“Canadá no se vende”: la amenaza de anexión y los aranceles de Trump resucitan el patriotismo en el país
El amago de guerra comercial fractura las relaciones bilaterales y la confianza entre vecinos. Un nuevo “nacionalismo económico” se impone entre los consumidores
Media docena de empleados trabajaban este viernes en un taller textil a las afueras de Ottawa para satisfacer el repentino auge del sentimiento nacionalista en Canadá. Son los encargados de abastecer la última e inesperada guerra cultural norteamericana: la batalla de las gorras. Aquí, y en una decena de otras factorías repartidas por Montreal, Vancouver y Toronto, bordan el mensaje “Canadá no se vende”, la bandera con la hoja de arce...
Media docena de empleados trabajaban este viernes en un taller textil a las afueras de Ottawa para satisfacer el repentino auge del sentimiento nacionalista en Canadá. Son los encargados de abastecer la última e inesperada guerra cultural norteamericana: la batalla de las gorras. Aquí, y en una decena de otras factorías repartidas por Montreal, Vancouver y Toronto, bordan el mensaje “Canadá no se vende”, la bandera con la hoja de arce y 1867, año de la fundación del país, sobre telas blancas, azules y del mismo rojo e idéntica tipografía del símbolo político más ubicuo de nuestro tiempo: esas gorras MAGA que, al sur de la frontera, piden devolver su grandeza a Estados Unidos (Make America Great Again).
Liam Mooney es el estratega tras esta contraofensiva. Dueño de una empresa de “innovación de marca”, vio el 8 de enero una entrevista en Fox News del presentador Jesse Watters a Doug Ford, primer ministro de Ontario, que expresaba los recelos de los canadienses a dejarse absorber por el poderoso vecino del sur y convertirse en el Estado número 51, como quiere Donald Trump. “No lo entiendo”, le dijo Watters. “¡Todo el mundo quiere ser ciudadano estadounidense!”.
Dos días antes, el primer ministro de Canadá, el liberal Justin Trudeau, había anunciado su dimisión tras casi una década en el puesto, y Mooney, que se define como “conservador”, sintió que su país era “como un barco sin ancla ni timón” en mitad de la peor tormenta de su historia reciente, y pensó que debía hacer algo para oponerse a Trump, “un tipo que mira el mundo con los ojos de un magnate inmobiliario”. Así que se puso a hacer gorras.
Lleva un mes “durmiendo poco” para atender una fiebre que no deja de crecer. Dice que ha vendido “decenas de miles” (con aire misterioso, se excusa por no ser más específico), sobre todo desde que Ford, que se juega la reelección este mes, se calzó una en un acto público en un gesto de astucia política. Mooney ha ampliado estas semanas su oferta online (donde asegura que le llegan “miles de pedidos” desde Estados Unidos) a las sudaderas o los gorros de invierno. También ha añadido al repertorio otro eslogan, extraído del himno canadiense: “Fuertes y libres”.
Aunque son las gorras las que se han erigido en el símbolo del enfado de sus compatriotas, gente por lo general poco dada a exteriorizar su disgusto, ante la ofensiva de Trump. Esta comenzó poco después de su triunfo electoral y el fin de semana pasado culminó con la amenaza del principal socio comercial, que recibe en torno 80% de sus exportaciones, de imponer aranceles del 25% a los productos canadienses. Las autoridades del Norte respondieron con una lista de gravámenes a centenares de bienes estadounidenses, escogidos para hacer daño, sobre todo, a Estados republicanos, productores de naranjas, burbon o harina de maíz.
El lunes, después de que los mercados cayesen y de que Trump concediera a la presidenta Claudia Sheinbaum una tregua de un mes en su guerra comercial con México, país que comparte con Canadá un tratado de libre comercio y el más reciente punto de mira arancelario de Trump, Trudeau logró sortear el comienzo de las hostilidades con otro aplazamiento de un mes. A cambio, prometió que reforzará la vigilancia de la frontera y que nombrará un zar de fentanilo, sorprendente casus belli para Estados Unidos, que aquí, donde preocupa mucho más la entrada ilegal de armas desde el sur, sobre todo causa irrisión. No tanto porque incida en cargar en otros a culpa del consumo del potente opiáceo olvidando dónde y quién genera la demanda, sino porque en 2024, los agentes de la frontera norte solo se incautaron de 19 kilos de fentanilo, frente a la tonelada aprehendida en la linde con México.
