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Los sueños rotos de Ángel Ignacio Rangel

En entrevista con EL PAÍS, los padres del muchacho asesinado a balazos por la Guardia Nacional en Guanajuato recuerdan su carácter emprendedor e idealista. A los 20 años, fabricaba artesanías de piel y estaba loco por las orquídeas

Norma Lucía Rangel Sánchez, madre del estudiante Ángel Yael Ignacio Rangel, sostiene una fotografía de su hijo asesinado en la colonia El Copal, Irapuato.
Norma Lucía Rangel Sánchez, madre del estudiante Ángel Yael Ignacio Rangel, sostiene una fotografía de su hijo asesinado en la colonia El Copal, Irapuato.Rodrigo Oropeza
Pablo Ferri

En el patio de una iglesia a media tarde, una madre y un padre luchan por defender un recuerdo, el de su propio hijo. “Ahora están manejando que estaban en una fiesta, en un convivio; que la Guardia Nacional les dio el alto, pero eso no es verdad”, dice la madre, Norma Rangel. Es la podredumbre del relato, rápida y certera como el sol del trópico. En apenas dos semanas, el ataque a balazos de la Guardia Nacional a un grupo de estudiantes en Guanajuato ha quedado en segundo plano, elevándose mientras tanto el debate sobre sus actividades.

La madre y el padre no acaban de entenderlo. Su hijo está muerto. Ángel Ignacio Rangel, de 20 años, lleva una semana enterrado. Un marino adscrito a la Guardia Nacional, un muchacho de 22 años, disparó contra la camioneta en la que iba. Una compañera de la universidad resultó herida y otros dos salieron ilesos. Según la corporación, fue una decisión “unilateral” del agente, que actuó por el “desconcierto e incertidumbre” que le generaron los movimientos de los muchachos. Según los padres, el único movimiento raro que hicieron fue subirse a la camioneta. Desde el viernes, el agente está en prisión, acusado del homicidio del joven y del intento de homicidio de su compañera.

Ángel Ignacio está muerto y todo lo que era futuro resulta ahora un tiempo en descomposición. “Ángel es muy autodidacta”, dice el padre, Gerardo Ignacio, todavía en ese presente de las heridas abiertas. Cuando estaba en la Preparatoria, el chico hizo su servicio social en el Cinvestav, el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, con sede en Irapuato, su ciudad. “Allí le enseñaron a cultivar orquídeas”, recuerda.

El muchacho tenía un proyecto, Brigada Xochimanqui, para reproducir orquídeas y luego venderlas por internet. Era solo una de tantas inquietudes de un joven emprendedor. Ignacio Rangel tocaba la guitarra y amaba a Paco de Lucía. “Siempre iba con su lima encima, por las uñas”, dice Norma Rangel. “Siempre se estaba limando las uñas porque él tocaba flamenco en la guitarra… De hecho, cuando me dieron sus cosas ahora que… Bueno, me dieron su lima”, añade.

“Uno le busca la razón, que les hayan gritado, ofendido. Pero nada, solo llegaron disparando”, dice Gerardo Ignacio, en referencia a la Guardia Nacional. La búsqueda de un motivo ha sido fatigosa. Desde la tarde del ataque, el miércoles 27 de abril, Rangel e Ignacio han encabezado marchas de protesta por el ataque, han firmado comunicados, dado declaraciones a la prensa, acudido a audiencias judiciales, buscado quien les ayude a cuidar de su hija menor… Lo han hecho por acercarse a la verdad, la respuesta a una pregunta ensayada infinidad de veces en estos años de militarización creciente en México: ¿Por qué dispararon, por qué mataron los soldados?

El camino del árbol

A primera hora de la mañana, el enorme árbol de ciprés sombrea el camino y mantiene algo del frescor de la madrugada. Desde aquí se alcanza a escuchar el rumor del tráfico de la autovía, una circunvalación de la moderna Irapuato, con varios carriles por banda. Es un lugar tranquilo, una vieja hacienda intervenida por la ciudad. Sin ser aislado, el camino del árbol es el típico espacio donde un grupo de jóvenes iría a echar el rato entre clase y clase. Alrededor del tronco, los restos de una cinta amarilla policial hablan de un pasado reciente, el día del ataque que acabó con la vida de Ángel Ignacio.

“Si fue una cosa de huachicol, debería haber un agujero”, dice Octavio Corona, tío del muchacho. Corona señala la baliza de Pemex, un poste amarillo que indica la presencia de un ducto de combustible unos metros bajo tierra. Por muchos años, Guanajuato ha liderado la penosa lista nacional de cantidad de conexiones clandestinas que criminales instalan en las líneas de combustible. Es el huachicol. El actual Gobierno, encabezado por Andrés Manuel López Obrador, inició sus pasos mandando al Ejército a custodiar los ductos en el Estado. Los militares acamparon literalmente encima para impedir cualquier robo.

Con el paso de los años, la Guardia Nacional ha empezado a sustituir al Ejército en muchas tareas de seguridad pública. En Guanajuato, su presencia ascienda a 8.000 efectivos. En Irapuato, una ciudad agrícola cada vez más pendiente de la planta que Mazda instaló en la zona hace casi una década, la Guardia tiene su cuartel a unos metros de la universidad donde estudiaba Ignacio Rangel. Todo, la universidad, el cuartel, el camino del árbol, están separados unos cientos de metros.

