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El legado de Luisa Josefina Hernández se resiste al olvido

Dedicó su vida a revolucionar el teatro en México. Fue maestra de generaciones de actores y dramaturgos, investigadora y novelista con una vasta obra, que tras su fallecimiento rompe las cadenas del silencio

Carlos S. Maldonado
La dramaturga mexicana Luisa Josefina Hernández
La dramaturga mexicana Luisa Josefina Hernández, en una imagen de archivo.@catedrabergman (RR.SS.)

David Gaitán tomaba su coche y conducía hasta Cuernavaca, esa ciudad de clima primaveral localizada a hora y media de distancia de la caótica Ciudad de México y que es refugio de escritores y artistas, para recibir clases muy especiales. Corría el año 2006 y para él, estudiante de teatro, ese era el día más importante de la semana, porque allá lo esperaba su abuela, la dramaturga Luisa Josefina Hernández, quien lo recibía con un pan dulce delicioso y la clase de teatro lista. “Nos sentábamos en su sala, yo con mi cuaderno, a hablar de lo que me había mandado a leer, a decirle lo que entendía y lo que no. Ella me escuchaba, me explicaba lo que yo había sentido con la lectura, me enseñaba el mundo a partir de sus clases”, comenta Gaitán, actor y dramaturgo, sobre aquellos encuentros con su abuela, fallecida el pasado miércoles a los 94 años.

Era un privilegio recibir clases particulares al lado de uno de los nombres más importantes de la dramaturgia mexicana, una mujer que dedicó su vida al teatro, a revolucionarlo, a formar a generaciones de actores y dramaturgos, a investigar y escribir novelas y ensayos, a crear una vasta obra que, sin embargo, como ha ocurrido con muchas creadoras, fue olvidándose poco a poco, hasta que, en el caso de sus novelas, se perdieron en el abandono. Sin editores interesados en ellas. Sin lectores que se sumergieran en su mundo dramático. Y ha sido irónicamente el silencio que le ha impuesto su muerte lo que ha llevado de nuevo el nombre de Luisa Josefina Hernández (Ciudad de México, 1928) al boca a boca, a las crónicas de los diarios, a buscar sus textos, a rescatar un legado que ahora se resiste al olvido.

Ese legado del que se alimentó directamente Gaitán en aquellos encuentros de Cuernavaca. “Una vez que entré a la escuela de teatro, le pedí que me diera clases en su casa y aceptó, para mi felicidad. Estuve un par de años viajando a Cuernavaca para tomar la clase con ella. Cuando notó que me interesaba escribir y la dramaturgia recuerdo que me dijo: ‘David, lo que tienes que saber es que cuando uno escribe algo debe escribir cosas importantes, porque si no es importante, no vale la pena escribirlo’. Es una de esas máximas que te puede inhibir o te puede formar. Es una premisa complicada de satisfacer. A la distancia, celebro que esa premisa me haya sacudido como lo hizo en su momento”, explica.

Este recuerdo es una muestra de la importancia que tenía para Hernández la enseñanza. Por sus clases pasó toda una generación de creadores que ahora la idolatran y que son los depositarios de una tradición que sigue viva y que ha dotado al teatro mexicano de calidad y belleza. “Su muerte es un cisma”, dice su nieto. “Las generaciones que pasaron por las aulas de mi abuela son las que desde hace un par de décadas están a la cabeza de publicaciones importantes, dirigiendo obras, las que llevan las riendas de la comunidad teatral. Es gente que tiene historias con ella, que defiende haberse formado con ella, que trabaja en función de lo que ella planteó. Con la partida se va un icono de la docencia muy poderoso”, explica Gaitán.

Se trata de un vínculo muy fuerte, agrega, porque para Luisa Josefina Hernández la docencia era su vida. “Se definía como maestra y después era todo lo demás. Tenía mucha claridad y rigor para enseñar cómo funcionan ciertas pulsiones creativas, académicas. Ella organizó una teoría dramática que se sigue estudiando”, afirma Gaitán. Es una forma de hacer teatro centrada en la necesidad de reinventar la escena mexicana, de romper con cánones tradicionales y estereotipos, de buscar una nueva forma creativa desde el rigor y la honestidad intelectual. “Su obra es una escuela en sí misma, testigo riguroso de su propia teoría. Es un corpus que es testigo de una época, de una idiosincrasia, que recoge ese mundo de los años 50 a los 80, que era un teatro que buscaba reinventar la escena mexicana”, comenta Gaitán.

