El carbón y los muertos de Coahuila
Los mismos apellidos se repiten en diferentes derrumbes: son los muertos de siempre, con diferente rostro. Más de 3.000 mineros en poco más de 100 años
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Sergio me dijo que el otro día, en la ducha, intentó respirar bajo el agua. Juntó sus manos como si fueran un cuenco, recogió las gotas y sumergió la nariz. No pudo. Creo que se echó a llorar. Quería sentir por lo que está pasando su hermano, averiguar si, por un extraño despiste de la ciencia y la lógica, un ser humano puede sobrevivir bajo el agua. Esa imposible probabilidad es para él un asunto de vida o muerte.
Sergio Martínez tiene 36 años y es de Sabinas, Coahuila. Su hermano, Jorge Luis Martínez, tiene 34 y lleva más de 15 días atrapado junto a otros nueve mineros bajo tierra en un pozo de carbón que se derrumbó por culpa de una inundación. No se sabe si están vivos o muertos. Sergio ha pasado todos estos días trabajando en los equipos de rescate, una labor ardua que apenas ha proporcionado avances por culpa del enorme volumen de agua que anega los túneles.
Esa imagen en la ducha, surrealista y desesperada, me pareció la mejor síntesis del momento por el que están pasando los familiares. Imagino que eso, al fin y al cabo, es la desesperación en su forma más pura: cuando la impotencia te hace abandonar toda lógica; cuando dejan de servirte las respuestas coherentes y buscas en lo absurdo, lo imposible, lo irreal.
Es algo cruel eso de perder la esperanza.
Coahuila es una tierra llena de agujeros. Los mineros describen el subsuelo de la región como un hormiguero, miles de galerías que se pierden y se cruzan en un laberinto imposible. Juan Rulfo escribiría algo sobre cómo en estos parajes los vivos y los muertos comparten las entrañas de la tierra. Pozos y minas, tumbas y cementerios. Aunque por aquí, a veces son la misma cosa.
Mi compañero, el fotógrafo Emilio Espejel, y yo, llegamos a Sabinas dos días después del derrumbe. La mina era un frenesí, movimiento por todos lados, medio centenar de mineros de la comunidad trabajando como rescatistas voluntarios, familias sentadas a la sombra de carpas de plástico esperando noticias de los obreros atrapados. Ese primer día se respiraba una fe ciega y contagiosa en que se podría salvar con vida a los 10 hombres. Sin embargo, la desesperanza ya empezaba a palparse, y en la primera crónica hablamos de impotencia y frustración.
Los días pasaron y yo pensaba que ya no me quedaban adjetivos para describir la situación, que decir desesperación ya era como decir nada, que no había palabras que pudieran ni siquiera aproximarse a lo que esas familias sentían. Nos fuimos dando cuenta gracias a las variaciones sutiles que empezaban a tener sus testimonios. Poco a poco, aunque fuera muy bajito, en un susurro, los parientes comenzaron a hablar más de recuperar cuerpos que de rescatar con vida. El gran terror es que los cadáveres se queden ahí abajo, como pasó en 2006 en Pasta de Conchos.
Lo más duro de todo era observar a cámara lenta cómo, a pesar de que cada día es un mazazo contra la esperanza, una rara fuerza de voluntad les impide desesperar del todo. Siempre hay algo a lo que aferrarse: un rumor, un pequeño avance, un recuerdo. Aunque las autoridades no ayudan. El flujo de información ha brillado por su ausencia, hasta el punto de que muchos familiares denunciaron que habían sido amenazados por hablar con la prensa. Amenazas a la misma gente que si pudiera escarbaría la tierra con sus propios dedos para salvar con vida a los 10 mineros. Amenazas a los parientes de las víctimas: sus madres, sus hermanos, sus esposas, sus padres, sus primas, sus tíos. Amenazas por parte de las mismas personas que prometen día a día que están de su parte.
Déjenme decirlo otra vez: amenazas a las mismas personas que están sufriendo en sus carnes la ausencia de una decena de hombres que pueden morir a cambio de un sueldo de 30 dólares al día.
Los mismos ojos ya han llorado antes estas lágrimas. En esta tierra que produce el 99% del carbón que compra la Comisión Federal de Electricidad (CFE) —un tema que López Obrador ha esquivado, a pesar de que el organismo es su apuesta clave para la reforma eléctrica—, los accidentes en las minas forman parte de la rutina laboral. Cada pueblo tiene su tragedia, su historia de pérdida. También sus milagros, como aquel hombre que se paseaba por el campamento asegurando que él sobrevivió siete días bajo el desplome de un pozo. Los mismos apellidos se repiten en diferentes derrumbes: son los muertos de siempre, con diferente rostro. Más de 3.000 mineros en poco más de 100 años.
La pobreza aquí aboca a las mujeres a las maquilas y a los hombres a los pozos, en trabajos sin las condiciones de seguridad más básicas, descendiendo al interior de las galerías en cubos atados a una cuerda. Un puñado de familias poseen las tierras y el resto, la inmensa mayoría, se dejan la vida en ellas para sobrevivir. Los caciques y la tierra, el poder y el carbón, el dinero manchado de sangre. Un cuento tan viejo como el mundo. Los responsables tienen nombres y apellidos, pero aquí da miedo decirlos en voz alta: son un terror en abstracto, una sombra camuflada a la que simplemente llaman “El Patrón”.
Han florecido los altares. Todos se encomiendan a Dios, le piden, le invocan, le ruegan. Yo no sé si Dios escucha. Nunca he sido creyente, pero cuando estaba allí pensaba que en momentos así quizá sea bueno serlo. A esas familias condenadas a una espera impotente, rezar, gritar al cielo, insultar a los culpables en un país de impunidad, es prácticamente lo único que les queda hacer. Aunque ahora, desde la distancia de Ciudad de México, pienso más bien que la miseria de una tierra puede medirse en el número de oraciones declamadas de madrugada a las puertas de un pozo de carbón.
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