La gran ‘vendetta’: el comité de agravios de López Obrador
Morena no ha estado a la altura del encargo de democratizar el acceso al poder por una falla crítica de liderazgo: el presidente tiene una afición por las venganzas. Un mejor obradorismo requiere de menos pasión y de más cabeza
Andrés Manuel López Obrador ganó la elección porque el Gobierno mexicano se había convertido en un comité al servicio de unos pocos. Una burda plutocracia disfrazada de democracia electoral donde las decisiones más importantes eran tomadas bajo el consentimiento de los hombres del dinero.
En ese México, los impuestos se exentaban a las grandes empresas cada que comenzaba un sexenio, la ley laboral era una simulación que permitía que el país tuviera uno de los salarios más bajos de Latinoamérica, y la falta de competencia había convertido a la economía en un festín de sobreprecios.
Morena llegó al poder con la misión más loable jamás encomendada a un partido político en México: democratizar el acceso al poder. Dejar de escuchar a los de arriba y escuchar a los de abajo.
Tres años han pasado y Morena va fallando. No está dando suficientes resultados, y su fallo es un enigma para la democracia mexicana. El partido llegó al poder con mayoría en ambas cámaras, una fuerte aprobación al presidente y un fuerte respaldo popular.
Mi argumento es que Morena no ha estado a la altura del encargo por una falla crítica de liderazgo: el presidente tiene una afición por las vendettas.
Los principales errores del Gobierno de López Obrador pueden rastrearse en su concepción de la política como vendetta y a su incapacidad para enfriarse la cabeza antes de tomar decisiones. Sus colaboradores se han aprovechado de este revanchismo presidencial para mantenerse a su lado. Atizándolo y agravándolo. Por ello, si López Obrador quiere dar resultados en los tres años de gobierno que le quedan será imperante que aprenda a tomarse la sopa más fría. Explico.
La misión
La elección de 2018 le dio a López Obrador una misión muy concreta: derrocar al comité-de-intereses-enquistados que se hacía llamar Gobierno mexicano.
Esto implicaba hacer muchas y muy buenas cosas. Desenmascarar sus reformas a modo, evidenciar sus instituciones supuestamente autónomas y erradicar las burdas formas en las que la élite económica hace dinero en México: violando la ley laboral, eludiendo al fisco y capturando mercados.
Desde un inicio se supo que erradicar al comité no iba a ser fácil porque el comité-de-intereses-enquistados es muy inteligente y astuto. Por ejemplo, el comité sabe que el corrupto no sobrevive solo y por eso comparte. Sus redes se extienden y tocan a casi todo. Además, el comité es experto en aparentar. Financia organismos de la sociedad civil contrarios a sus intereses para volverlos afines. Buscaba influir en la creación de todo tipo de simulaciones de política pública. Desde programas sociales galardonados por su exquisito diseño (pero poco efectivos por su falta de presupuesto), hasta un de sistema de salud universal que en realidad era un seguro médico privado que cubría solo 66 enfermedades.
La Administración de López Obrador tenía todo para terminar con el comité-de-intereses-enquistados. La legitimidad y el mandato. Pero no fue así.
La gran ‘vendetta’
El poder los tocó. El obradorismo sucumbió a convertirse en otro comité: uno al servicio de resolver los agravios personales del presidente.
López Obrador ha usado su poder para arremeter contra quienes lo habían agraviado dándole vida a lo que llamo “la gran vendetta”. Es decir, a la justificación de políticas públicas ineficientes o abiertamente contraproducentes, que aparentan resolver un grave problema social, pero que en realidad solo son una venganza política.
La más evidente fue la que inauguró el sexenio: la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAICM). La decisión no tenía sentido alguno. Desde un inicio se supo que cancelar el NAICM era más caro que terminarlo. No importó.
La vendetta fue una motivación más fuerte. Por eso cuando López Obrador discutió públicamente la decisión, no lo hizo acompañado de datos que sustentaran la cancelación del aeropuerto, lo hizo en un video donde mostraba junto a su brazo un libro titulado Quien manda aquí. El mensaje era claro, la decisión no era económica. Era una señal de venganza política contra los empresarios que se habían beneficiado de contratos públicos durante el sexenio de Peña Nieto. Esa vendetta personal en contra del PRI le costó a México 113.000 millones de pesos, es decir, el 82% del costo de la pensión de adultos mayores, programa estrella del obradorismo.
La característica principal de las revanchas del obradorismo es que se enmascaran como políticas redistributivas, pero en realidad no avanzan una agenda que apoye a los más pobres. La meta es detener a los de arriba, aun si nadie gana con ello.
La política energética de López Obrador es un ejemplo. El cambio de reglas de despacho eléctrico para favorecer a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) en detrimento de la energía eólica privada no tiene ningún sentido económico o social. No beneficia al Estado. Al contrario, hace que la energía sea más cara. No beneficia a la gente. Hace que los recursos del Estado se inviertan de manera ineficiente. La meta única es castigar a los beneficiarios de las reformas estructurales de Peña Nieto e impedir que los millonarios locales e internacionales tomen parte de un nuevo jugoso negocio.
