Kamala Harris, las dos vidas de la niña negra del autobús
El activismo juvenil y los pasillos del ‘establishment’ convergen en una política ambivalente y dura que completa la candidatura demócrata a las elecciones de EE UU
Lo importante, como casi siempre, estaba en el “pero”. “No creo que seas racista”, le dijo Kamala Harris a quien entonces era su rival en unas muy disputadas primarias y cuyo nombre, Joe Biden, figura hoy sobre el suyo en la candidatura demócrata a las presidenciales del 3 de noviembre. “No creo que seas racista, y estoy de acuerdo contigo cuando defiendes la importancia de encontrar puntos en común. Pero…”.
Entonces Harris...
Lo importante, como casi siempre, estaba en el “pero”. “No creo que seas racista”, le dijo Kamala Harris a quien entonces era su rival en unas muy disputadas primarias y cuyo nombre, Joe Biden, figura hoy sobre el suyo en la candidatura demócrata a las presidenciales del 3 de noviembre. “No creo que seas racista, y estoy de acuerdo contigo cuando defiendes la importancia de encontrar puntos en común. Pero…”.
Entonces Harris (Oakland, California, 1964) le reprochó a su rival que semanas antes se hubiera jactado de su capacidad, durante sus años en el Capitolio, de trabajar con senadores que no pensaban como él, incluidos algunos que habían apoyado la segregación racial y se habían opuesto a las políticas federales de lograr la integración racial en las escuelas, llevando a niños negros en autobús a escuelas de distritos blancos. “Había una niña pequeña en California que era parte de la segunda clase integrada en su escuela pública”, le dijo en aquel debate que constituiría su momento cumbre de las primarias. “Iba en autobús cada día. Y aquella niña pequeña era yo. Así que voy a decirte que, en este tema, no puede haber un debate intelectual entre los demócratas. Tenemos que tomárnoslo en serio. Tenemos que actuar rápidamente”.
Claro que Biden no es un racista, como la hoy candidata a vicepresidenta reconoció antes de lanzar su ataque. Pero esa es Kamala Harris. Una política que no teme el combate directo ni se entretiene en miramientos por los daños colaterales. Una mujer negra que, para llegar adonde está, ha tenido que superar más obstáculos que la mayoría de personas que ocupan esas posiciones. Una ciudadana que, por su propia experiencia personal y profesional, tiene muy claros los terrenos en los que no se puede ceder ni un milímetro.
La historia de aquella niña de cinco años, cuya foto pasó a adornar camisetas por todo el país inmediatamente después de aquel debate, aporta claves sobre quien, de cumplirse los vaticinios de los sondeos, podría ser la primera mujer vicepresidenta de la historia de Estados Unidos. Su padre, Donald Harris, nacido en Jamaica en 1938, fue un estudiante brillante que emigró a California después de ser admitido en la Universidad de Berkeley para estudiar Economía, materia que luego pasó a enseñar en Stanford, donde todavía hoy es profesor emérito. Su madre, Shyamala Gopalan, la pequeña de cuatro hermanos en una familia del sur de India, mostró una pasión por la ciencia que sus padres apoyaron, y acabó en Berkeley con un doctorado en Nutrición y Endocrinología, antes de convertirse en investigadora del cáncer de mama.
Shyamala y Donald se conocieron en la universidad, en los círculos de un movimiento por los derechos civiles en el que participaban activamente. Tuvieron dos hijas juntos. La mayor, Kamala, que en sánscrito significa flor de loto, nació el mismo año en que su madre obtuvo su doctorado. El activismo político de izquierdas le viene de cuna a Kamala, que asegura recordar el paisaje de piernas que veía en las manifestaciones a las que sus padres la llevaban de niña.
La infancia de Kamala, según recuerda en sus memorias, fue “feliz y despreocupada”. De juegos en la calle, carreras y tiritas en las rodillas. De irse a dormir acunada por el piano de Thelonious Monk, que emanaba de la nutrida colección de jazz de su padre.
