“La paz en la calle comienza en las cárceles”
El 'Diabólico', líder de la violenta Mara Salvatrucha de Guatemala recibe a EL PAÍS en prisión y ofrece al nuevo presidente trabajar en la “pacificación” de las calles a cambio de planes de rehabilitación
“A vos la panadería no te interesa ni mierda, ¿verdad? Tú pura acción, morbo, ¿verdad, vos? Ni los pastelitos, ni la cremita, ni el chocolate, ¿verdad, vos...?”, dice El Diabólico. Si esto lo hubiera dicho hace algunos años en la calle, y con ese tono de traición, su interlocutor estaría ahora muerto de miedo. O muerto, a secas. Pero El Diabólico está sentado tranquilamente en su celda y es un veterano del mundo de las pandillas, un anciano de 36 años que pretende hacer las cosas de otra manera.
Jorge Yahir de León Hernández, El Diabólico, se siente incómodo cuando no habla del tema que nos convoca: sus peticiones al nuevo Gobierno de Guatemala. No le interesa hablar de su condena a 169 años, ni de las decapitaciones, ni del liderazgo en la pandilla, ni de su enfrentamiento con los paisas (reclusos no pandilleros), ni de cómo lideró algunos de los motines más sonados de Centroamérica. El líder de la Mara Salvatrucha quiere hablar de pastelería. Y de carpintería. Y de serigrafía.
El futuro presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei, que asumirá el cargo dentro de tres semanas, llega con un duro paquete de medidas contra los pandilleros que incluye la pena de muerte y desesperar a los presos restringiendo las visitas familiares a una hora semanal.
Después de muchos años en silencio, El Diabólico, líder en Guatemala de la Mara Salvatrucha, interlocutor respetado por los presos y aceptado por las autoridades, recibe a EL PAÍS en su celda para hacer algo inédito, pedir programas de rehabilitación y se ofrece, para ello, a trabajar en la “pacificación” de las calles.
Su intención es trasladar un mensaje al nuevo presidente y evita hablar de temas que, según él, le hagan "quedar mal”. Solo así es posible sortear a las decenas de carceleros que custodian el lugar y trabajar con una grabadora, una cámara y un micrófono en una cárcel de alta seguridad como Fraijanes II, a media hora de la capital de Guatemala.
“Mirá vos, deben diferenciar entre quienes están chingando y quienes no chingan. Entre quienes quieren salir adelante y quienes no. En esta prisión queremos hacer las cosas bien y cambiar las cosas. La sociedad ya ha sufrido bastante”, dice.
El Diabólico es un tipo alto —180 centímetros— para la media nacional, fornido e inteligente, que maneja el silencio mejor que las palabras. Tres horas diarias de pesas y flexiones han esculpido un musculoso cuerpo en plena forma, cuando camina y cuando calla.
Su piel café es un lienzo del Bosco. En cada pliegue hay una historia, una cara, un nombre, una fecha o un animal extraño dibujado. Y, por supuesto, el nombre de su pandilla.
Habla poco y en un español pulido en la cárcel que incluye reflexiones como esta: “Cuando yo empecé en mi pedera [locura] de la pandilla, va vos, a mí me cuadraba ver a los homis [compañeros de pandilla] que andaban ahí tintados [tatuados], va vos, con sus rieles cortecitos y toda la onda. Otros jailosos los majes [chicos] echando puro [fumando marihuana] en las esquinas. Y como uno es chavito, lo primero que te llama la atención es cómo las patojas [chicas jóvenes] van chingando a las jainas. Después te vas creando un alucine en tu cabeza: que de agüevo, que de agüevo… y luego te metiste en las drogas y de ahí a matar a la otra pandilla”, dice para explicar cómo se pudrió una generación de jóvenes.
Las pandillas en Guatemala, principalmente la Salvatrucha y Barrio 18, son un ejército de entre 15.000 y 20.000 miembros en un país de casi 15 millones de habitantes. La cifra está lejos de El Salvador, donde se calcula que hay unos 70.000 pandilleros en un país de seis millones de habitantes. En el violento triángulo del norte centroamericano, una de las regiones más sangrientas del mundo, Guatemala es el país más pacífico, con 23 homicidios anuales por cada 100.000 habitantes frente a los 51 de El Salvador y los 40 de Honduras, según cifras de las Naciones Unidas de 2018. El 80% de estos homicidios son atribuibles a las pandillas.
Hoy es el último viernes de noviembre y en Fraijanes II, una cárcel donde solo encierran a líderes de la Mara Salvatrucha, es fácil saber quién manda.
