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Estar sin Estar
Columna
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Disuelto despacio

No soy más que el personaje ocasional de un cuento interminable que no llega a novela y que se pierde de tarde en tarde por Madrid en busca de una historia que logre cuajar en destino

Jorge F. Hernández
Una ilustración de Jorge F. Hernández.EL PAÍS

Se fue disolviendo lentamente, Gran Vía hacia arriba. Lo fui siguiendo desde Cibeles creyendo que era un holograma de mí mismo, aunque engañaba su camisa sin cuello (de las que se usaban con almidonados agregados para amarrar la corbata de moño) y durante un rato se apoyaba en bastón con mango de plata pura. Conforme se esfumaba, se perdió no solo el báculo sino la mano y parte del brazo diestro y sobre la llanura que se extiende como acera entre la red de San Luis y la plaza de Callao, me pareció que revolotearon las páginas de los libros en el escaparate de una librería y se alzaron las faldas de dos azafatas desempleadas con el paso de la brisa inverificable del hombre disuelto.

Lo seguí hasta bajar por callejones sin nombre que poco a poco se fueron perdiendo en una neblina de sepia y olores de aceite hirviente. Creí que acabaría abordándolo tras bambalinas entre los telones del Teatro Real, pero el espejismo prefirió sentarse en una banca mirando hacia el palacio y sin acercarme pude escuchar su sólido soliloquio elevarse en tanto se disolvía lentamente en el aire toda su figura de espanto: hablaba de una mujer inclasificable y de unos poemas en rumano que él mismo tradujo sin fin ni provecho; evocó la conversación hostil con dos editores franceses que le censuraron su primer libro y parecía cantar una melodía melancólica si no fuera que todo ello se confundía con la coquetería inasible de un par de pájaros enamorados que se peleaban por un mendrugo de pan ácimo.

Disuelto despacio, el hombre sin biografía quedó reflejado como un charco de agua salada sobre una banca caliza y me vi obligado a intentar relatarlo en papel. Saqué la libreta y empecé por dibujarlo, pedí un café en el local de la esquina y dejé que droga se filtrara como agua caliente desde mi paladar hasta la boca del estómago, leyéndolo al tiempo que lo narraba como si reprodujera los exactos pasos que dimos ambos desde Cibeles atravesando Madrid y en un cambio de página, entre párrafos insulsos, se animó el camarero a indicarme que la dama de la mesa del fondo me invitaba un brebaje verde en su mesa de mármol.

Me acerqué justificándome abstemio y sustituyendo la pócima por un té igual de verde y fue entonces que la dama empezó por explicarme lo que no pudo mi propia prosa: “Lo inventé de madrugada y pensaba regalarle la resolución de un crimen horroroso. Es mi personaje favorito y –aunque lo tengo bien descrito en siete novelas—hay días en que se disuelve despacio y no logro cuajarle una página digna. Si gusta, lo invito a mi estudio aquí mismo en Bailén número 15 y le regalo las primeras ediciones de sus aventuras, de trama bien atada y personajes entrañables, de escenarios en sepia y diálogos apasionantes no exentos de intriga”.

Se cumplía en más anhelado de mis sueños y sentí como obligación pedir al camarero que me cobrara… y allí, la Dama soltó la carcajada que me marea hasta este instante en que no sé cómo escribir –ni si será legible o creíble— que se comunicó por primera vez en décadas que no soy más que el personaje ocasional de un cuento interminable que no llega a novela y que se pierde de tarde en tarde por Madrid en busca de una historia que logre cuajar en destino.

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