber entre ellos jóvenes o viejos, o que no sería conveniente contratar a un solo posgraduado o, por el contrario, a nadie que no cuente con tres doctorados? Basta formular esa idea excluyente para convencerse de su error. Y, sin embargo, hay otro tipo de exclusión igual de absurdo, que hoy mismo se defiende con fragor en las tribunas políticas y en las redes: el que convierte en rasero de corrección a una militancia política particular.

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¿A quién se le puede ocurrir que la condición para que alguien pueda fungir como funcionario del Estado debería ser que ejerza como porrista incondicional del gobierno en turno? La respuesta es sencilla: a un porrista incondicional del gobierno en turno, que se irrita de que sus caravanas no reciban el premio de una chambita (o chambota), porque para eso “le andan poniendo el pecho a las balas”. El famosísimo “hueso”, pues. Ese método de designaciones de siervos, compadres, amigos y meritorios sin preparación técnica para el puesto que se les asigna, que tanto se criticó al PRI y que, según han descubierto los integrantes del partido en el poder, es el método “más justo” de reclutamiento federal.

Claro que hay otro tipo de personas que defienden la idea de que solo alguien que pertenezca a “la causa” debería ser designado como funcionario: las que confunden Estado y gobierno y piensan que el régimen de sus amores se extenderá por siempre jamás, sin que la propia democracia que los llevó el poder sea capaz de hacerlos bajar de él. Aquellos que piensan que las votaciones que los favorecieron en el pasado serán permanentes y, por tanto, la totalidad del Estado les pertenecerá, tarde o temprano, y al que no le guste, pues que se vaya.

El problema con estas ideas es que, además de ser tendenciosas y reduccionistas, su planteamiento ser suele agresivo, incluso violento, propio de hooligans. El reciente linchamiento en redes (pero también en espacios como la conferencia de prensa matutina del presidente López Obrador) de la escritora Brenda Lozano, designada como agregada cultural de la embajada en España, es una muestra de ello.

¿Cuáles son los pecados que se le achacan? Haber replicado un par de memes sobre la figura presidencial, ser crítica con algunas políticas de la actual administración, en especial las que tienen que ver con las mujeres, pero, por encima de todo, no ser militante. Por ello, se le ha acusado de ser “feminazi”, de formar parte de un complot de extrema derecha, de ser un alfil de las fuerzas oscuras, de no tener capacidades para el cargo, de “aferrarse” a un nombramiento que aún no se hace efectivo, “solo por el salario” (que es parte de un tabulador aprobado por el gobierno federal). No hablamos de un puñado de mensajes, sino de decenas de miles de tuits insultantes, virulentos, rabiosos, que siguen, día tras día, impulsados por el poder mediante algunos de sus incondicionales y de bots, desde luego, miles de bots, cuyo uso por parte del gobierno (y con recursos públicos) es, ya de entrada, impresentable.

A Lozano se le exige, en suma, renunciar a su nombramiento “por congruencia”, porque alguien “que no apoya a la transformación” (es decir, al gobierno, que se ha apropiado de la palabrita como eslogan) no puede ser funcionario público ni representante diplomático. Esto ya es muy debatible. Pero que se haga mediante una campaña de insultos y descalificaciones coordinada por lacayos y granjas de bots es una muestra más de que la “transformación” es una simple forma de llamar al uso faccioso y partidista del poder. Puro jarabe de pico, pues.

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