Jorge Yahir de León Hernández camina entre los reos más peligrosos de Centroamérica con un ligero bamboleo de lado a lado. Unos saludan, otros se apartan, otros esperan a que les mire para sonreír. Es el liderazgo ganado con el respeto de un tipo que el año pasado ordenó poner un cartel de cuatro metros frente a la puerta por donde entran los nuevos presos. En él se ordena a los nuevos que deben “estar aseados”, “no consumir drogas ni alcohol” y “no hacer chantajes telefónicos”. El cartel fue toda una revolución que no llegó acompañada de un motín ni la habitual conversión evangélica.
El Diabólico está contento porque la visita coincide con la decisión de los presos de asear el penal. Los 194 líderes pandilleros pintan paredes, reparan la cancha de fútbol, limpian el drenaje y hasta pasan el pincel a los barrotes de las celdas para que el infierno luzca impecable.
Diabólico muestra la prisión como quien enseña orgulloso su casa. "Aquí se hace la comida, aquí está la panadería, aquí el gimnasio, aquí los cuartos para ver a los familiares..."
El lugar más surrealista de la prisión está al final de un pasillo. En una habitación de paredes verdes funciona una clínica dental. Un recluso con dos grandes letras MS tatuadas en el cráneo hace una limpieza bucal a otro preso. Para ello, utiliza una sofisticada silla de dentista profesional a la que no le falta ni un solo utensilio: el rotor, la manguera, la fresa, el negatoscopio, un infrarrojo. El costoso sillón fue adquirido por los propios reclusos, pero como solo hay un doctor que va cada 15 días, ellos mismos aprendieron a utilizarla.
—¿Y quién les enseñó?
—Aprendimos con este libro—, dice El Diabólico, mostrando un tomo de Primeros auxilios en el campo y en la ciudad.
—¿Y a manejar el electrocardiograma?
—También. Pero tenemos que esperar a que el médico lo interprete.
—¿Y a hacer radiografías?
—También con el libro.
El asistente del dentista, condenado a 20 años por homicidio, se desvive por cumplir sus órdenes: dame la “manguera de chupar saliva” o “palo plano de punta redonda” o “aquello de ahí”.
Jorge Yahir de León Hernández nació en Ciudad de Guatemala hace 36 años. Lleva la mitad de su vida en prisión y está seguro de que aquí morirá. Con 11 años se enroló en la Mara Salvatrucha y en 2001, cuando tenía 18, fue condenado a 25 años.
Desde entonces ha pasado por todas las cárceles y todos los grados de reclusión imaginables, con los que han tratado de doblegar su liderazgo. Un título que comenzó a fraguarse a finales de 2005 durante un motín en el penal de Pavoncito, a las afueras de Ciudad de Guatemala. El levantamiento de los presos duró dos semanas y dejó 14 muertos y 50 heridos. Un trofeo para quien asienta su respeto en batallas como esa. Poco después intentó matar a puñaladas a tres miembros de la pandilla Barrio 18 durante una audiencia en la sala de un juzgado. Tenía 22 años.
En febrero de 2007 se le culpó de liderar el asesinato, en la cárcel del Boquerón, de cuatro policías que habían asesinado a su vez a tres diputados salvadoreños del Parlacen, aunque fue absuelto. La última condena la recibió en prisión: lo culparon de haber ordenado decapitar a cuatro personas en protesta por el régimen carcelario que había impuesto el expresidente Álvaro Colom. ¿Y a quién ordenó matar? A cualquiera. A cuatro hombres que volvían de trabajar y a los que les quitaron la cabeza. Una de ellas quedó frente al Congreso. Yahir sostiene que aquella fue una condena injusta y sin pruebas “que se logró gracias a la declaración de un testigo protegido que confesó contra él para reducir su condena”. Sin embargo, fue sentenciado a 169 años y ahora está aquí sentado, tratando de hablar del futuro.
Yahir habla con la autoridad de quien parece manejar una llave que aumenta o reduce la violencia en el país. El Diabólico le pide al próximo presidente continuar los proyectos de rehabilitación como el taller de serigrafía y que les permita contar con panadería o carpintería. Los 194 presos más peligrosos del país no exigen revisar sus condenas o beber alcohol en el penal, dice. Quieren estudiar y piden a gritos libros y profesores. La propuesta de Giammattei es considerarlos "terroristas".
Desde las prisiones, insiste Yahir, sale un poderoso mensaje que llega a las calles. “Nuestro compromiso es bajar la delincuencia de parte de nuestra pandilla. El mensaje es que ya no queremos chingar más a la sociedad y así lo estamos haciendo. En los últimos siete años en esta cárcel no ha habido ningún asesinado y desde aquí no sale ninguna extorsión telefónica”, asegura. El Diabólico enarbola un discurso en Fraijanes II que no tiene que ver con hacerse evangélico, como en otros tantos penales de Centroamérica, sino de la veteranía de quien llegó vivo a los 36 años. “Cuando salen de aquí los homis (compañeros de pandilla) llevan el mensaje a las calles y la gente aprende”, dice. No duda en afirmar que “la paz en la calle comienza en las cárceles”.
