Los agricultores apuestan por una Italia sostenible
La pandemia ha acentuado el papel de la agricultura tradicional de Bolonia en la preservación del medio ambiente y el paisaje, la biodiversidad y la solidaridad social
Esta tierra, el cielo gris apenas roto por el alba, es la Arcadia, el paraíso recuperado de la infancia de Costantino Poluzzi. La cabeza rapada, la chaqueta militar, los rasgos duros de este italiano de 36 años son un espejismo que su voz rompe. Hay amor, devoción, cuando habla de los campos que se extienden a sus espaldas a los pies de una colina de la región septentrional italiana de Emilia-Romaña. Esa tierra que para él es “una droga” despliega ya algunos de los bienes del otoño: coliflores, berzas, hinojos, calabazas, peras, uvas. Todo de temporada, sin pesticidas, sin químicos. “Sin venen...
Esta tierra, el cielo gris apenas roto por el alba, es la Arcadia, el paraíso recuperado de la infancia de Costantino Poluzzi. La cabeza rapada, la chaqueta militar, los rasgos duros de este italiano de 36 años son un espejismo que su voz rompe. Hay amor, devoción, cuando habla de los campos que se extienden a sus espaldas a los pies de una colina de la región septentrional italiana de Emilia-Romaña. Esa tierra que para él es “una droga” despliega ya algunos de los bienes del otoño: coliflores, berzas, hinojos, calabazas, peras, uvas. Todo de temporada, sin pesticidas, sin químicos. “Sin veneno”, resume Costantino.
Ca’ de Cesari, la hacienda agrícola en la que trabaja este campesino, se extiende por 12 hectáreas en Pianoro, a 10 kilómetros de la capital de la región, Bolonia. En esta paz, con la bella casa color ocre de la propiedad —un ejemplo de arquitectura agrícola señorial de 1700― al fondo, parece mentira que este lugar idílico esté enclavado en una de las regiones más contaminadas de Europa: la llanura del río Po.
El “veneno” del que habla Costantino, la mancha roja que aparece en las imágenes de los satélites de la Agencia Espacial Europea, es el precio que pagan regiones como el rico norte de Italia por su industria, por su agricultura extensiva, por la gran distribución; por el uso desaforado de combustibles fósiles para el transporte. Ese círculo vicioso no es ajeno a la marginación de la agricultura tradicional, explica por teléfono a este diario la eurodiputada socialista Clara Aguilera.
Las consecuencias son graves. Según un informe de 2020 de la Agencia Europea del Medio Ambiente, 400.000 europeos mueren cada año de forma prematura por la contaminación. El coste económico y social es también elevado: sin agricultura tradicional, el paisaje ancestral europeo desaparece. Los campos, las casas como la que preside Ca’ de Cesari, dan paso a los invernaderos. Ignoradas por la gran industria, muchas zonas rurales se despueblan, sobre todo de jóvenes, y la cultura del campo desaparece. La hacienda en la que trabaja Costantino emplea a cinco agricultores, todos menores de 40 años.
La pandemia ha puesto además de relieve cómo la deslocalización de la producción agrícola y las importaciones de alimentos de países terceros plantean el problema de la dependencia hacia mercados foráneos. “Durante la pandemia, en algunas zonas de Europa, hubo desabastecimiento por los problemas del transporte. Por eso es muy importante que conservemos nuestra agricultura”, explica Clara Aguilera.
Italia fue el primer país occidental en decretar, el 9 de marzo de 2020, el confinamiento de la población. Otra agricultora de Ca’ de Cesari, Chiara Sansone, corrobora que, esos días, “ciertos alimentos llegaban con dificultad a los supermercados. Los productores locales, sin embargo, estábamos preparados para proporcionarlos”. Esta licenciada en Historia de 28 años cree que la pandemia “ha acentuado la necesidad de volver a una economía local, a comprar productos más sanos pero también más autóctonos”. Agricultores como esta joven son quienes garantizan “la soberanía alimentaria” europea, destaca Clara Aguilera.
El objetivo de reducir la dependencia hacia mercados terceros es precisamente uno de los que se incluyen en la estrategia “De la granja a la mesa” de la Comisión Europea a la que la Eurocámara dio luz verde el 20 de octubre. Este plan tiene también como objetivos que la producción, la distribución y el consumo de alimentos en Europa sean más saludables. Recoge, por ejemplo, que para 2030 el 25 % de la superficie agraria total de la Unión Europea sea ecológica. También la reducción del uso de fertilizantes en un 20% y de pesticidas en un 50%. El reportaje de EL PAÍS en Bolonia forma parte de la serie Europa Ciudadana, financiada por el Parlamento Europeo.
