Si tu hijo no es obediente, quizá le exiges demasiado para su edad y no te entiende
Tener en cuenta el proceso madurativo del menor, darle las instrucciones correctas evitando el grito o la amenaza y revisar las expectativas que se tienen de un hijo puede ayudarle a entender qué debe mejorar o qué se le está pidiendo
Educar supone para los padres enfrentarse a las rabietas de sus hijos, soportar gritos, lidiar con que incumplan las normas o los límites establecidos. ¿Están preparados o todo ello puede desbordarles? Diana Crego Cordón, psicóloga perinatal en Mi Tribu Psicología Perinatal, sostiene que, en ocasiones, los adultos exigen demasiado a sus hijos y que cuando estos no hacen lo que se les pide entonces piensan que es porque “no les da la gana”. “A los niños, pese a los pequeños e inmaduros que son, se les pide mucho y dependiendo de cómo reaccionen los progenitores pueden llegar a sentir que son malos”, manifiesta.
Según señala esta profesional, los padres suelen pedir a los menores cosas que por edad no pueden ofrecer, ya sea dormir toda la noche, que sepan gestionar sus rabietas o que acaten ciertas normas, entre otras cosas. “Todo esto tiene que ver con su proceso madurativo, requiere tiempo y mucho aprendizaje por parte de los adultos. Por lo tanto, para cambiar dicho malestar sentido por ambas partes, el primer paso sería revisar las expectativas que tenemos sobre nuestros hijos”, asegura.
Crego señala que sería clave pedirles las cosas de un modo distinto, cambiar la imposición por algo más realista. “El cerebro de los niños necesita escuchar muchas veces una cosa hasta finalmente poder integrarla. Sabiendo esto, si vemos que nuestro hijo no hace caso, podremos entender que no es porque no quiera, sino porque no puede”. Según la psicóloga, cuando padres e hijos entienden qué pueden esperar del otro, la frustración, el enfado y el estrés dan lugar a una mayor calma y disfrute en la crianza.
El psicólogo y sexólogo Alberto Álamo señala que los padres suelen usar en lo cotidiano la expresión “portarse mal” a modo de juicio, de valoración de una serie de conductas, pero para él resulta tremendamente pobre desde un punto de vista operativo. Álamo apunta que en la carrera de Psicología hablaban de describir conductas de forma “molar” o “molecular”, y explica que una descripción molar de la conducta tiene que ver con una descripción general de la misma. Un ejemplo: en el caso de conducir, molarmente significa conducir y molecularmente implica abrir el coche, montarte, acomodarte el asiento, los espejos, abrocharte el cinturón, arrancar el motor, mirar si viene alguien… Para este experto, al fijar las normas suele faltar definir las conductas que se han de dar, las correctas. El psicólogo aclara que es preciso cambiar un “portarse mal” o “portarse bien” por: “terminar de estudiar un tema”, “recoger los juguetes y dejarlos en el baúl”, “recoger el plato al terminar de comer y dejarlo en la encimera”. “Gracias a eso, podemos indicar qué se está haciendo bien y reforzarlo y, qué se ha de seguir trabajando para mejorar. El niño entenderá mejor qué se espera de él”, sostiene.
El experto recuerda que la amenaza o el grito con la intención de que obedezcan suelen causar en los hijos un impacto muy negativo, aunque se logre el objetivo inmediato de que hagan lo que se les pide: “Los niños a ciertas edades aprenden y se fijan principalmente en sus referentes. Si los niños aprenden a gritar y amenazar, a largo plazo, se acabará traduciendo en que esa es la forma adecuada de conseguir algo, y para nada es sano emocionalmente”.
Motivos para el mal comportamiento
Diana Jiménez, autora de referencia en disciplina positiva, escribió el cuento Mamá, ¿por qué me porto mal? (Penguin Kids, 2023) con el objetivo de ayudar a los padres a entender qué es lo que pueden llegar a comprender los niños y qué no. En definitiva, en sus páginas se muestra el funcionamiento cerebral de manera sencilla para que las familias entiendan por qué sus hijos hacen lo que hacen. El relato, dirigido a grandes y pequeños, resulta una vía fundamental para que los más pequeños aprendan a identificar qué sienten y las razones. “Con frecuencia se nos olvida que el cerebro de los menores está en desarrollo. El problema de no acordarnos es que, a veces, les pedimos cosas para las que no están suficientemente entrenados”, subraya la autora. Asimismo, indica que las funciones ejecutivas que regulan la planificación, el enfoque en soluciones, la evaluación, la toma de decisiones, etcétera, aún se están perfeccionando: “Para ese correcto funcionamiento también hace falta tener al menos una figura de referencia que modele esas habilidades”, explica.
