¿Todavía puede perder López Obrador?
Cuantos más esfuerzos hace el sistema para satanizar al lobo, más parece crecer la simpatía por el lobo
Hay más rabia que susto en México, dice la académica Soledad Loaeza, y las encuestas le dan la razón. El más reciente de los sondeos serios (diario Reforma) otorga al líder de la oposición, Andrés Manuel López Obrador, el 48% de la intención de voto con 22 puntos por arriba de su más cercano competidor y 30 puntos por encima del candidato del partido en el poder. A 10 semanas de la elección, en cualquier otro país tal ventaja se consideraría decisiva y haría de los comicios un simple trámite. Pero no en México, en donde los políticos están convencidos de que la virgen de Guadalupe es priista; o más importante que eso, ¡los ministros del tribunal electoral que calificará las elecciones son priistas! Para el que tiene fe en sus dioses, como es el caso de Los Pinos, el milagro está a la vuelta de la esquina.
El resto de los mortales solo podemos hacernos la pregunta: ¿De veras? ¿Es posible que López Obrador pueda perder esa ventaja? Parecería imposible. La radio, la televisión y buena parte de la prensa, beneficiarios de los ingentes presupuestos de publicidad oficial, han martillado al votante durante meses sobre los males que la llegada de López Obrador provocaría al país. Pero entre más esfuerzos hace el sistema para satanizar al lobo más parece crecer la simpatía por el lobo. Es tal el resentimiento en contra del estado actual de cosas y tales los desfiguros que se hacen para denostar al tabasqueño, que el votante ha terminado por convencerse de que López Obrador es la única alternativa para pensar en un México distinto. En efecto, la gente tiene más rabia que miedo. Está claro que tras 12 años de campañas negativas en su contra ya no hay cadáver, real o inventando, que pueda afectar de manera sensible la opinión sobre Andrés Manuel.
Ciertamente el 48% de la intención de voto no es mayoría. Con esta lógica se ha jugado con la idea de que la alianza de los principales rivales sería capaz de vencer al líder. El llamado voto útil entre PRI y PAN. Pero incluso esta tesis sale mal parada ante la realidad. En este momento la intención de voto de López Obrador supera a la de Ricardo Anaya y José Antonio Meade sumados. Peor aún, cuando se pregunta a los seguidores de estos dos últimos cuál sería su segunda opción en caso de que su candidato no esté en condiciones de ganar, buena parte de ellos optan por el propio Andrés Manuel. Descartadas las opciones depositadas en el voto útil o en las campañas negativas cabría preguntarse qué otro factor podría revertir lo que parece inexorable.
Uno serían los debates entre los contendientes (el primero de los cuales tendrá lugar este domingo). En teoría, un papel desastroso por parte del líder de la izquierda, a quien se le considera un débil polemista, podría marcar el principio de su caída. Parecería una esperanza peregrina. No solo porque está demostrado que los debates impactan apenas ligeramente en la intención del voto; se trata además de un encuentro entre cinco contendientes y tres moderadores; demasiado fragmentado para provocar un cambio radical en la imagen de cualquiera de ellos.
Lo cual nos deja frente a las últimas dos opciones, ambas impronunciables: el fraude electoral y la eliminación jurídica o física del contendiente. Hasta ahora se ha dicho que López Obrador tendría que vencer por un margen de al menos 5% para evitar la tentación de un triunfo de las autoridades mediante la manipulación poselectoral. Una ventaja cercana a los 10 obligaría a poco menos que un golpe de Estado de parte de los priistas, algo que se antoja insalvable, aun para ellos.
La eliminación por vía jurídica ya se intentó en 2006 cuando el presidente Vicente Fox buscó el desafuero de López Obrador para sacarlo de la boleta electoral. No es una opción descartable y los últimos fallos del tribunal electoral o de la Procuraduría dejan en claro que los ministros, o en su caso los diputados o funcionarios, cuentan con la disciplina priista y la falta de escrúpulos necesaria para sacarla adelante. ¿Estaría dispuesta la presidencia a incendiar el país para imponer esta opción extrema?
Y desde luego está la solución final, de la que solo se habla en charlas de sobremesa de los restaurantes del barrio alto. Pero antes de pagar la cuenta al final de esas tertulias, los comensales tendrían que preguntarse sobre las consecuencias de una solución final: ¿adónde se iría esa rabia que hoy supera al susto?
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