Elecciones locales en México: ¿desastre para el PRI?
Los ciudadanos usan el recurso electoral para castigar los excesos de la clase política
El pasado domingo hubo elecciones para gobernador en 12 estados de México, así como para la integración de la asamblea constituyente de la capital nacional. El resultado más relevante, por inesperado, ha sido la derrota del PRI en 7 de los 12 estados, incluidos 4 en los que nunca había ganado la oposición. El electorado ha pasado factura al presidente de la república, altamente impopular, y a los gobernadores más corruptos de la historia nacional. Las victorias del Partido Acción Nacional, disminuido desde 2012 a una oposición marginal al PRI, le dan nuevas fuerzas, si bien esta vez fue meramente el vehículo para protestar contra el PRI.
Por su parte, Morena, el partido personal de Andrés Manuel López Obrador, el líder de la izquierda, amplía su votación, pero corrobora sus limitaciones de implantación territorial. Todo esto sucede a pesar de que las elecciones locales fueron una colección de trampas, fraudes, financiamiento ilegal y violencia selectiva, en suma, una burla a la barroca legislación e institucionalidad electoral, cuya debilidad política y operativa ha quedado oculta por la decisión de la ciudadanía de deshacerse de políticos corruptos a pesar de todas las barreras que le pusieron enfrente.
Las elecciones locales de 2016 coronan el proceso, iniciado en 2010, de descomposición de las instituciones electorales. La transición a la democracia mexicana consistió, desde 1996, en una serie sucesiva de reformas electorales que buscaron despojar al PRI y a los gobiernos en turno de la capacidad de financiar ilegalmente a sus candidatos, impedir la entrada de dinero ilegal en las campañas, y evitar fraudes descarados el día de la elección.
Las elecciones locales de 2010 rompieron ya esos límites: hubo apoyos ilegales de los gobiernos estatales a sus candidatos, enormes sumas de dinero invertidas en las campañas cuyo origen nunca se determinó, compra de votos a la vieja usanza. Las elecciones federales de 2012 y 2015 también fueron claramente un ejemplo de abuso del PRI, si bien los demás partidos copiaron las tecnologías del fraude para su propio beneficio.
Una nueva reforma electoral en 2014 pretendió quitar a los gobernadores de los estados el control de las elecciones y centralizar su organización en el Instituto Nacional Electoral. Pero el modelo resultante fue un híbrido desafortunado. El INE nombró a los funcionarios a cargo de las elecciones en los estados en una forma poco clara, y los gobiernos estatales asumieron el financiamiento de sus actividades. Y, como siempre, el que paga manda. Los “nuevos” órganos electorales estatales terminaron controlados por los gobernadores, una vez más.
No es sorpresa que las elecciones de 2016 hayan sido las más violentas y sucias en mucho tiempo. Ataques en las redes sociales, violencia abierta contra candidatos, guerra sucia en los medios, compra de votos descarada caracterizaron la elección. Lo extraordinario fue que a pesar de todo, los electores le dieron una paliza al PRI, hartos de una corrupción sin límites, de la impunidad más aberrante, y de una inseguridad que cuesta miles de vidas al año.
Los gobernadores más odiados, como el de Veracruz, Javier Duarte, y el de Chihuahua, César Duarte, sufrieron las derrotas más estrepitosas, pues perdieron también el control de los congresos locales, lo cual permitirá que se les inicien procesos de investigación y sufran, incluso antes de terminar sus periodos, probables juicios políticos.
Ha sido la alta participación electoral (para estándares mexicanos), de más de 55% promedio, lo que ha permitido las alternancias. Los ciudadanos han demostrado, una vez más, que saben usar el recurso electoral para castigar los excesos de la clase política. Pero este éxito relativo no debe hacernos olvidar que, atrás de esta aparente normalidad democrática, subsisten los peores vicios del pasado. El monstruo ha sido derrotado parcialmente, pero sigue vivo, y aun puede dar coletazos en 2018.
* Alberto J. Olvera es Profesor-Investigador del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana.
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