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Pensándolo bien
Columna
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Trumpicones, una democracia en apuros

Más allá del resultado de las elecciones presidenciales en EE UU, un primer balance es que el ‘bad hombre’ tiene más amigos de los que se le atribuían

Jorge Zepeda Patterson
Manifestantes protestan este miércoles en San Antonio, un día después de las elecciones presidenciales en EE UU.
Manifestantes protestan este miércoles en San Antonio, un día después de las elecciones presidenciales en EE UU.Eric Gay (AP)

Más allá del resultado que arrojen las elecciones en Estados Unidos —algo que probablemente sabremos hasta el fin de semana y eso si es que el asunto no termina en tribunales—, un primer balance es que el bad hombre tiene más amigos de los que se le atribuían. Como todo villano que se respete, al final de la película y cuando ya lo creíamos muerto, regresa para asestarnos un último susto o algo peor.

Los pronósticos de un triunfo razonablemente holgado de Joe Biden, el opositor demócrata, han fallado pese a la unanimidad de las encuestas y los especialistas. Una primera víctima de esta jornada electoral, me parece, es la industria del sondeo. O las metodologías y técnicas de levantamiento ya no son confiables en la era de las redes sociales o las simpatías por Trump son a tal punto vergonzantes para una parte de los ciudadanos que solo se atreven a expresarse en la intimidad de una boleta electoral. Tal podría ser el caso, por ejemplo, del voto latino a favor del “enemigo de los hispanos”, alrededor de un 30%. Y no solo se trata de la población de origen cubano, que por razones específicas siempre se ha inclinado por los republicanos.

Ahora también lo han hecho muchos otros latinos de Texas, de las carolinas y del medio oeste en general. Algo que parecería inexplicable considerando la animadversión de Trump a los paisanos y la promesa de Biden de legalizar a 11 millones de inmigrados, actualmente en situación precaria. Pero las tinieblas que anidan en el corazón de los seres humanos son insondables. Los hispanos de tercera generación ya no quieren seguir siendo asociados con los recién llegados, pobres y con baja escolaridad, y dan por sentado que la disminución del flujo migratorio favorecería su integración definitiva a la comunidad anglosajona. ¿Por qué no habrían de votar por Trump, aun cuando no deseen confesarlo en una encuesta?

El presidente de piel naranja ha sido asociado con el voto de la población blanca, pero no con el de los segmentos con mayor escolaridad; votar por Trump, un hombre identificado con el exceso, la irresponsabilidad, el arrebato y las mentiras resulta poco glamuroso en determinados estratos, y sin embargo muchos de sus miembros podrían sentirse atraídos por el lenguaje de macho alfa, bravucón y pendenciero, aun cuando no se atrevan a declararlo. Votar por Trump para algunos de estos ciudadanos es el placer culposo, la película de Chuck Norris que se ve en la televisión por la noche y no se presume al día siguiente.

Pero más importante aún que la crítica a las empresas encuestadoras y su incapacidad de predecir el voto, la jornada arroja enormes dudas sobre la legitimidad, en última instancia, del sacrosanto mito de la democracia electoral. ¿Cómo es posible que un mentiroso patológico, irresponsable y pendenciero haya convencido a 70 millones de ciudadanos de votar por él? En 2016 pudimos aducir que Trump había sorprendido a un votante cargado de resentimientos en contra del status quo político, ciudadanos que habrían “pagado por ver” la posibilidad de que un empresario exitoso fuese la respuesta para restablecer el brillo de la mítica América. Pero cuatro años después resulta imposible mantener ese argumento. Los abusos y mentiras de Trump están a la vista; su gestión no arrojó la prometida prosperidad, ni America First detuvo el encumbramiento de China. No obstante, la mitad del electorado quiere más de lo mismo un segundo periodo.

¿Qué pensar de un sistema democrático capaz de entregarse a un antidemócrata conspicuo y estridente? Peor aún, ¿sabiendo que Trump es todo eso sin que ello les importe?

Parecería que los valores que rigen la conversación pública en las redes sociales y en la blogosfera se han extendido a otros aspectos de la vida pública, notoriamente el mercado político. Un buleador que hace trizas las reglas de un debate presidencial televisado, como lo hizo Trump en esta campaña, habría excavado su propia tumba hace 10 años cuando había que presumir mesura, sentido de responsabilidad, autocontrol y civilidad. Hoy son atributos en desuso. Lo que ahora rige son exactamente los mismos criterios que determinan el éxito en el mundo virtual: la virulencia, la descalificación, la burla, el atropello, los prejuicios y el saboteo intelectual del rival.

Al momento de cerrar esta columna, las tendencias en Michigan, Nevada y Arizona favorecen a Biden por una precaria pestaña; necesita los tres Estados para ganar por las justas. Probablemente lo consiga. Pero eso no podrá borrar el hecho de que Estados Unidos es una nación dividida en dos mitades apasionadas, enconadas y, por el momento, irreconciliables. E incluso peor, con un sistema democrático agotado que, lejos de subsanar el entrampamiento, ha terminado profundizándolo. La boleta lo dice todo: a esa anomalía inconcebible que es Donald Trump lo único que la mitad supuestamente responsable pudo generar es Joe Biden, un hombre cuya principal virtud, si no la única, es que no es Trump.

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