El aplazamiento de los aranceles ha dejado una sensación de “alivio” entre los canadienses, que ya no verán el alcohol estadounidense esfumarse de sus licorerías. También terminaron los abucheos al himno americano registrados el fin de semana en partidos de hockey y de baloncesto, pero ya es demasiado tarde para parar un movimiento cívico de resistencia al vecino abusón surgido de lo que David Skok, fundador del influyente digital económico The Logic, define como “un golpe psicológico difícil de encajar”. “Los canadienses vamos de vacaciones a Estados Unidos, nuestros equipos deportivos juegan allí, estudiamos en sus universidades… La mayoría de nuestra población vive en el paralelo 49, justo en la frontera. La idea de que esa relación no fuera sólida es profundamente dolorosa”.
El sentir es general. En decenas de conversaciones esta semana en Ontario, tanto en Ottawa, la capital, como en Toronto, pulmón económico del país, no fue sencillo encontrar a nadie feliz con la idea una anexión a Estados Unidos, y sí muchos que habían decidido sumarse al movimiento Made in Canada consultando, como Wendy Miller, los lugares donde comprar productos locales en un grupo de Facebook que ha crecido hasta rozar los 800.000 miembros, una cantidad que supone casi un 2% de los 41 millones de habitantes del país.
A Miller la encontramos en una tienda dedicada a la artesanía local en Ottawa, cuyo propietario, Gareth Davies, calcula que este repentino “nacionalismo económico” le ha traído un aumento de las ventas de “entre un 20 y un 30%”. También ha cambiado usos y costumbres en los supermercados. En uno en Toronto, David Chris y Beckner Brohman escudriñaban esta semana las etiquetas para dilucidar si las cosas estaban hechas o solo empaquetadas en Canadá, mientras Mohammed Lahbabi se detenía en la sección de fruta de un establecimiento en Ottawa exclusivamente en los lugares señalados por un cartel con la bandera canadiense, y a Sarah Gratten le indignaba ver vino californiano en una licorería.
De modo que Trump ha logrado un imposible: que la ciencia tributaria se haya impuesto en las conversaciones casuales, de los taxis a las tiendas de discos, y en lugares como las agencias de viajes, donde se acumulan las cancelaciones de las escapadas al calor de Estados Unidos en mitad de un invierno especialmente crudo. La guerra comercial también se coló en la noche semanal de Trivial de una cafetería hipster de Toronto, que el miércoles abrió con la pregunta: “¿Qué programa humorístico emitió un sketch sobre los aranceles que se hizo viral?”.
La respuesta era “el espacio de la televisión pública Esta hora tiene 22 minutos”, aunque Canadá ya no esté para muchas bromas. Trudeau lo dejó claro en una cumbre con empresarios convocada de urgencia el viernes, cuando les dijo, en un descuido cazado por un micrófono abierto, que la amenaza del Estado número 51 hay que tomarla “muy en serio”.
“Anschluss’ en Norteamérica”
Un par de días antes, el eminente historiador Robert Bothwell estuvo de acuerdo en una sobremesa en Toronto en que Trump “tiene la seria intención de absorber Canadá”. “Sería una especie de Anschluss en Norteamérica”, aclaró, en referencia a cuando Hitler anexionó Austria en 1938. “Se podría decir que es una locura, porque lo es. ¿Tendrá éxito? No lo creo, aunque Trump ha demostrado que no conoce límites”.
Bothwell es autor de Your Country, My Country (Tu país, el mío), una interesante historia sobre la coexistencia entre dos naciones tan diferentes y tan similares. El libro se lee además como un certero retrato del alma de un país que es algo más que la suma de las partes de sus identidades francesa e inglesa, y que los observadores externos suelen despachar con chistes ―como cuando en Londres dicen que algo es “más aburrido que un domingo en Canadá”― o con tópicos que lo reducen a una versión sensata de Estados Unidos o al último vestigio europeo y británico de Norteamérica.
Bothwell recuerda que el afán de diferencia frente al vecino está en el mito fundacional de Canadá, que las guerras de aranceles entre ambos países han sido recurrentes y que el sentimiento antiamericano también tiene su propia historia. Una historia que, recuerda Aaron Ettinger, experto en relaciones internacionales de la universidad de Carleton, en Ottawa, registró su último gran episodio durante la invasión de Irak en 2003, a la que Canadá, fiel compañero de aventuras bélicas en el pasado, se negó a sumarse. “Una anexión”, dice Ettinger, “supondría que perderíamos autonomía en asuntos como la sanidad pública, las armas, el aborto o el respeto a nuestra excepcionalidad lingüística. Y lo más importante: no somos estadounidenses. Podemos ser similares, asemejarnos físicamente, hasta hablar parecido, pero no somos lo mismo”.
