El escándalo de los documentos clasificados acorrala a Biden
La crisis, ahora en manos de un fiscal especial nombrado para investigarla, da alas al Partido Republicano y ofrece una inesperada tregua a Trump en el caso de los ‘papeles de Mar-a-Lago’
Hace no tanto, la vida le sonreía a Joe Biden. Estrenó 2023 con sus enemigos del Partido Republicano, desarbolado tras la decepción electoral, sacándose los ojos a la vista de todo el mundo. La economía amagaba con darle un respiro y él se estrenaba en la frontera, donde quería transmitir la impres...
Hace no tanto, la vida le sonreía a Joe Biden. Estrenó 2023 con sus enemigos del Partido Republicano, desarbolado tras la decepción electoral, sacándose los ojos a la vista de todo el mundo. La economía amagaba con darle un respiro y él se estrenaba en la frontera, donde quería transmitir la impresión de estar listo para arremangarse al fin en la crisis migratoria. Con Donald Trump solo y recluido en Florida, nada, tampoco su avanzada edad, parecía ya ponerse en el camino de una candidatura a la Casa Blanca en 2024.
Y entonces, esta semana, llegaron los papeles de Biden.
El descubrimiento de dos lotes de documentos clasificados ―los primeros, en una oficina de Washington a la que daba un uso particular tras dejar la vicepresidencia y antes de ganar las elecciones en 2020; los segundos, entre el garaje y la biblioteca de su casa familiar de Wilmington (Delaware)― ha aguado al presidente uno de los raros y más largos respiros que, una vez pasó la luna de miel de los primeros meses, ha disfrutado en sus dos años en el cargo, que cumple la semana próxima.
Pero el viento ha cambiado, y el mandatario se halla de pronto en el ojo de la tormenta, gracias a una investigación encargada por el fiscal general de Estados Unidos, Merrick Garland, al abogado Robert K. Hur. Como investigador especial, figura a la que el Departamento de Justicia recurre para evitar posibles conflictos de intereses —y Garland investigando a su jefe lo es, sin duda—, Hur, que fue nombrado fiscal federal de Maryland por Trump y ahora trabajaba en el sector privado, tendrá que dilucidar la responsabilidad del presidente en el manejo a todas luces indebido de ese material. Según la ley estadounidense, son documentos de acceso restringido y tienen que ser custodiados con determinadas medidas de seguridad mientras la persona está en el cargo. Cuando lo deja, su destino está claro: los Archivos Nacionales.
Es poco probable que del incumplimiento de la segunda parte de la obligación se deriven consecuencias penales para nadie, y mucho menos para Biden (entre otros motivos, porque la ley estadounidense también garantiza la inmunidad de sus presidentes mientras están en el cargo). Pero ya se están dejando sentir las implicaciones políticas del escándalo que súbitamente lo acorrala. Por un lado, ha armado de razones para la crítica al Partido Republicano, cuyo líder en la Cámara de Representantes, el speaker Kevin McCarthy, compareció este jueves ante la prensa en el Capitolio visiblemente aliviado al contemplar cómo la eterna tormenta política de Washington, que la semana pasada descargó sin misericordia sobre su cabeza, había enfilado la avenida de Pensilvania, “la calle mayor de Estados Unidos”, rumbo a la Casa Blanca. “Creo que es obligación del Congreso investigar este asunto”, dijo, antes de conocerse la designación de Hur. Nada indicó después que la rápida y severa actuación de Garland consiguiera calmar a los republicanos.
Por el otro, los hallazgos (que se remontan a noviembre, pero fueron destapados esta semana en los medios) han proporcionado un inesperado balón de oxígeno a Trump, uno de cuyos múltiples líos con la justicia tiene su origen en el hallazgo en su residencia de Mar-a-Lago, en Florida, de papeles clasificados de sus años como presidente (2017-2021).
Los de Biden, cuyos colaboradores pusieron en noviembre el hallazgo en conocimiento de las autoridades después de encontrarlos durante una mudanza de la oficina, corresponden a su desempeño como vicepresidente con Barack Obama (2009-2017), así que ahí empiezan las notables diferencias entre ambos casos. El volumen de la información clasificada también los distingue: el FBI, que irrumpió en la mansión del republicano en agosto, se incautó de 325 documentos, 60 de los cuales estaban protegidos por el “alto secreto”. En el primer lote de Biden había una decena de papeles. No está aún claro cuántos había en el segundo, pero un abogado de la Casa Blanca habló este jueves en un comunicado de “una pequeña cantidad” (descripción ciertamente vaga que impide la suma exacta para una mejor comparación).
