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ESTAR SIN ESTAR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Puñal de melancolía

Dejó colgar los brazos a sus lados y se quedó con la boca abierta y los ojos hipnotizados con algo que acababa de comprender o revelársele en la pantalla

Imagen antigua del cine Lido en la colonia Condesa de la Ciudad de México.
Imagen antigua del cine Lido en la colonia Condesa de la Ciudad de México.

Para quienes aprendimos a fumar en el Cine Lido había una secreta filiación al bello arte de la Permanencia Voluntaria, ese recurso que permitía memorizar diálogos y escenas de películas en blanco y negro, como si fueran el credo para una manera de enfrentar al mundo. Los párpados de Igrid Bergman y la mirada a media asta de Charles Boyer, la papada de Charles Laughton, el cigarro sin filtro equilibrándose sobre el labio inferior de Humphrey Bogart y la manera en que aprendió a silbar Lauren Bacall formaban un acervo anacrónico de un mundo casi en sepia que no correspondía a mi generación, recién salida de la psicodelia, por encima de Melody y sin imaginar la llegada de la Guerra de las Galaxias. Una mescolanza en techicolor y panavisión donde los vaqueros y argonautas, el hombre lobo y las tramas inglesas se enredaban con largos párrafos en italiano y semanas enteras de homenaje al cine de oro de charros contra gangsters, palomitas en el suelo y el día en que mi amigo Orlando se lanzó por una pachita de bacachá porque habíamos descubierto que las sombras chinescas que fajaban en la primera fila desde la segunda función revelaron entre sombras la silueta inconfundible de su novia, engañándolo con Otra.

De entre las muchas vivencias del cine como templo semanal destaca el sismo que alguien sincronizó para sacudir a la sala en el instante exacto en que Jesús de Nazareth versión Franco Zefirelli levanta la mano y le pide a su amigo Lázaro que salga de su tumba o el inolvidable pedo que se le salió a una señora de pelo lila justo en medio de un silencio en Beau Gesteo las carcajadas de un niño que contagió a la sala entera y el día en que el Cácaro quemó la cinta de una aventura de James Bond que tuvimos que resolver ocho días después, y en otro cine. De todas esas andanzas, cada espectador realiza su propio Paradiso cada vez que se instala el recuerdo hilado de tanto cine que nos ha zumbado la memoria y la imaginación, pero de todas esas andanzas, hoy recuerdo la noche en que un hombre solitario se paró de pronto entre las filas de butacas, adelante y a la izquierda de donde me hallaba, y se quedó mirando absorto la pantalla como si fuera un acuario iluminado. Dejó colgar los brazos a sus lados y se quedó con la boca abierta y los ojos hipnotizados con algo que acababa de comprender o revelársele en la pantalla, un instante que se quedó congelado en la retina, entre diálogos ya sin subtítulos, espejismo sin música y sólo respiración, antesala o premonición de un beso y así pasen décadas, parece que sigue proyectándose sobre la pantalla la vida que pasa como si nada para que cada quien se convierta en ese hombre que se queda de pronto como estatua en medio de la luz, rodeado de sombras.

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