Sentencias como esa podrían darle la razón a la historiadora de las universidades de Toronto y Oxford Margaret MacMillan, que dijo el jueves pasado en su apartamento con unas impresionantes vistas a la ciudad nevada, que “Trump, que, no lo olvidemos, odia a Trudeau por el simple hecho de que es más joven y guapo que él, ha trabajado más por el nacionalismo canadiense en unas pocas semanas que nadie en las últimas décadas”. Las encuestas también apoyan el argumento de MacMillan, toda una autoridad en el estudio de la I Guerra Mundial: según el Instituto Angus Reid, el porcentaje de canadienses que se sienten “muy orgullosos” de serlo subió del 34 al 44% entre diciembre, tras el comienzo de las bravatas del Trump, y ahora.
MacMillan ―que confiesa que le preocupa ver “apoyar ahora a Trump a la misma clase de gente que creyó que podía aupar y controlar a Hitler”― también observa un cambio de actitud en las generaciones jóvenes. “La mía”, explica la historiadora, que nació en Toronto al final de la II Guerra Mundial, “creció consciente de la posibilidad de que el país desapareciera. Vivimos crisis constitucionales, un movimiento separatista muy fuerte en Quebec y la amenaza nuclear. Súbitamente, los nacidos tras la caída del Telón de Acero se han dado cuenta de que la supervivencia de Canadá no está garantizada”.
El escritor Stephen Marche, agudo observador de la realidad estadounidense y autor de un ensayo que se pregunta si el país vecino no estará asomándose a una “segunda guerra civil”, también está convencido de estar ante un profundo cambio de actitud. “Los canadienses nos sentimos más cómodos hablando de lo mal que nos hemos portado que sacando a pasear nuestro orgullo, así que todo esto es nuevo”, aclaró en una entrevista el miércoles por la tarde en su casa de Toronto. “Nos hemos pasado los últimos 10 años discutiendo cuán racistas somos, martirizándonos por nuestro trato a los indígenas, pero bastó un fin de semana para que nos olvidáramos de eso y recordáramos que si las provincias se unieron en 1867 fue porque no querían ser parte de Estados Unidos”, recuerda. Para él, todo esto demuestra en realidad “la debilidad” del país vecino. “Es como tener un hermano mayor adicto al crack, cuya palabra no vale nada”, dice. “Trump tiene la capacidad de atención de un drogadicto. Hoy ya no se habla de los aranceles, sino de la barbaridad que ha dicho de Gaza y mañana, quién sabe. Es así como funcionan las cosas con su forma de confundir política y telerrealidad”.
Como tantos trabajadores culturales canadienses, Marche depende casi por completo del vecino del sur. Escribe para periódicos y revistas de Nueva York, su editorial está allí, y “el 90%” de su negocio “pasa por Estados Unidos”. Forma parte de una tradición fecunda: de Mary Pickford, “la novia de América”, a Neil Young, y de Joni Mitchell a Justin Bieber, algunos de los artistas que han definido la cultura popular americana son canadienses. Lo cual habla de una influencia tan grande como unidireccional, según Margaret Atwood, tesoro nacional de las letras que suele usar una eficaz imagen para describir esa relación: “Es como uno de esos espejos de una sala de interrogatorios policiales. Nosotros los vemos a ellos, pero ellos a nosotros, no”.
En un correo electrónico enviado este fin de semana desde México, donde pasa temporadas, la autora de El cuento de la criada escribió que sentía “tristeza” al ver a sus vecinos “disparase en el pie sin motivo aparente”. “Estoy escuchando a muchos compatriotas decir que ya no quieren viajar a Estados Unidos. Me parece que crecerá el número de canadienses en México y el Caribe, debido a la amenaza de absorbernos”, agregó. “Aunque, de todos modos, no seríamos el estado número 51, sino 10 nuevos estados, dos territorios y muchas Primeras Naciones [indígenas]. ¡Piense en la cantidad de senadores y miembros de la Cámara de Representantes [de Washington] nuevos que se crearían! ¡Y en el aumento de los votos del Colegio Electoral! Los republicanos nunca volverían a ganar unas elecciones”.
Atwood no recuerda una unión parecida de todo el espectro político canadiense tras un mismo objetivo como la lograda esta vez por oposición a Trump. De los liberales de Trudeau, a los que las encuestas los muestran recortando distancias en unas elecciones que daban por perdidas, a los conservadores, cuyo líder y aspirante a próximo primer ministro, Pierre Polievre, ha olvidado repentinamente sus sintonías con Trump y parece en apuros. “Ha funcionado hasta con los independentistas de Quebec”, dice el historiador Bothwell, “que se han dado cuenta de lo que sucedería si Canadá no existiera”.