No tengo duda de que la acumulación de riqueza en unas cuantas manos es uno de los grandes problemas de México. El Gobierno debe detenerla. Pero debe hacerlo con políticas que le quiten a los de arriba, para darles a los de abajo. Solo no darle a los de arriba no es suficiente.
Aún más interesante es el hecho de que, al parecer, algunos de los colaboradores más cercanos de López Obrador han utilizado esta afición del presidente por las vendettas para mantenerse a su lado.
No puedo dejar de pensar en Hugo López-Gatell, encargado del manejo de la pandemia, quien en una entrevista comentó que una preocupación que surgió cuando comenzó la pandemia en 2020 era que, en situaciones similares, la iniciativa privada terminaba “haciendo negocios, vendiendo pruebas rápidas”. Esta Administración, explicó, evitó esos fines “muy nefastos”. Es decir, todo parece indicar que restringir el número de pruebas fue una política en parte motivada por evitar que las farmacéuticas se enriqueciera proveyendo soluciones médicas. Sobre todo porque, pensaba el equipo más cercano del obradorismo, las pruebas no eran necesarias. Para López Obrador y sus fantasmas, la vendetta contra las farmacéuticas era oro molido.
La cara más evidente de la gran vendetta, sin embargo, no es el aeropuerto, la política energética o el manejo de la pandemia, es lo electoral.
El ejemplo más claro es la elección a gobernador de Nuevo León. Hace unos días la Fiscalía General de la República (FGR) inició una indagatoria contra los dos candidatos punteros del Estado. Algunos han interpretado esta estrategia como una jugada electoral para darle ventaja a Morena en el Estado. No es así. La verdad es más simple. Su acción es una simple y llana vendetta.
De hecho, López Obrador sabe que las investigaciones de la FGR probablemente le restarán votos a Morena porque serán interpretadas como una injerencia desde el centro. Eso no importa. Lo que importa es más personal. López Obrador busca que los candidatos apoyados por los grupos empresariales de Nuevo León queden evidenciados por corruptos. La vendetta es contra quienes hace 15 años financiaron una campaña negra en su contra. Lo que deja tranquilo a López Obrador es que se sepa que el Grupo Monterrey es corrupto y así se le recuerde.
Obviamente no podría haber vendettas políticas en contra de quien no cometiera crímenes, y el gran problema de la oposición es que están rodeados de candidatos de reputaciones cuestionables. Aun así, me parece que el presidente podría utilizar mejor sus herramientas para causar un mayor impacto social e incluso, un mayor daño a los corruptos.
Un mejor obradorismo
Un mejor obradorismo requiere de menos pasión y de más cabeza. Más allá de jugar a las fuercitas con los grupos empresariales, López Obrador debería usar su poder para imponer de manera rápida y eficiente una reforma fiscal progresiva donde se pagaran impuestos a la riqueza y a la herencia. Es decir, una política pública completamente impersonal donde el Estado redujera desigualdades. Y donde los afectados no fueran ciertos empresarios, con nombre y apellido, sino cualquier persona que ha acumulado riqueza muy por encima del resto. Un simple y llano golpe de timón contra la desigualdad.
La política debe tener miras más altas. Ponerle el pie a los candidatos favoritos del Consejo Coordinador Empresarial, erradicar los negocios de peñanietismo e impedir que los empresarios se enriquezcan es una forma demasiado pequeña de hacer política. Logra demasiado poco.
El presidente debería comenzar a enfocar sus esfuerzos políticos en transformaciones de largo aliento. De hecho, los más grandes éxitos del obradorismo han sucedido justo cuando el presidente ha usado su mayoría para implementar cambios institucionales y legales profundos. Así, con López Obrador, México ha logrado subir el salario mínimo, aprobar una reforma laboral histórica, regular el outsourcing, cobrar deudas fiscales a las grandes empresas y ampliar programas sociales.
El obradorismo debe dejar la revancha y abrazar la construcción. No con el comité-de-intereses-enquistados. Ellos no tienen remedio. Si no con nuevas generaciones. El obradorismo podría convertirse en un semillero de talento político que le dé visibilidad a una nueva generación de políticos jóvenes que puedan extender y continuar el legado social de López Obrador.
Asimismo, sería importante apoyar la profesionalización política de los Estados, el área de Gobierno donde se jugarán las contiendas electorales más importantes en el futuro cercano. Un mejor López Obrador debería ver más allá de sus agravios.
A veces me imagino lo que ha enfrentado López Obrador. Pasar años visitando los pueblos más pobres de México y comprender de primera mano cómo se gestan esas desigualdades. Imagino la impotencia y el enojo que se gestaron en él cuando vio eso, y cuando observó a los hombres del dinero ignorar sus privilegios. Ser un líder requiere poder ver eso y saber que tu éxito depende de que actúes en favor de los desposeídos, pero con la cabeza muy fría. Eso es lo que no ha podido hacer López Obrador.
Y por ello ha desperdiciado parte de su sexenio en convertir la arena política en una lucha de mezquindades y de agravios personales. Su dolor se trasformó en lo que juró vencer: un Gobierno al servicio de unos pocos. En este caso, un Gobierno al servicio de unos pocos agravios que tiene López Obrador.
La política es una sopa que se debe tomar fría. Es momento de que el obradorismo lo entienda.
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