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Columna
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Eterna injusticia con el gatopardo

No es la novela, sino la idea errónea que nos hemos hecho de él: alguien que se camufla para que los cambios le resulten favorables o para que los cambios no lo cambien a él ni a su entorno

Rodaje de 'El gatopardo' de Luchino Visconti.
Rodaje de 'El gatopardo' de Luchino Visconti.
Emiliano Monge

Quizá no exista un mejor ejemplo de las tensiones entre la forma y el fondo, de las relaciones elásticas pero irrompibles entre la estética y la moral que habitan al interior de una obra, que El Gatopardo.

Rechazada por varias editoriales —Mondadori culpó a un lector de manuscritos, mientras Einaudi, en la carta que envió al autor, aseveró que, aunque era una novela seria y honesta, no dejaba de ser lenta y común, llena de estereotipos—, la obra de Tomasi di Lampedusa se convirtió, desde el comienzo, en un desafío.

Ya lo sabemos: los escritores, como sucede con los artistas y músicos, alcanzan las grandes innovaciones, sean en el campo de la épica, en el de la lírica o en ambos a un mismo tiempo —promoviendo la cópula entre asuntos que a veces se cree que no deben mezclarse— mucho antes que los editores, los académicos o los críticos —las primeras reseñas de El Gatopardo no diferían de los argumentos de Einaudi—.

No quiero, sin embargo, atacar innecesariamente —o no solo— a quienes he señalado: también el grueso de los escritores que compartían época con Lampedusa, así como la mayoría de los lectores que se acercaron a la novela en un primer momento, reaccionaron con desconfianza, incredulidad y, sobre todo, extravío ante esa historia que buscaba atrapar, como hace el ámbar con los insectos, los signos y las manifestaciones de algo tan imprevisto como inevitable: los cambios de época.

Un objetivo tan ambicioso como el del autor palermitano —antes de cumplir los sesenta años y tras una vida marcada por la lectura pero no por la escritura—, lo llevó a ser, él, quien quedaría atrapado en el ámbar. Y es que El Gatopardo, además de consagrar un cambió de época, es esa persecución y es esa búsqueda en tiempo real: cada vez que uno se pierde entre sus palabras, sin importar cuándo lo haga, las formas se transforman y nos transgreden, como sucede con la moral de la obra.

No es extraño, por esto, que así como en su momento y durante los años posteriores a su publicación —suceso que debemos agradecer a la tozudez de Elena Croce, hija del famoso historiador, así como a la terquedad del escritor Giorgio Bassani, a quien Giangiacomo Feltrinelli contratara como editor— El Gatopardo fue acusado de ser un libro de izquierdas, por la derecha, y de ser un libro de derechas, por la izquierda, al tiempo que era señalada como una obra decimonónica, por los modernos, y como una obra moderna, por los decimonónicos, durante los siguientes sesenta años, continuara arrastrando y generando esas mismas confusiones.

Y es que aún hoy la lectura del libro de Lampedusa depara, entre lectores avezados, entre editores y críticos orgullosos de sí mismos y entre escritores —no sólo aquellos que yacen atrapados en el pasado o aquellos que se aferran al presente como si éste existiera, también aquellos que se complacen en el onanismo, más cabalístico que literario, que asevera "yo soy el futuro"—, demasiadas confusiones, porque demasiadas son sus incógnitas y demasiadas sus innovaciones —éstas serían, para colmo, muchas más si el manuscrito que conocemos fuera el que dejó su autor y no el que tanto se ha manoseado: en la versión de Lampedusa había, por ejemplo, largos fragmentos en verso, así como un pasaje en el que la historia era contada por un coro de voces—.

Ahora bien, más allá de todo lo que El Gatopardo nos sigue enseñando en materia de técnica: una nueva forma para la literatura fragmentaria; un arco distinto para la elipsis, o una arquitectura en la cual, en el horizonte, no está la intuición sino la evocación, y más allá, también, de todo lo que nos sigue enseñando en cuanto a la forma y al fondo como una sola materia: la posibilidad de escribir en torno a un vacío, en lugar de hacerlo siempre en torno a un hecho; la capacidad que tienen los silencios de iluminar, como el relámpago de Benjamin, aquello que para las palabras es sólo intuición, o la idea de que los sucesos no deben subrayar nunca una idea, sino que deben tacharla, quiero abundar en lo que la obra nos sigue enseñando en materia de fondo.

