Macri, la sal y la herida
El recuerdo de la dictadura militar sigue generando rencores y divisiones
En una mítica película sobre la transición española, José Sacristán advertía que “no nos podemos pasar cuarenta años hablando de los cuarenta años”. Era una apelación a la libertad personal, a la idea de que el pasado no se debería usar como excusa, al futuro, pero tal vez podía interpretarse también como un borrón y cuenta nueva, una alusión a la política que decidió no enredarse en los escombros del franquismo. La Argentina, en estos días, está demostrando una vez más que siguió por el camino contrario, y que lo explora hasta el paroxismo: ya hace 40 años que hablamos aquí no de los 40 sino de los siete años que duró la dictadura militar que gobernó entre 1976 y 1983. Ese dato peculiar complica a un torpe Mauricio Macri, a pocas semanas de que se cumpla el 41 aniversario del golpe de Estado.
En los 33 años que lleva la democracia argentina sus logros, en relación con lo ocurrido durante la dictadura, son gigantescos. En principio, es el período más largo de libertad política de la historia. Además, la mayoría de los torturadores y asesinos están presos, en un ejemplo único de que la libertad no debe canjearse por impunidad. Ya no existe el poder militar. Ningún ciudadano está obligado a servir a las Fuerzas Armadas. Más de 120 niños robados a las víctimas han recuperado su identidad y sus apropiadores fueron condenados. Y hay una sólida condena social a ese período histórico. Sin embargo, pese a ese recorrido virtuoso, el pasado sigue generando rencores.
El primer conflicto surgió cuando el Gobierno de Mauricio Macri tuvo la mala idea de correr unos días el feriado que recuerda el comienzo de la dictadura, para acoplarlo al fin de semana y así empujar el alicaído turismo interno. Los organismos de derechos humanos reaccionaron con bronca, la oposición los respaldó, los militantes kirchneristas —cuyo grito de guerra es “Macri, basura, vos sos la dictadura”— cayeron sobre el Gobierno, que retrocedió. Cuando esto parecía acallarse, el director de Aduanas, un tal Gómez Centurión, opinó por TV que la represión ilegal no fue parte de un plan sistemático, como definió hace largo tiempo la Justicia, sino una reacción inorgánica frente al desafío de la guerrilla: como si a todos se le hubiera ocurrido matar, torturar y desaparecer personas motu propio. El señor fue repudiado por tirios y troyanos, el Gobierno aclaró que no piensa como él, pero no le echó, como presumiblemente hubiera ocurrido si un funcionario alemán relativizaba el holocausto. “El problema no es Gómez Centurión. Es Macri”, aprovechó la expresidenta Cristina Kirchner.
Si uno compara el enorme camino recorrido con las minúsculas discusiones del presente, todo parece un sinsentido. Pero los sinsentidos tienen su razón de ser. Macri proviene de un sector social y político que nunca estuvo de acuerdo con el juicio a los militares, y apenas se le conoce una declaración personal de repudio a la dictadura. El sector más influyente de los organismos de derechos humanos es oficialmente kirchnerista, y así como le perdonaban al Gobierno anterior que la fecha sagrada se incorporara a un fin de semana largo o que designara a un represor como jefe del Ejército, a Macri le vigilan hasta los puntos y las comas. Hay una historia de desconfianza que transforma cada episodio en un desafío. A eso se le agrega que a las víctimas, muchas veces, les cuesta aceptar visiones de la historia alternativas a las propias: no es el dolor, precisamente, lo que vuelve flexible a las personas. Y un carácter nacional más propenso a la desconfianza y la provocación que al diálogo razonable.
Piense lo que piense Macri sobre la dictadura, luego de un año largo de mandato, los militares condenados siguen detenidos y a nadie se le ocurre perdonarlos. Incluso esta misma semana, uno de los jerarcas de aquella represión, que se le había fugado al Gobierno anterior, fue detenido por la policía del actual.
Pero el 24 de marzo, fecha del onomástico de la dictadura, miles de jóvenes marcharán a Plaza de Mayo y Macri será más insultado, probablemente, que los propios militares.
Aunque cuarenta años sean mucho tiempo, algunas heridas dejan marca por siempre.
No suena sensato echarles sal, como si tal cosa.
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