Un virus sin fronteras que reactiva el poder del Estado
Los Gobiernos responden a la expansión de la enfermedad con su peso protector, su fuerza organizativa y su capacidad de gasto
Nadie sabe cómo acabará la crisis del coronavirus, pero una consecuencia inmediata ha sido el regreso del Estado, con todos su peso protector, su fuerza organizativa y su capacidad de gasto, en el centro no solo del tablero geopolítico, sino de lo más íntimo de nuestras vidas. Todo ha ocurrido rápido, apenas 10 días que han transformado el mundo tal como lo conocemos.
Los Gobiernos obsesionados con la reducción de deuda anuncian ayudas milmillonarias para evitar el cierre de empresas y e...
Nadie sabe cómo acabará la crisis del coronavirus, pero una consecuencia inmediata ha sido el regreso del Estado, con todos su peso protector, su fuerza organizativa y su capacidad de gasto, en el centro no solo del tablero geopolítico, sino de lo más íntimo de nuestras vidas. Todo ha ocurrido rápido, apenas 10 días que han transformado el mundo tal como lo conocemos.
Los Gobiernos obsesionados con la reducción de deuda anuncian ayudas milmillonarias para evitar el cierre de empresas y el desamparo de los trabajadores. Al mismo tiempo, aprueban limitaciones de las libertades con el asentimiento de los ciudadanos. Las fronteras llegaron a parecer obsoletas durante las décadas de globalización y de integración supranacional, aunque fuese más una utopía que una realidad, como comprobaban a diario los emigrantes en el Mediterráneo o en Río Grande. Ante la epidemia que se propaga por el planeta, recobran sentido.
La vieja organización estatal —la acción pública, la administración, la tecnocracia— actúa como el escudo frente a un organismo microscópico que infecta sin distinguir nacionalidades.
“Estamos restaurando un orden caduco porque no disponemos de otras soluciones”, dice por teléfono Bertrand Badie, profesor emérito del Instituto de Ciencias Políticas en París y autor de L’hégémonie contestée. “Lo más inquietante de esta crisis”, añade, “es que no existe una palanca global para responder a ella y, sin embargo, es una crisis exclusivamente global”.
Los que tenían las palancas a mano eran los Estados. La palanca de las fronteras, por ejemplo. Las barreras a la libre circulación empezaron a erigirse desde enero, después de que China anunciase la detección del nuevo patógeno SARS-CoV-2, causante de la enfermedad Covid-19, en la ciudad de Wuhan. Pero se ha acelerado en este marzo funesto, cuando el coronavirus ha golpeado con toda su fuerza a Europa, epicentro de la pandemia. La cronología es vertiginosa. El día 11, el presidente estadounidense, Donald Trump, decretaba la prohibición de los vuelos procedentes de la Unión Europea (UE). El 17, la UE echaba el cerrojo a los ciudadanos de países terceros. Entretanto, reaparecían las fronteras en la zona Schengen, donde no deberían existir los controles. La Comisión Europea ha intervenido para suprimir las restricciones a la exportación de material médico entre socios.
Hay un movimiento de repliegue: el reflejo nacionalista que aflora siempre ante las amenazas. Aires de fin de época, como en 1914 al derrumbarse el “mundo de ayer” que el escritor Stefan Zweig evocaría años después. Era el mundo en el que “las personas iban adonde querían y se quedaban tanto tiempo como deseaban”; en el que “no había permisos ni visados”; en el que “las fronteras, que con sus agentes de aduanas, su policía y su gendarmería se han convertido en barreras de acero gracias a la sospecha patológica de todos contra todos, no eran más que líneas simbólicas que uno cruzaba tan despreocupadamente como si cruzase el meridiano de Greenwich”. Zweig fue quizá un privilegiado en la belle époque, pero los ecos de aquella primera desglobalización resuenan hoy. El resurgimiento nacionalista y la imposición de barreras vienen de antes de la epidemia. Trump fue su heraldo más visible y poderoso.
Strobe Talbott, vicesecretario de Estado con la Administración Clinton y expresidente del laboratorio de ideas Brookings Institution, cree que los instintos nacionalistas y el desprecio por la cooperación internacional son la respuesta errónea. “Si la raza humana puede capear esta plaga, deberá pasar de la desglobalización a una globalización inteligente”, dice a EL PAÍS.
Pero, si ahora se levantan muros —entre países, dentro de estos países, en las casas—, es porque la urgencia sanitaria lo impone. El presidente francés Emmanuel Macron promovía “una Europa que proteja”. Ante la reacción europea en orden disperso, o su no comparecencia— surge “el Estado que protege”.