No hay rastro de agujeros en el suelo del camino, ni nada que haga pensar que allí alguien ha tratado de conectarse al ducto recientemente. Corona mira el piso y señala el lugar donde estaba aparcada la camioneta en la que se sentaba su sobrino cuando le dispararon. “Desde aquí accionó el guardia su arma”, explica, apuntando el palo de un árbol seco, junto a la baliza. “Y allá estaba la camioneta”, dice, señalando un árbol a unos cien metros.

Según su relato y el de los padres del muchacho, sustentado en conversaciones con sus compañeros, y la información que se desveló en la audiencia donde mandaron a prisión al marino, Ángel Ignacio y su grupo fueron al camino del árbol el día del ataque a eso de las 16.00. Habían terminado la clase y ese día no había práctica de baloncesto, otra de las aficiones del muchacho.

Octavio, familiar de Ángel Yael Ignacio Rangel, en el camino del árbol, lugar donde fue asesinado el estudiante.
Octavio, familiar de Ángel Yael Ignacio Rangel, en el camino del árbol, lugar donde fue asesinado el estudiante.Rodrigo Oropeza

“Ángel se iba normalmente de casa entre las 9 y las 10 de la mañana. Y luego volvía a las 6, las 7, como tarde a las 8.15 ya estaba en casa”, dice su madre. Alumnos de cuarto semestre de agronomía, Ignacio Rangel y los demás habían vuelto a las aulas recientemente, después de dos años de ausencia por la pandemia. En las horas libres, la gente de cuarto acudía al camino del árbol. “Estaban flojereando”, dice el padre, “son chicos, andaban perdiendo el tiempo”.

Uno y otro refieren que algo extraño ocurrió, una persona pasó por allí y les empezó a tomar fotos. Su hijo había cerrado los ojos y cantaba una canción a playback, los otros hablaban. “No les gustó, pero tampoco se sintieron mal. De todas formas decidieron irse”, cuenta la madre. Había cinco camionetas en el lugar y Ángel Ignacio fue a la más lejana. Un compañero le iba a dejar en la parada del autobús. Estando dentro de la camioneta, llegaron por atrás las unidades de la Guardia Nacional. En el vehículo, solo el conductor los vio, por el espejo retrovisor. Lo siguiente fueron ya los dos disparos, antes incluso de que se fueran. Uno de ellos impactó en el brazo de una compañera, que iba en el asiento de atrás. La bala se fragmentó y golpeó a Ángel Ignacio en la cabeza. “Su compañero supo que algo iba mal, porque Ángel se apoyó en su hombro”, dice su madre. El muchacho murió poco después.

Cuándo te he dicho que no

En una región como Guanajuato, devastada por la violencia, donde la vida se arma muchas veces sobre ideas de desconfianza y sospecha, la historia de Ángel Ignacio permea y empieza a formar parte del imaginario popular. Este sábado, en la capital, un guía turístico del centro daba explicaciones sobre los mensajes y las velas que estudiantes han dejado en las escalinatas del rectorado de la universidad, en recuerdo del muchacho. “Hay de dos”, decía, “está la historia de que les dieron el alto y no se detuvieron. Y la de que andaban tomando y les ofendieron”.

Ignacio y Rangel tratan de pelear esta versión. No tanto que estuvieran tomando alcohol -que no lo hacían, aseguran- o que les dieran el alto y no se detuvieran, sino que una u otra situación de alguna forma justifique los disparos. Han traído un puñado de fotos de su hijo, una en una hacienda tequilera cerca de Irapuato, otra en una plaza de toros. “A él le gustaban mucho los toros”, dice Rangel, con media sonrisa en los labios. “Le decía, ‘bueno, Ángel, estás a favor de la naturaleza, pero te gustan los toros’. Y él contestaba medio riendo, ‘¡no lo digas!”.

Los padres empiezan este lunes una terapia familiar, el inicio de un camino que han ido retrasando por las exigencias de justicia que han encabezado estas semanas. El futuro no es tema en la charla, solo el pasado, porque allí aún existe Ángel. Los padres sacan sus teléfonos y muestran fotos de las artesanías de piel que elaboraba el muchacho, una cartera, una funda para el celular, otra para puros habanos. Resulta que el muchacho estaba armando una empresa de talabartería y se había dado de alta en hacienda, para poder entregar facturas a sus clientes.

“Mira”, dice Norma Rangel, mostrando una foto de su hijo a caballo. Su padre añade: “Yo no sé dónde, pero también había aprendido a montar. Esa foto es de su cumpleaños número 18. Lo llevamos a una hacienda para que montara, un rancho así bien bonito”. Fue su penúltimo aniversario. El último fue hace apenas un mes, el 28 de marzo. “Le dijimos, ‘vamos a hacer una bardita’, una fiesta, pero no quiso”, cuenta la madre. Al final se juntaron en la casa con una familia amiga, algo muy íntimo. Prepararon enchiladas. Comieron. Fueron felices.

Fueron.

Se hace de noche en la iglesia de nuestra señora de Guadalupe, la parroquia junto al Puente Viejo, y el agotamiento en la cara de los padres de Arturo Ignacio Rangel parece un enorme animal varado en una playa de arena oscura. Inmóvil, delicado, triste. No hay forma de entender lo que ha pasado, no hay forma de aceptarlo, no hay forma de evitar el sufrimiento. Norma Rangel recuerda una anécdota más, una broma privada, esos intercambios de frases sin sentido más allá de su universo familiar. “Le decía cualquier cosa, por ejemplo, ‘oye, ¿cómo ves si nos vamos a Ciudad de México?’ y el contestaba, ¿cuándo te he dicho que no?”.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).

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