El ataque de los aranceles ha tenido asimismo un efecto geográfico igualador; todas las provincias tienen algo que perder. Serían devastadores para Alberta, que manda gas y petróleo para su refinamiento en Estados Unidos. También, para el negocio del potasio de Saskatchewan. O para Quebec, que abastece de energía hidroeléctrica a la Costa Este de Estados Unidos. En Ontario, la mayor economía, sufriría especialmente la industria automotriz, con gran implantación en lugares como Windsor, ciudad fronteriza vecina de Detroit. El congresista de centro izquierda Thomas Masse, que representa desde hace 23 años a ese distrito en el Parlamento de Ottawa, explicó este viernes por teléfono que además hay unos 10.000 trabajadores, “la mayoría del sector sanitario, que cruzan a Estados Unidos cada día porque hay escasez de profesionales al otro lado”.
Mientras muchos canadienses, como sugiere Skok, rezan para que su volátil capacidad de atención logre que Trump se olvide de ellos antes de que termine el plazo de un mes, Masse ha intervenido estos días en el debate sobre cómo pensar más allá de la tregua y lograr que Canadá sea menos dependiente de Estados Unidos. Lo hizo en una conferencia de prensa en su distrito, con el fondo del puente Ambassador, el más transitado de la frontera y todo un símbolo de la relación bilateral, y lo repitió en su conversación con EL PAÍS. “Nada garantiza que incluso si sorteamos esta guerra, Trump no vaya a volver a la carga, así que urge avanzar en los acuerdos de libre comercio con otros países, aprender del proteccionismo estadounidense, y hacer algo más que extraer y enviar nuestros recursos naturales fuera de este país, práctica que es consecuencia de la economía neoliberal que hemos sufrido durante décadas”.
El político también aboga por erradicar trabas comerciales entre provincias y considera esencial culminar la construcción del puente Gordie Howe, una alternativa pública al Ambassador, que compró el multimillonario Manuel Moroun en 1979 y en 2022 dio la vuelta al mundo como uno de los escenarios de la protesta de los camioneros canadienses que se oponían a las restricciones impuestas por Trudeau durante la pandemia. Aquellos incidentes colocaron a un país poco acostumbrado a los focos al principio de los informativos internacionales, y lo despertaron, recuerda Marche, a otra realidad: “La de que en este sereno lugar también cunden las ideas extremistas del movimiento MAGA”.
El marginal Partido Popular de Canadá, populista de derechas, es el que mejor representa esas ideas. El virólogo David Speicher es uno de sus candidatos. Lo conocimos, enfundado en una sudadera que decía “MAGA de sirope de arce”, en Washington, adonde viajó desde Ontario, para asistir a la toma de posesión de Trump junto a un puñado de otros canadienses entre los que estaba la primera ministra conservadora de Alberta, Danielle Smith, máxima representación oficial del vecino del norte aquel día. Speicher es lo más parecido a un disidente que encontramos esta semana en Canadá. En un correo electrónico, explicó que los aranceles serían malos para la economía de su país; y que no cree que nunca vaya a suceder lo del Estado número 51. Si pasara, añadió, “sería genial que entraran en vigor en Canadá muchas de las órdenes ejecutivas de Trump”, especialmente, las que tienen que ver con el fin de las políticas de diversidad, aunque le preocupa lo que podría suponer para la sanidad pública gratuita.
Para Speicher, la solución al problema de los aranceles pasa porque sus compatriotas elijan a algún primer ministro ―por ejemplo el líder de su partido, Maxine Bernier― que “comparta las ideologías de patriotismo, seguridad fronteriza y represión de los inmigrantes ilegales y el tráfico de drogas”. “Si los canadienses son lo suficientemente tontos en las elecciones federales de este año como para reelegir un gobierno liberal como el de Trudeau, no hay duda de que [Trump] impondrá aranceles severos. Es su manera de obligar a nuestros líderes a hacer algo que ya deberían estar haciendo: ser patriotas y engrandecer Canadá”.
Aún no está clara la fecha de la cita con las urnas, pero sí, como se ve, que la sombra del nuevo inquilino de la Casa Blanca planeará como nunca antes sobre la campaña federal. Además de para elegir primer ministro, todo indica que estas elecciones servirán para poner a prueba si una de las reglas de oro de la política canadiense del conocido comentarista político de Ottawa Paul Wells sigue estando vigente. Esa regla dice que en este país “gana siempre quien promete provocar más aburrimiento”. Y esa excepción canadiense tal vez tampoco esté garantizada ya en el nuevo orden mundial de Trump. Una realidad paralela en la que vivimos desde hace tres semanas que parecen tres siglos, y en la que el aburrimiento se añora como una virtud de otra época.