En los últimos años, los pandilleros de Fraijanes II han visto cómo es posible vender 100 playeras (camisetas) semanales en distintos mercados de Guatemala, lo que genera un ingreso que alivia a sus familiares, que deben hacerse cargo de su alimentación dentro de la cárcel. La alternativa es el desayuno diario de frijoles con olor a orín que sirven en la prisión. “Todo lo que hacen, lo hacen bien. Son trabajadores, constantes y cumplidores y el dinero que logran, para muchos, es el primero que han conseguido de forma legal y con su esfuerzo. Eso produce un cambio en ellos”, señala un antiguo jefe de prisiones durante el Gobierno de Pérez Molina.
Los talleres, que en otros penales están permitidos —en algunos incluso hay granjas con animales— están vetados en esta cárcel de máxima seguridad. En Fraijanes II, sin embargo, se permitieron dos: de panadería y serigrafía, cuyo resultado ha sido un éxito y no dan abasto atendiendo encargos. Paralelamente los delitos cometidos por la Salvatrucha han descendido en las calles, argumenta Yahir, y las cifras oficiales le dan la razón: en el último año los secuestros y homicidios han bajado entre tres y cinco puntos, según el Consejo Nacional de Seguridad (CNS).
Después de décadas, Yahir habla con la urgencia del que ha conquistado un rincón de calma y no quiere perderlo. En el patio de la cárcel, bajo el sol de la tarde, El Diabólico recuerda las palizas con cadenas o los años que ha pasado en las bartolinas (celdas de castigo) encerrado 23 horas diarias en un cuarto oscuro con agua hasta las rodillas. Una vez al día salía al patio para dar vueltas con las manos amarradas en la espalda y una capucha. Si se atrevía a detenerse y levantar la cabeza para oler el sol, con un golpe con un palo en la espalda le obligaban a seguir caminando en círculo.
Paradójicamente, la historia reciente de Guatemala podría estudiarse en el patio de una cárcel. El expresidente Otto Pérez Molina está encarcelado, el anterior, Álvaro Colom, en arresto domiciliario y el anterior del anterior, Alfonso Portillo, cumplió condena en Estados Unidos. Además de robar, el elemento común entre todos ellos es que pisaron la cárcel tras pasar por la Presidencia. Solo Alejandro Giammattei lo hizo antes de llegar al poder. En 2010 estuvo preso diez meses acusado del asesinato de varios reos durante un operativo diseñado por él cuando era jefe de prisiones (2006-2008), un delito del que fue absuelto.
Durante los dos años en los que fue jefe del sistema penitenciario, Giammattei visitó cárceles, negoció motines y diseñó políticas de reinserción hablando con presos como El Diabólico, que lo recuerda como un buen tipo que se propuso mejorar la cárcel del Boquerón en la que él cumplía condena. “Fue buena persona. El vato [colega] dijo en 2006 que nos ayudaría y dos meses después nos trajo materiales para que pudiéramos trabajar dentro del penal. Él sabe de cárceles y lo tiene claro, si alguien quiere rehabilitarse, él apoya la rehabilitación. Pero a quien no se pliega, lo aprieta y aísla”.
Sin embargo, las cosas han cambiado mucho y ahora Giammattei va con todo contra los pandilleros. El presidente electo ya no es el entregado funcionario de antaño, sino el político que ganó las elecciones prometiendo, entre otras cosas, pena de muerte para los pandilleros como medida para frenar la violencia, el problema que más preocupa a los guatemaltecos según las encuestas.
En las elecciones de agosto dijo que iba a terminar con las visitas familiares en las cárceles y reducirlas a una hora semanal con un vidrio de por medio. “Declararé terrorista a toda aquella persona que atente contra un servicio público con el ánimo de extorsionar”, dijo durante su campaña. “A partir de ahora tendrán los derechos mínimos, no los derechos máximos. (…) Vamos a darles los derechos básicos reconocidos en los tratados internacionales pero no los derechos absolutos que hoy tienen en las cárceles”.
Desde las prisiones su llegada se percibe como el regreso a una fórmula ya experimentada en la región, cuya clase política ha pasado de ofrecer “mano dura” a “supermano dura”, en busca de superlativos ingeniosos que oculten la falta de resultados.
—¿Y si Giammattei decide apoyarlos pero exige que pidan perdón a la sociedad y renuncien a la pandilla? ¿Aceptaría?
—¿Disculpa?—, responde el Diabólico.
—¿Y si Giammattei pide que renuncies a la pandilla?
—Repite —vuelve a decir, desconcertado, antes de una larga pausa.
La violencia, dice, es algo del pasado pero renunciar a la pandilla, a su familia, ni se le pasa por la cabeza. Años atrás la pregunta hubiera salido más cara, pero ahora El Diabólico solo quiere hablar de pastelería.