Broderick Crawford, populista
“Populismo” y “populista” se nos han tornado en palabra de todos los días
Oigo o leo la palabra “populista” y maquinalmente pienso en Broderick Crawford.
Más bien pienso en Willie Stark, el protagonista de Todos los hombres del rey, el filme de Robert Rossen que granjeó a Crawford el Oscar al mejor actor en 1950.
Esto viene pasándome cada vez más a menudo, porque “populismo” y “populista” se nos han tornado en tuitera palabra de todos los días.
Si las leo u oigo, ¡paf!, me aparece Willie Stark pronunciando su memorable discurso de reelección, una desembozada arenga electoral que, en cuanto a vuelo retórico, no vacilo en poner junto a la de Henrique V en el día de San Crispín: Stark es, para mí, el personaje novelesco que mejor engasta en la idea del demagogo que hoy despachamos con esa palabra de múltiples y movedizos significados: populista.
Todos los hombres del rey es la más aclamada de las novelas escritas por un grande de la literatura en lengua inglesa del siglo XX, Robert Penn Warren, un sureño hecho a mano. El protagonista de Todos los hombres del rey, originalmente publicada en 1946 (y traducida brillantemente al español por Francesc Roca para Anagrama en 1984), tiene como modelo a un avispado político de carne y hueso llamado Huey Pierce Long, gobernador del Estado de Lousiana durante los años de la Gran Depresión.
Yo abogaría porque las academias que se ocupan de lo político, sin dejar de impartir sus Tocqueville, sus Stuart Mill y sus Furet, acogiesen seminarios sobre títulos como el de Penn Warren. Un logro, y no menor, de su novela es haber sabido condensar en el microcosmos de un paupérrimo Estado sureño toda la complejidad de la política electoral contemporánea, dramatizándola sublimemente.
Considérese que el narrador de Penn Warren, Jack Burden, luego de escapar de un inconcluso doctorado en Historia, se convierte en mucho más que componedor: Burden es la anticipación de lo que hoy llamaríamos un experto electoral.
El hecho singular de que Huey P. Long y su trasunto novelesco, Willie Stark, sean el tercer candidato que busca ¡y logra! romper la prolongada hegemonía de un establecimiento bipartidista añade hoy día interés a su lectura.
A Burden, como testigo, debemos el momento de la novela que ocurre en la suite del hotel que sirve de comando electoral. Willie acaba de perder la segunda de sus campañas y sus colaboradores más cercanos están desconsolados. Willie, sin embargo, se muestra incongruentemente jubiloso. Tan risueño y enérgico está que Burden llega a creer que pueda tratarse de una euforia maníaca, acaso presuicida
Al preguntarle Burden a qué viene tanta alegría, Willie responde que está feliz porque ahora, cuando ya dos veces lo han revolcado los proverbiales poderes fácticos, al fin sabe lo que hay que saber. Entonces pronuncia el apotegma que guiará su actuación política ulterior: “El bien proviene del mal”.
Para su tercera campaña, Willie deja de portarse en privado como el insobornable tribuno de la plebe que pretende ser. Acude a la cena que le ofrecen unos señorones del Estado que ambicionan derrotar al bipartidismo.
Stark les pide, con agraciado aplomo y sin rodeos, dinero y apoyo. Alguien le echa en cara sus oscuros manejos del tiempo en que Willie fue modesto político municipal y le recrimina su retórica incendiaria. Willie responde enigmáticamente, sin parpadear, que el bien proviene del mal.
Su desparpajo obtiene el dinero y, aupado por la prensa de los señorones, sin dejar en público de fustigar a sus donantes, gana al fin las elecciones y comienza la segunda parte de la novela: Willie, ya gobernador de su ínsula, despliega con maestría las artes del demagogo que sabe dejarse sobornar sin perder el fervoroso predicamento de que goza entre sus electores: los hicks, los paletos, los rotos, los lanudos, los pelabolas, los de ruana, los de abajo.
Hay quien piensa que para entender de populismos hay que aturdirse con los galimatías —verdaderos significados flotantes— de Ernesto Laclau. Yo recomiendo, más bien, Todos los hombres del rey.
Un spoiler: al final, un exaltado asesina a Willie pegándole un tiro al salir del Parlamento estatal. Igual le pasó a Huey P. Long, el Willie de la vida real. Pero esos gajes, advertiría Jorge Eliécer Gaitán, vienen con el disfraz.
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