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Tribuna
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De pena ajena y autoritarismo propio

Cuando alguien tiene la certeza inmutable de que su proyecto es el único que puede redimir al país, la democracia corre el peligro de atrofiarse

López Obrador, en una conferencia en el Palacio Nacional el pasado 13 de julio.
López Obrador, en una conferencia en el Palacio Nacional el pasado 13 de julio.Marco Ugarte (AP)

El presidente Andrés Manuel López Obrador evade el debate sobre su autoritarismo. Ante la crítica a su concentración del poder, no se defiende con argumentos sino con descalificaciones. Y se proyecta: enojado, transfiere su “bendito coraje” (por más que recurre a ironías humorísticas no puede disimular su ira); nostálgico, endosa su visión de pasado (en sus diatribas mañaneras nunca trasciende el periodo neoliberal y evoca con admiración la etapa de 1934 a 1982, cuando también imperó el presidencialismo ilimitado, el partido hegemónico, el corporativismo, el clientelismo y la corrupción); desinhibido, traspasa su desenmascaramiento (ya sin su máscara de jefe de Estado, descubierto su rostro de jefe de campaña, se le escapa la admisión implícita de la existencia de un arreglo con Emilio Lozoya para incriminar a legisladores de oposición con obvios fines electorales).

Recapitulemos. Desde 2012 yo denuncié una y otra vez en medios y redes que Peña Nieto emprendería una restauración autoritaria en México, y en 2016 contribuí desde la Presidencia del PRD a asestar al PRI su peor derrota en la historia de las elecciones estatales, y con ello a socavar el proceso restaurador. Dejo eso en el registro anecdótico de supuestas añoranzas y paso a lo importante. No hay paraíso perdido ni retorno que valga, pero ver al futuro no presupone ignorar los avances de nuestra precaria democracia. La LVII Legislatura hizo de la Cámara de Diputados un contrapeso al Ejecutivo, por ejemplo, y el IFE (luego INE) puso fin al control de las elecciones por parte del régimen (vía la CFE, presidida por el secretario de Gobernación en turno), y eso se debe mantener. Por eso, porque AMLO es el líder de un movimiento, no puede ser el guardián de las elecciones. Él quiere que ganen Morena y sus aliados y considera catastrófico el triunfo de cualquier opositor. No puede ser imparcial. Justamente para evitar esa injerencia indebida de una Presidencia militante se ciudadanizó el órgano electoral.

Ahora bien, si Peña empezó a restaurar el viejo autoritarismo en el sexenio anterior, AMLO lo continuó. Aunque sus tácticas para allanar instituciones capaces de acotarlos son contrastantes -uno las enriqueció para cooptarlas, el otro las empobrece para desactivarlas-, ambas tienen el mismo efecto. Es insano que el único contrapeso del presidente de México sea el presidente de Estados Unidos. Revisemos la actuación de AMLO. ¿Cómo se le puede llamar quien exige a los mexicanos estar con él o contra él, tacha de corruptos a cuantos discrepan de sus posturas, avala la construcción tramposa de mayorías en el Congreso y presiona a la Corte para que no falle en contra de la 4T, asfixia presupuestalmente a los órganos autónomos y provoca la salida de sus titulares que no coinciden con sus planes, centraliza el mando, aprieta todo lo que puede a los gobernadores de partidos de oposición, estigmatiza como “conservadores” a los medios que lo critican y no apoyan la 4T? Puede ponérsele cualquier nombre, menos demócrata. Cierto, nos falta un buen trecho por recorrer en el camino democratizador, pero él va en reversa.

El poderío de López Obrador es excesivo. Podría defenderse alegando que la democracia “burguesa” no sirve, o que para implantar la transformación tiene que obviar equilibrios, o que esos límites se crearon para impedir los abusos de presidentes sinvergüenzas y que con él son estorbos innecesarios al progreso. Lo que no veo es cómo pueda negar su pulsión autocrática sin incurrir en la deshonestidad política e intelectual que atribuye a sus críticos, y menos refutar, desde la perspectiva de la teoría democrática clásica, la conveniencia de dividir para equilibrar. Y no tiene que ir tan lejos: basta el sentido común para darse cuenta de que no es saludable para la sociedad que una sola persona concentre tanto poder, porque existen tanto la tentación de abusar de él como el riesgo de que cometa errores y de que sus decisiones, que son trascendentales y prácticamente no pasan por ningún tamiz, dañen al país (como ha ocurrido). Sí, él cree que es inmune a ambas cosas, y por eso debe aplicarse la frase de Terencio que suele citar: es hombre y nada de lo humano le es ajeno.

He aquí el meollo del problema: diga lo que diga, López Obrador cree fervientemente ser poseedor de la verdad absoluta. Acepta que hay otra visión —solo una más—, apretuja a empellones en la bartolina conceptual del “conservadurismo” a un amplio espectro que va del neoliberalismo hasta la socialdemocracia y juzga a esa otredad como representante de la corrupción, la hipocresía y los privilegios ilegítimos. Ese es su concepto binario de la pluralidad: los buenos que comulgan con la 4T y los malos que disentimos. No reconoce calidad ética alguna en el universo disidente, y por eso asume que quien se oponga a ella —incluido aquel que rechace una refinería o un tren o un aeropuerto— es un corrupto o un títere y está moralmente derrotado (ojo: el opositor no solo está equivocado: es inmoral). Solo él y quienes acaten a pie juntillas todos y cada uno de los puntos de su credo y de su agenda representan al “pueblo”. La simplificación no es mía, es de López Obrador, y sus consecuencias afectan a los mexicanos. Cuando alguien tiene la certeza inmutable de que su proyecto es el único que puede redimir al país, cuando no tiene la menor duda de que la llegada a la Presidencia de sus adversarios sería una tragedia nacional, la democracia corre el peligro de atrofiarse.

El tema de los contrapesos va más allá de lo legal: es primordialmente político. El poder, por su naturaleza, no es comedido: es expansivo, y tiende a ejercerse hasta el límite de lo contraproducente. Si las instituciones no tienen solidez para hacer contraproducentes los excesos en su ejercicio, el deber de hacerlo recae a fin de cuentas en la ciudadanía y su mejor arma: el voto.

Agustín Basave es politólogo.Twitter: @abasave

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