“De la granja a la mesa” aspira a la vuelta a una producción agrícola más local. Una de las claves de la estrategia es reducir el impacto ambiental que conlleva el procesado industrial y el transporte a largas distancias. Un estudio de la Organización Mundial para la Agricultura y la Alimentación (FAO) calculó en marzo que la producción de alimentos es el origen de más de un tercio de los gases de efecto invernadero. Solo el envasado de estos productos está detrás de un 5,4 % de esas emisiones.
En Ca’ de Cesari, el envasado no existe y el transporte es mínimo. Esta hacienda agrícola vende sus productos en seis mercados de la zona y, desde la pandemia, a través de internet, en Bolonia y sus alrededores.
Comida “sana, buena y justa”
Corticella es un barrio en las afueras de Bolonia donde la globalización y la imposible competencia con la gran distribución han conllevado el cierre de las tiendas de alimentación tradicionales. En el mercado ExDazio, que se celebra cada jueves en ese vecindario, Antonella Bonora, de 59 años, acompañaba el 21 de octubre a los productores locales, todos de agricultura ecológica, que —como Ca’ de Cesari—, venden directamente a los vecinos del barrio. Este mercado forma parte de la red Mercados de la Tierra de la organización Slow Food (Comida lenta). Antonella Bonora es su fiduciaria en Bolonia.
Fundado en 1986 por el periodista Carlo Petrini, este movimiento lucha por la recuperación de la cultura alimentaria tradicional, la biodiversidad y el acceso universal a una comida “sana, buena y justa”. Slow Food cuenta más de 100.000 socios en 160 secciones internacionales y con 1.500 agrupaciones locales que reúnen a productores, asociaciones y expertos en alimentación. También a una red de restaurantes asociados ―como la Trattoria Serra de Bolonia, un establecimiento que se declara “antirracista, inclusivo y LGTBI”—, o a otros locales que sin llevar la etiqueta “Slow Food” consumen sus productos y que a menudo tienen una dimensión social. En Bolonia, un ejemplo es la pizzería Porta Pazienza, que gestiona una cooperativa de inserción laboral de discapacitados.
Tanto este mercado como otro de la red de Slow Food en Bolonia, el del Novale, solo estuvieron cerrados dos semanas durante el confinamiento. Bonora y sus colegas obtuvieron un permiso extraordinario del Ayuntamiento de la ciudad que concedió su reapertura al estar situados al aire libre. Esto permitió que en un barrio habitado sobre todo por ancianos y migrantes, esta población tuviese acceso a alimentos de calidad.
“A los pocos días del confinamiento, empezamos a recibir llamadas de gente que nos decía que no tenía acceso a alimentos frescos. Como nuestros productores estaban autorizados a desplazarse, les pedimos que se los entregaran a domicilio”, recuerda Bonora. Entre los beneficiarios de esta iniciativa, había clientes que podían pagar la compra pero que no podían desplazarse, como Angela Montebugnoli, de 76 años, cuyo marido está enfermo de Alzheimer, y que cuenta que este servicio “le salvó la vida”. Otros eran familias sin recursos a los que los productores de Slow Food les donaron gratuitamente un pedido semanal de comida entre marzo y agosto de 2020. Entre estas familias, se encontraban madres víctimas de violencia machista que, por estar amenazadas, no podían salir de las casas-refugio de una ONG en las que vivían para hacer la compra, explica la fiduciaria de la organización.
La tinta de un periódico
El huerto de cinco hectáreas que se extiende junto al edificio que un día albergó la rotativa del diario Il Resto del Carlino era hasta hace unos años un terreno muerto. El plomo de la tinta con la que se imprimían sus páginas había envenenado esa tierra en la que ahora crecen acelgas y coles. Una cooperativa social, Eta Beta, fundada por el artista gerundense Joan Crous, fue la encargada de recuperar el terreno y financiar con la explotación del huerto parte de su actividad de reinserción laboral de enfermos mentales, menores migrantes solos y extoxicómanos.
Crous es un firme defensor de la dimensión social del campo. “La agroecología es clave para mantener el alma del territorio y su identidad. ¿Qué identidad tienen los invernaderos de Málaga o Sevilla? Eso no es agricultura, es industria. La agricultura es un elemento central del paisaje, que evita su desaparición, y crea alternativas económicas como el turismo”.
A 65 kilómetros de Bolonia, en un bosque que parece encantado, el castañar de Castelluccio, Domenico Medici, un guardia forestal jubilado, muestra su secadero de castañas. Durante siglos, los habitantes de la región sobrevivían al invierno moliendo ese fruto para obtener su harina. La recuperación de esa actividad ancestral y este bosque preservado, con toda la belleza que le prestan los colores del otoño, se han convertido en un “formidable” reclamo para el turismo, explica Medici. Y esa actividad económica que da vida a este “paisaje histórico excepcional” es también una forma de mantener “la memoria histórica” de aquellos tiempos del hambre.
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