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Cartas de Cuévano
Columna
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Siempre Chesterton

Tuvo la elegantísima gentileza de agonizar en domingo, con la mansión vacía y con Greorge Orwell como único testigo de sus callados espantos

Llegó a Minerva manor recomendado por Lady Bell Robinson y aún con muchos problemas con las palabras. No obstante, estableció un afecto entrañable a primera vista con los varones (que no barones) de la propiedad. Se fue haciendo más y más caballero con los años y ejercía diversos papeles con excelencia, más allá del silente mayordomo inglés que parecía languidecer por las tardes, adormilándose en sus callados pensamientos. Se llamó Gilbert Keith Chesterton y tuvo siempre una agudeza particular por la investigación de casos no necesariamente criminales más como clérigo de sotana larga que detective de capa y lupa; en sus primeros afanes indagatorios era capaz de seguir el rollo de un papel higiénico por todos los salones de la casa y luego, permanecer impávido y ajeno al enojo humano. Se sabe que de los 15.000 volúmenes de libros que llegó a resguardar la biblioteca de la mansión, Chesterton sólo maltrató uno (El Corán en árabe y edición de bolsillo) que evidentemente contravenía a su reciente conversión al cristianismo, religión que practicó de manera heterodoxa: creía en el prójimo y en el silencio, intentaba limpiar culpas con penitencias de ayuno con hierbas y sus actos de contricción fueron siempre ejemplos de renacida alegría… incluso, parecía sonreír.

Chesterton fue un caballero inglés incondicional de sus amigos más que amos y un caprichoso juez de la calidad de sus alimentos, llegando a engordar voluntariamente con golosinas y demás distracciones y luego, adelgazando en épocas en que intentó presumir agilidad y velocidad de sus muy limitadas extremidades normalmente entretenidas con doblar y desdoblar servilletas. Relativamente aislado del mundo, Chesterton conoció el azoro con la visita circunstancial del Marqués Perezvon, un tañidor ruso experto en la cría de ovejas que era no sólo políglota sino capaz de brincar sobre muebles con una agilidad olímpica y descifrar maneras para abrir las cerraduras de las puertas. Cuando Lord Bellatin pasó por Perezvon para llevarlo de regreso a sus campos, Chesterton se quedó varios días con la mirada absorta como diciendo “Yo no sabía que se podía brincar como si voláramos”, ya plenamente consciente de que las extremidades cortas lo alejaban del mundo de los labradores del barrio y del galgo presumido que se cruzó con él en algún paseo por el bulevar. Sin embargo, Chesterton pareció resignarse a la contemplación de párrafos en silencio, al ocasional exabrupto como aullido en medio de una melodía y a la reiteración sorpresiva de su presencia, apareciéndose a espaldas de contertulios como quien ofrece otro coctel o rellenar la copa abandonada de un vino para los invitados de cada jueves. Chesterton fue jueves, el invitado silente de las reuniones interminables, beneficiario resignado a los restos de arroz que dejaban los invitados y dueño y señor de los apartamentos discretos desde donde vigilaba quién se acercaba a la reja de la propiedad y qué correspondencia del buzón merecía llegar a manos de los amos o bien merendarse en cachitos.

Sir Chesterton llevaba el corazón como una mancha en el costado como para subrayar los valores más enigmáticos de su lento andar: que cada quien haga y diga lo que quiera, mientras no se metan conmigo; que hay rostros inconfundibles entre tantas caras del mundo y que no por ello se ha de dejar de intentar congraciarse elegantemente con todo prójimo aunque no sea próximo. Quizá por ello compartía su comida --sin reyertas ni discusiones—con al menos un pinche gato albañilero de las madrugadas que llegaba pidiendo aunque fueran croquetas por la puerta de servicio. No es que fuera un inglés abúlico o desinteresado, sino un dignísimo lord de flema, envuelto en su apariencia de tres piezas (a veces, incluso llevaba leontina en el chaleco para fardar en paseos cortos) y por ende, era astuto aunque no necesariamente inteligente: renegaba de la basura que proyectaban las pantallas de la televisión y se veía más cómodo cuando se relajaba escuchando música. Era sobrio, aunque gran bebedor (siempre en la privacía de sus aposentos) y cariñoso, incluso cuando dormía. Como muchos de sus colegas, preveía terremotos y llegadas intempestivas de visitantes indeseables; era un sabueso de gran olfato y un explorador aventurero en la selva de la higuera o en las marismas que se forman en tiempos de lluvia; capaz de rastrear dijes y baratijas entre una alfombra de flores lilas y luego, agrupar en montículos inexplicables las moradas flores de una bugambilia para algún centro de mesa.

Con las canas, su majestad se volvió más hierática y quizá por ello fue aliviado en sus tareas con la llegada de George Orwell, joven y dinámico clon de su clan que a pesar de la adrenalina enloquecida de su actividad terminó siendo su pareja de hecho. Se entendían con la mirada, se culpaban mutuamente de travesuras simples con la cubertería del hogar y fue Orwell quien finalmente acompañó a Chesterton en el doloroso domingo de su Remains of the Day. Hacía dos años que el fiel mayordomo se dolía de ausencias y celebró como el que más la insólita llegada del año 17 cuando la mansión se llenó con los mejores escritores de las lenguas que ya se sabía de memoria… pero languidecía su salud con la edad que ya llevaba encima; había vivido un siglo feliz, pasó de ser retratado en cámaras analógicas y revelado en papel a las interminables fotografías electrónicas que se le tomaban con el teléfono (que ya no precisaba el cordón que él acostumbraba desenrollar) y padeció tumores cuyo tratamiento fue quizá tan tedioso como el ritual consuetudinario de sus abluciones meticulosas (como para que siempre pareciera un gentleman digno de Buckingham Palace).

Tuvo la elegantísima gentileza de agonizar en domingo, con la mansión vacía y con Orwell como único testigo de sus callados espantos, de la incertidumbre e inminencia de su final… y se arrastró a la orilla de mi cama –donde había dormido quizá indebidamente la noche de su llegada hace más de tres lustros—quizá para esperarme una vez más, una última vez, esperándome como tantísimas noches en que compartimos un diálogo de secretos… o quizá a la espera de mis hijos, sus mejores amigos en el mundo, que los conoció siendo niños y los vio convertirse en hombres para que ahora yo escriba estos párrafos con la resignada melancolía de que son el último cuento que les regaló para que intenten dormir tranquilos, lejos de tanta mala noticia, tanto ladrido infame y peleas de perros allá fuera. Porque para eso vivió con nosotros, en el sueño amable el ahora recuerdo de una mascota incondicional: G. K. Chesterton, basset hound de gran tamaño y patas cortas que dormía la siesta tapándose los ojos con sus propias orejas y que parece recostarse al filo de un librero ya vacío –sin libros—donde alguien escribe fábulas para ver pasar la vida en el adormilado domingo en que nos despedimos.

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