La psicóloga comparte que cuando un padre quiere averiguar por qué su hijo “se porta mal” debe revisar, entre otros, algunos de estos puntos:
- La etapa evolutiva en la que se encuentra el menor. Esto hace referencia a las cuatro etapas del desarrollo por las que pasa el niño desde su nacimiento hasta la adolescencia (las edades son aproximadas): sensoriomotora, desde el nacimiento a los 2 años; preoperacional, de los 2 a los 7 años; operacional concreta, de los 7 a los 11 años; y operacional formal, desde los 12 en adelante. “Los padres solo tienen que fijarse en los años del pequeño, de lo contrario, estarán pidiendo más de lo que puede abordar por edad. Recordemos que los menores están aprendiendo a convivir y desenvolverse en un mundo puramente adulto y aún no están preparados”, explica Jiménez.
- El funcionamiento cerebral del niño. El cerebro es un órgano vivo, cambiante, adaptable, no estático, se desarrolla y pasa por periodos sensibles para algunos aprendizajes, y para ello, requiere de un ambiente que propicie ese sano desarrollo. “Las funciones se van desarrollando con la edad”, prosigue la experta, “y las puramente humanas son las últimas en desarrollarse, como el enfoque en soluciones, la planificación, la evaluación de la toma de decisiones o la postergación”. “Hoy, gracias a la neurociencia, sabemos que hasta los 25 años aproximadamente no podemos hablar de que estas funciones estén plenamente asentadas y se van desarrollando con la experiencia de la vida gracias a adultos que las modelen”, añade.
- El estilo educativo de los padres. Se pueden diferenciar cuatro tipos de crianza: el permisivo (el niño puede hacer lo que quiera, él manda); el autoritario (el niño obedece o al menos debe hacerlo bajo las órdenes de un adulto que manda); negligente (ausencia de un adulto que ejerza la función materna o paterna); y democrático (el niño puede hacer lo que quiera dentro de unos límites y estructura organizada en la que se tiene en cuenta el cumplimiento de tres criterios: respeto por el niño, por el adulto y por la situación).
- La personalidad de los progenitores. “No somos las mismas personas dependiendo de con quien nos relacionemos”, sostiene la experta, “no somos los mismos como pareja, empleados, padres… ni siquiera se es el mismo como madre/padre del primer hijo que del segundo”. Para Jiménez, las relaciones son subjetivas y esto condiciona mucho la crianza: “Hay padres que no consiguen conectar con sus hijos y su educación se convierte en todo un desafío y para otros, no se ve igual”.
“La mala conducta lleva asociada una búsqueda de pertenencia, una necesidad básica del individuo, y contribución. Todos necesitamos sentir que somos tenidos en cuenta y que tenemos algo que aportar”, suma Jiménez.
Por su parte, para la psicóloga Teresa Vaquero Romero ante una conducta inapropiada del niño, el padre, la madre o el cuidador puede generar buenas experiencias contrarias al regaño, la humillación o al ignorar. “Estas son las que ayudan a modificar esa conducta inconveniente y sustituirla por otra más correcta. De esta manera, se favorece que el niño se sincere, pida perdón y repare con autenticidad”, señala. Además, defiende que es necesario que exista un vínculo seguro entre padres e hijo, gracias al cual se favorece la interiorización de una voz que calma, consuela y reconduce al niño en el futuro y no aquella que critica y autoexige. De igual modo, resalta la idea de fomentar oportunidades y experiencias de logro, de valoración y reconocimiento y no porque algo le haya salido bien, como pedir su opinión, hacerle pequeños encargos…: “Con ello se favorece su seguridad, autoconfianza, experiencia de autoeficacia y positivo juicio de sí mismo”. Por último, para Vaquero, resulta beneficioso proporcionar al niño situaciones en las que se sienta digno de amor y merecedor de derechos.
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