Luisa Josefina Hernández escribió más de 60 piezas teatrales y su producción literaria incluye, además, 17 novelas, 10 traducciones, varios prólogos y ensayos sobre la historia del arte. Hernández recibió varios importantes reconocimientos a lo largo de su carrera, entre ellos el Premio Xavier Villaurrutia, en 1982; el Nacional de Teatro Juan Ruiz de Alarcón, en 2000; el Nacional de Ciencias y Artes, en el área de Literatura y Lingüística, en 2002, además de la Medalla de Oro Bellas Artes, en 2006. “Fue una mujer de una inteligencia excepcional, de una curiosidad muy vital”, dice la dramaturga y guionista Verónica Bujeiro. “Su obra es excepcional, la maestría con la que escribía, su capacidad de crear un personaje en un par de líneas”, agrega Bujeiro. Si bien su producción teatral aún se estudia en las escuelas de teatro, sus novelas no corrieron con la misma suerte, muchas están descatalogadas y otras ediciones se han perdido. Ese abandono que no experimentó el trabajo de escritores con los que Hernández tuvo una estrecha relación, como Juan Rulfo o Jorge Ibargüengoitia. De ellos sí se habla. A ellos sí se les edita.

Ese olvido lo constató Ave Barrera, escritora, editora y traductora, a quien Bujeiro le recomendó que leyera El lugar donde crece la hierba, una de las novelas de Hernández. “Es difícil de conseguir”, le advirtió Bujeiro. “Me pareció natural que fuera un libro inconseguible y sentí curiosidad”, escribió Barrera. “Sabía que se trataba de una autora de medio siglo reconocida en el ámbito del teatro, pero ignoraba por completo que hubiera escrito novela, jamás había oído su nombre en boca de otros narradores”, contó la escritora.

Su sorpresa se quedó corta cuando se lazó a la búsqueda de la novela: nada, ni un rastro. Bujeiro le había comentado que la obra había sido editada hacía mucho tiempo por la Universidad Veracruzana, pero “ni en la editorial de la UV, ni en saldos, ni en las librerías de viejo” pudo encontrarla. “Por fin vine a dar con ella en un fondo reservado de la biblioteca de la Universidad Iberoamericana. Se trata de la edición de 1956 y el libro jamás había sido abierto, el pegamento del lomo se había cristalizado, el bloque de hojas color sepia estaba compacto y rígido, la ficha de préstamo estaba en blanco. La curiosidad se convirtió en tristeza, y la tristeza en un afán justiciero que me llevó a escribir una reseña de la novela y a decir a todo el mundo que la leyeran, que nos estábamos perdiendo de algo muy bueno”, recuerda Barrera en un prólogo que escribió sobre El lugar donde crece la hierba, para la Colección Vindictas, una iniciativa de la UNAM que pretende rescatar del olvido a escritoras cuyas obras han sido descatalogadas.

“Me gustó mucho acercarme a su obra”, dice Barrera en entrevista por teléfono. “Fue una gran creadora de personajes y, además, me parece que se atreve mucho, busca, es muy inquieta. Sus búsquedas son muy atinadas, libres, desde la honestidad para hallar nuevas maneras de expresar lo que quiere decir”, explica la escritora. Ese asombro frente a la obra de Hernández también se mezcló con indignación por el olvido en el que había caído. “Sus propuestas literarias son geniales, pero invisibilizadas por un canon que privilegiaba otras temas y propuestas. Esas propuestas resultaban incómodas al patriarcado, a ciertas maneras de pensar hegemónicas. Se trata de un silenciamiento por el hecho de ser mujeres”, explica.

Sumergida en el mundo de la docencia y la investigación, Luisa Josefina Hernández tampoco puso mucha atención a la promoción de su obra, a diferencia de muchos de sus colegas, siempre dispuestos a la autopromoción. “Ella valoraba mucho su tiempo, nunca fue amiga de la autodifusión, nunca escribió para los premios o trabajó para los jurados, nunca fue una artista que se preocupara por hacer lobby de su trabajo”, dice su nieto, David Gaitán. “Era libre para decidir en qué quería invertir su propio tiempo. Lo que mi abuela veía claramente era que, mientras ella verificara cierto cambio con lo que hacía, en el aula y teatro, ella se daba cuenta de que estaba en el camino correcto”, agrega.

Una posición que contrasta con las opiniones que la dramaturga tenía sobre la importancia de promocionar la producción literaria. Ella escribió en sus Memorias, como rescata Barrera en el prólogo de El lugar donde crece la hierba: “Pienso que en ciertos países el verdadero peligro es el olvido, por descuido de editoriales y de universidades. Con esto quiero decir que existe la obligación de proteger la cultura nacional, y esto significa hacerla llegar al prójimo y al mundo”. Suena este como un llamado de atención a los editores, un grito de alerta a los lectores, la exigencia de romper las cadenas del silencio y del olvido. “Tenemos que volcarnos a leerla”, pide Barrera. Es el mejor homenaje para la mujer que revolucionó el teatro mexicano.

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Sobre la firma

Carlos S. Maldonado
Redactor de la edición América del diario EL PAÍS. Durante once años se encargó de la cobertura de Nicaragua, desde Managua. Ahora, en la redacción de Ciudad de México, cubre la actualidad de Centroamérica y temas de educación y medio ambiente.

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