Un truco de sustitución
La escasa credibilidad y el desdén que genera en los ciudadanos tanto mal periodismo es invocado por políticos de todos los colores para manchar al periodismo de verdad
Leo una nota, en un diario de gran tiraje y altas cifras de navegación en red, que se basa en nada. Explico la nulidad: la fuente de las quejas que presenta es un rumor y tres tuits de personajes con nombres como @LaGarnachaAtómica o @juxpa09876 que podrían, perfectamente, ser falsos (no lo sabemos, puesto que se consignan sin haber pasado antes por un mínimo filtro de veracidad). La información, en realidad, parece un golpe político que el medio, por interés, tontería o docilidad, se prestó a difundir.
Y, a continuación, me topo con otra nota en la que sí hay fuentes, es decir, personas reales, pero a las que el medio no llegó a entrevistar ni por error: el diario se limita a enumerar las publicaciones en redes en torno a un asunto dado, bajo el aburrido método de redactar así: “Fulano, en su cuenta, dijo tal cosa, pero Perengano acotó luego, en su propia cuenta, que…”. Ya saben: unas de esas notas perezosas en las que la falta de tensión informativa suele suplirse con frases incendiarias del tipo de “arden las redes”.
Allí hay dos pecados que un medio no debería consentirse: el primero es jugar en el filo de la mentira, al publicar acusaciones que provienen de fuentes dudosas o que, de plano, no tienen atribución y caen en el campo minado del “se dice que” o “se ha llegado a rumorear”. El otro pecado es la holganzanería y la prisa, porque da menos trabajo copiar y pegar unos tuits que buscar a los implicados y hacerles una entrevista en forma. Ambos, en todo caso, son síntomas de la crisis por la que atraviesa, desde hace años, el periodismo. Si los medios le apuestan a hacer argüende y a ser la caja de resonancia de cualquier vociferación sin corroborar, antes que a indagar a profundidad y con visión crítica, mal estamos.
Y esto sucede porque los medios, decía, llevan años hundidos en una crisis que no solo es económica y de “modelo de negocios” (la digitalidad ya hace tiempo que se comió al papel, el streaming noqueó a la televisión abierta y los podcast han arrinconado a la radio). También es una crisis de identidad. La cantidad de información se ha multiplicado hasta la locura mientras su profundidad, pertinencia y enfoque disminuían a mínimos. La consecuencia directa es paradójica: mucha gente navega en un mar de noticias incesantes, contradictorias, superficiales y mal jerarquizadas, envueltas para consumirse velozmente y para generar clics al por mayor. Pero esa misma gente, porque no es tan idiota como algunos medios e “influencers” quisieran creer, desconfía y se ríe de la ineptitud y las abundantes pifias mediáticas de cada día.
Y esto ha sido aprovechado por el poder político en todas partes. La escasa credibilidad y el desdén que genera en los ciudadanos tanto mal periodismo es invocado por políticos de todos los colores para manchar al periodismo de verdad, el crítico y el de investigación, el que articula y averigua asuntos que los ponen en entredicho. Cada vez que un poderoso se queja de la prensa y su ataque encuentra eco, grande o pequeño, en la sociedad, está llevando a cabo un truco de sustitución: le está diciendo a la gente que el reportaje bien cimentado que lo cuestiona es, en realidad, una de esas notas infundadas, desenfocadas y al vapor que tanto se ven, a diestra y siniestra. Y el público, fascinado pero harto a la vez de ese mal periodismo, a veces no tiene empacho en condenar, por contagio, al bueno que aún se hace. Y mientras los medios se presten a emitir tanta información-basura, sin fuentes o sin trabajo ni criterio, ese ardid seguirá teniendo éxito.
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