Otra diferencia es que el magnate se negó repetidamente durante meses a devolver documentos que sabía que no podía llevarse, y por eso el FBI tomó cartas en el asunto, y por eso también están investigándolo por obstrucción a la justicia y por la posible destrucción de material reservado.
Biden, cuyas críticas a Trump por aquel asunto lo persiguen ahora, dijo en agosto que él solía sacar papeles de la Casa Blanca y que los custodiaba en su residencia en “un gabinete completamente seguro” (y no parece que esa definición se ajuste a la idea de un garaje en Wilmington, donde, aclaró el jueves, guarda además su coche más querido: un Corvette del 67). El mandatario ha repetido durante esta semana que se toma “muy en serio” las reglas que rigen los documentos clasificados en Estados Unidos y que tiene un “gran respeto” por los Archivos Nacionales, institución a la que sus abogados entregaron “inmediatamente” el material.
Biden deslizó otro matiz en su primera reacción al escándalo. Fue el martes, de visita oficial en México, cuando se dijo “sorprendido” por la existencia de esos papeles en la oficina que una vez usó. Con el recurso a la sorpresa, aspiraba a dejar claro que no era consciente de estar en posesión de algo que no debía, a diferencia de Trump, que sí lo sabía y que es autor de la ya célebre frase: “Puedes desclasificar documentos con solo pensar que están desclasificados si eres el presidente de Estados Unidos”.
La Administración de Biden, que está convencida de que la investigación solo hallará errores sin intención, ha tratado también por todos los medios de restar importancia al contenido de los papeles recién descubiertos en comparación con los encontrados al anterior inquilino de la Casa Blanca. Lo cierto es que tampoco ha aclarado qué contienen los del actual presidente (con cierta lógica, pues son clasificados), más allá de decir que son una mezcla de “documentos personales y políticos” y de admitir que algunos tratan asuntos como la relación con Ucrania o Irán.
“Circunstancias extraordinarias”
La designación de Garland, que citó las “extraordinarias circunstancias” que le llevaron a tomar la decisión, abunda en su estrategia de nombrar fiscales conservadores para espantar las sospechas partidistas. Ha tenido, con todo, el efecto de igualar ambos casos: para el de Trump también designó un investigador especial, Jack Smith. El resultado invita a preguntarse, con toda lógica, si el Departamento de Justicia está en condiciones de evitar las críticas por su politización si decide perseguir al expresidente, que ha anunciado su candidatura para 2024, y no a Biden. O si opta por no hacer responsable a ninguno. En otras palabras, el panorama que se le ha abierto al fiscal general estadounidense se parece bastante a una Catch-22, esa expresión que el inglés tomó del debut del magistral novelista Joseph Heller (Trampa 22) para describir un dilema sin escapatoria posible.
Inmune al noble arte de la disyuntiva, el congresista James Comer, republicano de Kentucky y presidente del Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes, declaró en un comunicado este jueves: “Con o sin fiscal especial, el comité [que dirige] investigará el mal manejo de documentos clasificados por parte de Biden y los esfuerzos para ocultar esta información al pueblo estadounidense llevados a cabo por la ciénaga [swamp es la expresión que la derecha usa en EE UU para identificar al establishment, sobre todo el progresista, al que culpan de todos los males de Washington]. Hay muchas preguntas sobre por qué la Administración de Biden mantuvo este asunto en secreto ante el público”.
Comer se refería a los dos meses que pasaron entre el momento en el que los abogados del presidente descubrieron el pastel y la puesta en conocimiento de la opinión pública de esos detalles. También, especialmente, se refería al hecho de que el hallazgo se mantuviera en secreto cuando se produjo una semana antes de las elecciones legislativas del pasado noviembre, que fueron una decepción para los republicanos: esperaban una “marea roja” (por el color con el que los estadounidenses identifican el conservadurismo) que nunca llegó.
Los demócratas, de momento, han cerrado filas en la defensa de Biden por su gestión de la crisis. El líder de la minoría en la Cámara de Representantes, Hakeem Jeffries (Nueva York), reconoció este jueves que no había sido “informado sobre todos los hechos”, pero agregó que mantenía “la fe en el presidente”.
Además de la fe de Jeffries, a Biden, al menos, le queda el consuelo de saber que, desde Richard Nixon y su Watergate, todos los inquilinos de la Casa Blanca, menos Obama, han tenido que pasar por el trago de que un fiscal independiente, con sus incómodas pesquisas y sus largos interrogatorios, les investigue a ellos y a sus colaboradores más cercanos.
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