Palabras como “nacionalizar”, a la orden del día
Los europeos han comprometido, según estimaciones de Bruselas, unos 160.000 millones de euros de gasto presupuestario y 1,6 billones en avales para mantener viva la economía. Palabras tabú como “nacionalización” están al orden del día. La excepción también es legal. En España, el estado de alarma; en Francia, el de urgencia sanitaria.
Es como si el Estado —desbordado por arriba por las instituciones supranacionales, las multinacionales y los poderes financieros; y por debajo por los poderes locales— ocupase un vacío.
El politólogo Josep Colomer, autor de El gobierno mundial de los expertos (Anagrama, 2015), lo matiza: considera que ante el coronavirus se ha puesto en marcha tanto una coordinación global como de entidades locales y organizaciones no gubernamentales. “Una pandemia mundial es una de las manifestaciones más claras de la globalización, es decir, de la interdependencia global de las relaciones humanas. Al nivel global, la Organización Mundial de la Salud funciona como un departamento del gobierno mundial y orienta y ayuda a los Gobiernos de los países”, escribe Colomer en un correo electrónico desde Washington. “Pero la globalización también significa complejidad y fragmentación. Es decir lo contrario de la simplificación máxima que implica la idea de soberanía, la cual se basa en un solo centro de decisión absoluta y final.”
Para Badie, “siempre hay algo positivo en una crisis, y en esta es que todo el mundo es consciente de tener el mismo interés”. “Todo el mundo”, continúa, “se encuentra en la misma situación y está abocado a reaccionar de un modo colectivo”.
Ronald Reagan lo dijo con otras palabras en 1987, con el telón de acero aún en pie. “Con nuestra obsesión con los antagonismos del momento, olvidamos todo lo que une a los miembros de la humanidad. Quizá necesitemos una amenaza exterior, universal, para reconocer nuestro vínculo común”, declaró. “A veces pienso en lo rápido que desaparecerían las diferencias en el mundo si afrontásemos una amenaza alienígena”. Hablaba de extraterrestres, pero podría haberse referido al virus.
La frágil 'unión sagrada' en torno a Emmanuel Macron
Es un mito francés, una palabra clave para entender la psicología política de este país, como la laicidad o la resistencia: en tiempos de crisis existencial —una guerra, un atentado, una epidemia— se apela a la unión sagrada.
No es exclusivo de Francia. En otros países, con más o menos disensiones, el coronavirus ha propiciado un cierre de filas en torno a los gobernantes. Es el momento de aparcar las querellas políticas, de poner en sordina las críticas y aplazarlas hasta que pase el temporal.
La República francesa dispone de un vocabulario específico para estos momentos. “Es el tiempo de esta unión sagrada que consiste en seguir, todos juntos, por el mismo camino, en no ceder a ningún pánico, ningún miedo, ninguna facilidad, sino en reencontrar esta fuerza del alma que es la nuestra y que ha permitido a nuestro pueblo superar tantas crisis a través de la historia”, dijo el presidente Emmanuel Macron en un discurso el 12 de marzo.
Fue el presidente Raymond Poincaré quien en agosto de 1914, en un discurso al estallar la Primer Guerra Mundial usó el término. “[Francia] será heroicamente defendida por todos sus hijos, cuya unión sagrada será inquebrantable ante el enemigo, y que hoy están fraternalmente unidos en la misma indignación contra el agresor y en una misma fe patriótica”, proclamó Poincaré. Macron, en otro discurso el 16 de marzo, repitió seis veces la misma frase: “Estamos en guerra”. Y el Gobierno ha pedido el apoyo parlamentario a una batería de medidas de excepción.
Pero la unión es frágil. La falta de mascarillas y la escasez de test son motivo de queja. También las condiciones laborales del personal sanitario, que desde antes de la crisis se sentía maltratado. Se achaca al Gobierno —como a otros en Europa— haber tardado en reaccionar y haber despreciado las señales alarmantes que llegaban de Italia. La exministra de Sanidad, Agnès Buzyn, ha revelado que en enero, estando aún en el cargo, avisó de que llegaba un tsunami y que habría anular la primera vuelta de las elecciones municipales del 15 de marzo. Ese día, el tsunami ya estaba ahí, pero Macron decidió mantener la cita en las urnas. Un día después, anuló la segunda vuelta, además del confinamiento obligatorio y la suspensión de su polémica reforma de las pensiones que, unidas a las medidas económicas y a la defensa encendida del sector público apunta a un giro a la izquierda.
Según un sondeo del instituto Harris, la popularidad de Macron se ha disparado al 51%, un nivel elevado para un presidente hasta ahora impopular. Es el momento de la unión sagrada: la rendición de cuentas, si llega, queda para más tarde.