La armonía duró poco, y sus padres se separaron cuando Harris tenía cinco años. Las niñas se quedaron con su madre en Oakland, cuya comunidad afroamericana suplió la ausencia de vínculos familiares. Las dos hermanas frecuentaban centros vecinales donde, entre juegos, se les explicaba la historia de la lucha por los derechos de los afroamericanos. En las visitas a su padre en Palo Alto, los fines de semana, asegura Harris que a los demás niños no les dejaban jugar con ellas porque eran negras.
Esas experiencias infantiles contribuyeron al viaje de Kamala Harris del activismo vecinal al establishment demócrata, donde pronto la joven comprendió que residía el poder para cambiar las cosas. Harris se licenció en Economía y Ciencias Políticas en Washington DC, donde vivió su primera experiencia en los pasillos enmoquetados de la política, trabajando como ayudante de un senador. De vuelta a California, obtuvo su doctorado en Derecho en 1989.
Para una joven criada en la lucha por los derechos civiles, la Fiscalía no era el lugar de trabajo más popular. Pero allí dirigió sus pasos en lo que, muchos años después, en una entrevista en The New York Times el pasado mes de junio, defendería como “una decisión muy consciente”. “Quería intentar entrar dentro del sistema, donde no tendría que pedir permiso para cambiar lo que debía cambiarse”, explicó.
En su carrera en la Fiscalía demostró la ambición, el pragmatismo y la flexibilidad ideológica que ha exhibido en este frenético año que la ha llevado al ticket demócrata. Acabó enfrentándose al que había sido su jefe en la Fiscalía de San Francisco, el progresista Terence Hallinan. Presentó una candidatura para adelantarlo por la derecha, convenciendo a los votantes de que ser “blando con el crimen” no es progresista. La campaña descendió a terrenos personales y no faltaron acusaciones de corrupción. Una lucha dentro de un partido hegemónico en la ciudad de la que Harris salió victoriosa y, en 2004, se convirtió en la primera fiscal de distrito negra del Estado.
En 2008 anunció su candidatura a la Fiscalía General de California, que ganaría por los pelos. Harris volvía a hacer historia, convirtiéndose en la primera fiscal general de color de California. Cuatro años después, se casaba con Doug Emhoff, socio de un despacho de abogados y padre de dos hijos. Harris ha descrito a menudo su frustración por la tranquilidad con la que su marido, que es blanco, se comporta en la cola de aduanas de los aeropuertos, y recuerda cuando los agentes de seguridad seguían a su madre con sospechas por los grandes almacenes.
Cuando la senadora por California Barbara Boxer anunció su intención de concluir su carrera de más de 20 años en la Cámara alta, Harris fue la primera en declarar su intención de ocupar su puesto. Con el apoyo sin fisuras del establishment demócrata, logró cómodamente su escaño en las elecciones de 2016, y prometió defender a los inmigrantes de las políticas de quien en esas mismas elecciones obtuvo la llave a la Casa Blanca. Así lo hizo en sus primeros meses como senadora, con duras intervenciones que le proporcionaron enseguida una relevancia nacional.
Ni tres años tardó Harris en anunciar, a finales de enero del año pasado, su propia carrera presidencial. Fue la primera candidata de peso en lanzarse a la carrera, y lo hizo con un eslogan que era un guiño a su carrera como fiscal. “Por el pueblo”, decía, que es en nombre de quien se presenta un fiscal ante el juez. Trató de conjugar su historia personal de activismo con su trayectoria profesional de fiscal. Y exhibió una ambivalencia en algunos de los temas importantes, que no funcionó en unas primarias extremadamente politizadas.
Las mismas debilidades de su campaña presidencial, defienden sus partidarios, pueden convertirse ahora en fortalezas como compañera de candidatura de Joe Biden. Una campaña a la que le conviene alejar el foco de las políticas concretas y centrarlo en Donald Trump. La candidata, por su parte, sabe bien dónde está la batalla. Y no hay batalla demasiado grande para la niña negra del autobús.
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