Hablar, pues, de aquello que la novela de Lampedusa sigue y seguirá diciendo —quizá para siempre, como hacen las obras mayores— sobre la moral de una época y la de una obra—: la moral como idea monolítica no existe, porque toda época se erige sobre diversas morales, así como toda obra debe reposar, a su vez, sobre morales distintas—. Trataré, para ser lo más claro posible, de escarbar en esta idea, a través de una frase que incluso quienes nunca han leído El Gatopardo identifican: "si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie", asevera Tancredi, el sobrinazo de Don Fabrizio, príncipe de Salina y protagonista del libro, hacia el comienzo de éste.

Y es que es en torno de esta frase, de lo que dice literalmente pero, sobre todo, de lo que esconde, que la obra crece, se complejiza y deja de ser una simple novela histórica para volverse una novela en la historia: once palabras son suficientes para que Lampedusa inserte en su gota de ámbar tanto la moral que sostuvo el pasado del reino como aquella que parece prometer un futuro distinto y esa otra que define un presente inmutable, al tiempo que desnuda las diversas morales de los personajes del libro: la certeza de Tancredi, al final, es la inquietud de Don Fabrizio y el espejo de Garibaldi.

En este sentido, la moral de Tancredi, que busca legitimar el engaño como suceso revolucionario y que ha confundido a tantos lectores, suscitando lecturas erróneas y aseveraciones vacías, se enfrenta con la moral de Don Fabrizio, que, en aquella frase citada, en lugar de envolver el engaño, envuelve el sinsentido: en la historia no existen los cortes de caja, porque no existe el progreso, tanto como se enfrenta a la de aquellos que se niegan al cambio y a la de aquellos que lo anhelan.

El gatopardo, ya no la novela, sino la idea que nos hemos hecho de un gatopardo —alguien que se camufla para que los cambios le resulten favorables o para que los cambios no lo cambien a él ni a su entorno—, es total y radicalmente injusta. Porque no es el gatopardo, sino Tancredi —y otros como él—, quien actúa en nombre de esa moral oportunista y mutable. Tancredista, deberíamos decir, en lugar de gatopardista.

Don Fabrizio, el gatopardo, es lo opuesto al tancredista, pues al negar su adhesión a los cambios, niega la necesidad de fingirlos: para él, el cambio sólo sucede en la superficie, pues el fondo siempre es el mismo. En uno de los sonetos que quedarían fuera de la novela, escribe: "Pero no. Por un pequeño desagüe / secreto se dispersa el bien guardado; / inútil fluye y solo un vano y necio / brillo en la grava lo delata".

Después continúa: "Lento baja el nivel y va mostrando / todo lo que de sucio, letal y viscoso / hay en el fondo: cieno, vermes y espasmo". Don Fabrizio es un estoico, lo opuesto, pues, de su sobrino acomodaticio. Uno es la piel —aquella cuyo camuflaje sirvió a las confusiones, aunque nunca se hable de esta— y el otro es la bestia atrapada debajo —cuyo temple y fiereza, a pesar de ser señalada, ha sido obviada por tantos—.

En otro fragmento que tampoco figura en la novela, Lampedusa expone a los tancredistas, esos "militantes de la muy rentable franja de la extrema izquierda de la extrema derecha", asevera, para luego poner como ejemplo a los nobles reconvertidos en diputados y a los nuevos administradores, que prometen "improbables edificios escolares y bandos que anuncian no menos ficticias alcantarillas".

Y ahora, resulta la injusticia que se ha cometido contra el gatopardo, quizá valga la pena poner algunos ejemplos de tancredismo, para reafirmar esta figura a partir de hoy y para siempre: ¿se acuerdan de los empresarios que apoyaron el desafuero y acabaron, catorce años después, cenando con AMLO y con Trump? Pues esos son tancredistas.

Como también son tancredistas —igual que aquellos poetas que cantaban al rey con la misma emoción que "al barbudo Vulcano"—, esos intelectuales que firman desplegados en nombre de una democracia cuyo objetivo es que todo sea como es.

Para los tancredistas, para su moral, los cambios y las transformaciones “no son más que un paliativo que prometa durar otros cien años”.

La moral de Don Fabrizio, en cambio, asevera: "la felicidad es perseguir un objetivo, aunque no lo alcancemos".

Por eso Don Fabrizio también asegura: “sólo tenemos derecho a odiar lo que es eterno”.

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